Conociendo Viridiana, sospecho que mi lectura de esta obra puede ser distinta de la intención de Buñuel, una reescritura, pero así sea, que el flujo del texto corra libre.
Hace miles de años que el hombre conoce una profunda verdad, en todas las civilizaciones, y en la nuestra el registro más contundente y antiguo que conozco es el brutalmente sincero libro del Eclesiastés: "Y tuve por más feliz que unos y otros al que no ha sido aún, que no ha visto las malas obras que debajo del sol se hacen".

Simón toma sobre sí el escándalo de ese espíritu sublime que hace un par de milenios vino a abrir ojos y despertar conciencias en un rincón del desierto, sí, dejado de la mano de Dios. Su esfuerzo es titánico, y no me parece que la película sea una mofa del ascetismo, sino de la indigencia de la humanidad, la honesta exposición de la infinita diferencia entre el hombre y el ideal al que aspira; la distancia entre el mundo y la redención -que, en una vida en la que sólo se muestra el Diablo, probablemente no signifique más que el final absoluto.
Creo que Buñuel admira al sabio del desierto y lo compadece, contempla su altura y su miseria. Tal es la ternura que despierta Simón, que incluso se le conceden milagros y se rechaza la idea de mostrarle cayendo en el pecado que tanto ha combatido. No, la película no es inconclusa, lo que pasa es que nadie que se compadezca de las penalidades del hombre sería capaz de traicionar la memoria del Estilita arrojándolo en brazos de la tentación.

La vida de Simón, que renuncia a todo, es escándalo, y escándalo debe ser una película de Buñuel. No importa si reaccionamos a ello con la burla del enano o con la compasión de la madre (inolvidables las miradas de una mujer que desearía no haber sido nunca madre, por el bien del hijo). Simón el loco, el sabio, el cobarde, el tenaz, el ridículo y el admirable son todos una única persona. Dependiendo de nuestra mirada, será esta película una maravilla en la que ni sobra ni falta nada o una mediocre obra inconclusa que se queda corta en la diatriba de la religión.

La gran verdad de la que hablaba al principio siempre ha sido y será, pero no siempre se muestra: tuvo un momento de desocultamiento en los tiempos de los Padres del yermo, Voltaire la dejó plasmada en su Cándido y, en el siglo XIX, gracias al esfuerzo de Schopenhauer, volvió a al conciencia general. Mas solo un siglo que la haya olvidado podría haber creído en la existencia de algo que justificara dos guerras mundiales y tantas otras masacres; un horror enmascarado bajo la cultura del consumo, la música, los bailes y las drogas enajenadoras, auténticos rituales idolátricos.
Ya dijo Kierkegaard que sólo somos uno frente a Dios, y qué más da si esa X que llamamos Dios sea igual a cero, lo cierto es que todo aquel que se asome fuera del río, el que despierte, hablará una lengua que ni él mismo entenderá (¡me doy cuenta de que ya no me doy cuenta de lo que digo!) y hará estallar admiración, compasión y odio irracional (lo demoníaco) por igual, como hizo Simón. Y antes de él Juan, Jesús, Buda, y tantos otros hombres santos.

Hacía tiempo que no escribía una crítica, y no pensaba volver a hacerlo por considerarlo un mero ejercicio de vanidad, pero siento que esta vez la diferencia respecto a lo que veo aquí escrito me obliga a dejar constancia de mis pensamientos al respecto. Porque el diablo anda suelto en la ciudad, y lo escucho en las noches.