Yo también te quiero, Darcy. Te quiero, Matthew Mcfadyen. Dije una vez de él que estaba estratosférico en «Orgullo y prejuicio», y creo que es la mejor definición para sus ojos templados, su luminosa sonrisa, su porte aristocrático y ese equilibrio entre la adustez orgullosa y la encantadora inseguridad que consigue su personaje. Pido por favor que esta película se disfrute en versión original, porque la diferencia de voces e interpretación es abismal. Creedme.

Joe Wright ha hecho una de mis película predilectas si de romanticismo hablamos. Romanticismo en toda la extensión de la palabra. En esta «Orgullo y prejuicio» los amantes se conocen, se conquistan y se enamoran. Gestos que delatan y construyen el amor: un puño que se abre y se cierra tras una caricia, un baile que hace que el mundo desaparezca, réplicas ingeniosas, malentendidos, actos de completo altruismo, Keira Knightley admirando una estatua, besos que se dan sin darse y una de las declaraciones de amor más bellas que puedan imaginarse; una declaración que sale del fondo del pecho, de la emoción entrecortada, de la pasión de un hombre. La sencillez elevada a su máxima expresión con un desgarrador y apasionado «I love you» del que es testigo el sol poniente. Cuánta emoción, qué estremecimiento nos recorre.

Fotografía preciosista, banda sonora exquisita y un mimo maravilloso y británico en la puesta en escena, dirección y dirección artística. ¿Pegas? Pues no sé qué pegas ponerle, porque «Orgullo y prejuicio» mejora ampliamente la novela de Jane Austen, autora sobrevalorada a mi parecer, y recrea una historia de amor elegante, sentida y hermosa, donde las escenas fluyen, acarician y enamoran.

Tal y como debe ocurrir en todo romance. Irrepetible.