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Voto de mnemea:
9
8,5
14.152
Drama
Un samurái pide permiso para practicarse el Seppuku (o Harakiri), ceremonia durante la cual se quitará la vida abriéndose el estómago al tiempo que otro samurái lo decapitará. Solicita también poder contar la historia que le ha llevado a tomar tan trágica decisión. (FILMAFFINITY)
8 de noviembre de 2009
7 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un majestuoso film sobre el razonamiento de una vida perdida en el camino por el infortunio y el honor de un samurái cierne sobre mí dudas sobre la propia existencia. Los relatos que él pudo contar son un conocimiento excepcional del hombre que vive tras la capa de su decisión, morir.
He venido a relatar antes de desaparecer una historia:
Soy una higuera. Me mantengo en mi posición para dejar que el viento libre meza mis ramas. Soy perezosa y me alimento de la tierra y la imaginación. Con el bueno tiempo cobijo bajo mis múltiples brazos la sombra que proyecta sobre el suelo una imagen nueva a cada hora, donde los que acuden a mí se resguardan del calor y comparten sus pensamientos. La compañía siempre es grata, yo escucho sin hablar, guardo los secretos del viento y mantengo los ojos abiertos oda la noche, expectante, soñadora.
Ofrezco mis frutos, nunca conseguí que fueran atractivos a simple vista. Se arrugan, adquieren un color pardo, de tacto áspero, mientras maduran al sol. Son las pequeñas historias que se funden en forma y efecto. Las dejo ahí, en mis ramas, aunque las camuflo sin querer para que quien se interese busque y se alimente de mí. Algunas veces descubren el rojo manjar de mi interior, es lo que llego a pensar, porque vuelven a por nuevos fragmentos, más pedazos de una esencia. Nunca supe dar un fruto igual a otro, siempre pensé que ninguno de ellos estaba a la altura de mis cómplices.
Llega el otoño, me marchito. Mis hojas se secan para caer y dejarme desnuda. Mi tristeza aparece de repente, me enmudece y aísla, pues las sonrisas no son completas, las sombras se debilitan y la noche llega siempre sin avisar para que la soledad quede más presente en estos duros primeros días. Un otoño, una hiedra me sorprendió, quiso ocupar mi terreno, sus hojas fueron cubriendo mi tronco, rápidamente se sobrepusieron a mi presencia, no quedaba nada de mí, excepto las sinuosas formas de lo que una vez fui. Con el paso del tiempo perdí mis ramas, no di más frutos, hiedra y árbol se convirtieron en una máscara que sólo tenía ojos. Para contemplar los días, para llorar las noches. El viento decidió traicionarnos, seca por dentro, sin casi poder tenerme en pie, no fui capaz de soportar esa lucha, y el vendaval que surgió de la nada nos derribó. Ahora ardemos en un fuego eterno. No soy una higuera, no soy nadie, no soy nada.
Soy un cactus. Soy verde, de diminutas dimensiones. Soy capaz de sobrevivir sin apenas atención, guardo cualquier alimento en forma de cristalina agua en mi interior. Siempre quieta, observadora, me gusta que me dejen cerca de la ventana.
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He venido a relatar antes de desaparecer una historia:
Soy una higuera. Me mantengo en mi posición para dejar que el viento libre meza mis ramas. Soy perezosa y me alimento de la tierra y la imaginación. Con el bueno tiempo cobijo bajo mis múltiples brazos la sombra que proyecta sobre el suelo una imagen nueva a cada hora, donde los que acuden a mí se resguardan del calor y comparten sus pensamientos. La compañía siempre es grata, yo escucho sin hablar, guardo los secretos del viento y mantengo los ojos abiertos oda la noche, expectante, soñadora.
Ofrezco mis frutos, nunca conseguí que fueran atractivos a simple vista. Se arrugan, adquieren un color pardo, de tacto áspero, mientras maduran al sol. Son las pequeñas historias que se funden en forma y efecto. Las dejo ahí, en mis ramas, aunque las camuflo sin querer para que quien se interese busque y se alimente de mí. Algunas veces descubren el rojo manjar de mi interior, es lo que llego a pensar, porque vuelven a por nuevos fragmentos, más pedazos de una esencia. Nunca supe dar un fruto igual a otro, siempre pensé que ninguno de ellos estaba a la altura de mis cómplices.
Llega el otoño, me marchito. Mis hojas se secan para caer y dejarme desnuda. Mi tristeza aparece de repente, me enmudece y aísla, pues las sonrisas no son completas, las sombras se debilitan y la noche llega siempre sin avisar para que la soledad quede más presente en estos duros primeros días. Un otoño, una hiedra me sorprendió, quiso ocupar mi terreno, sus hojas fueron cubriendo mi tronco, rápidamente se sobrepusieron a mi presencia, no quedaba nada de mí, excepto las sinuosas formas de lo que una vez fui. Con el paso del tiempo perdí mis ramas, no di más frutos, hiedra y árbol se convirtieron en una máscara que sólo tenía ojos. Para contemplar los días, para llorar las noches. El viento decidió traicionarnos, seca por dentro, sin casi poder tenerme en pie, no fui capaz de soportar esa lucha, y el vendaval que surgió de la nada nos derribó. Ahora ardemos en un fuego eterno. No soy una higuera, no soy nadie, no soy nada.
Soy un cactus. Soy verde, de diminutas dimensiones. Soy capaz de sobrevivir sin apenas atención, guardo cualquier alimento en forma de cristalina agua en mi interior. Siempre quieta, observadora, me gusta que me dejen cerca de la ventana.
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SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Cubro todo mi cuerpo con pinchos, es una absurda protección, sólo la utilizamos quienes queremos que nos abracen y no sabemos pedirlo, ni siquiera mostrar que lo necesitamos. Es difícil tocarme, llegar a mí, pero sólo porque cualquier no conoce la forma de rozar mi puntiaguda armadura sin pincharse en el intento.
Me gusta el silencio, no destaco por nada en particular, soy una esponja que se hincha en los buenos momentos, en plena abundancia húmeda, cálida, acompañada de los valientes que sobrepasaron cualquier barrera involuntaria, para guardar siempre su sabiduría, sus secretos, su afecto. Por gratitud crezco, deslumbro y espero la vuelta de esas confidencias que se convierten en recuerdos. Con esas pequeñas anécdotas que convierto en grandes hazañas en mi interior sobrevivo, mucho más tiempo que cualquier semejante. Pero en el olvido me marchito, sin quererlo, me convierto de nuevo en una pequeña parte de mí, mis pinchos vuelven a sobresalir y yo los odio.
Es otoño y ya no soy verde, tal vez más amarillo hay en mi aspecto, pero siempre reservo unas pequeñas gotas, que me permiten respirar junto a mi ventana mientras espero. No soy un cactus, no soy nadie, no soy nada.
Soy una mujer. Sufrí todo un invierno la indecisión ante la contemplativa muerte de un samurái. Una fría mañana cesaron mis dudas y me preparé para la ceremonia. Pero nadie dijo que todo estuviese preparado para mí. Días, semanas, meses y estaciones transcurrieron hasta hoy, el reencuentro, un otoño, una vez más, algo triste, una vez más.
Ahora sólo me convierto en mera espectadora del protagonista, un hombre que se adentra a su elegido destino con gran solemnidad, y que decide que todos los presentes en esa casa que ha escogido para dar fin a una vida le escuchen, pues su relato es de suma importancia para comprender quién fue y qué ha perdido. Con las palabras y gestos adecuados no sorprende con su serenidad y templanza para explicar su dolor y magnitud.
He aquí el hombre derruido en su interior más fuerte y por tanto más respetable con el que compartir este momento. La muerte es un pasaje más en la vida, pero nunca lo había contemplado desde la ceremoniosidad con verdadero honor, el que se gana el hombre como tal y no el que regala una posición en este mundo.
El respeto que se debe comunicar a todos y cada uno de los seres tratados como iguales, pues tanto importa la palabra de más que se dice por este bien como el silencioso tributo que se realiza bajo un mismo sentir. Un admirable hombre que desea compartir su verdad, la que demuestra, una vez más, que la grandeza aparece en calma y confirma que no nos conocemos, pero dejamos una marca a nuestro paso para no olvidar. Soy yo. Soy alguien. Tengo algo que contar.
Me gusta el silencio, no destaco por nada en particular, soy una esponja que se hincha en los buenos momentos, en plena abundancia húmeda, cálida, acompañada de los valientes que sobrepasaron cualquier barrera involuntaria, para guardar siempre su sabiduría, sus secretos, su afecto. Por gratitud crezco, deslumbro y espero la vuelta de esas confidencias que se convierten en recuerdos. Con esas pequeñas anécdotas que convierto en grandes hazañas en mi interior sobrevivo, mucho más tiempo que cualquier semejante. Pero en el olvido me marchito, sin quererlo, me convierto de nuevo en una pequeña parte de mí, mis pinchos vuelven a sobresalir y yo los odio.
Es otoño y ya no soy verde, tal vez más amarillo hay en mi aspecto, pero siempre reservo unas pequeñas gotas, que me permiten respirar junto a mi ventana mientras espero. No soy un cactus, no soy nadie, no soy nada.
Soy una mujer. Sufrí todo un invierno la indecisión ante la contemplativa muerte de un samurái. Una fría mañana cesaron mis dudas y me preparé para la ceremonia. Pero nadie dijo que todo estuviese preparado para mí. Días, semanas, meses y estaciones transcurrieron hasta hoy, el reencuentro, un otoño, una vez más, algo triste, una vez más.
Ahora sólo me convierto en mera espectadora del protagonista, un hombre que se adentra a su elegido destino con gran solemnidad, y que decide que todos los presentes en esa casa que ha escogido para dar fin a una vida le escuchen, pues su relato es de suma importancia para comprender quién fue y qué ha perdido. Con las palabras y gestos adecuados no sorprende con su serenidad y templanza para explicar su dolor y magnitud.
He aquí el hombre derruido en su interior más fuerte y por tanto más respetable con el que compartir este momento. La muerte es un pasaje más en la vida, pero nunca lo había contemplado desde la ceremoniosidad con verdadero honor, el que se gana el hombre como tal y no el que regala una posición en este mundo.
El respeto que se debe comunicar a todos y cada uno de los seres tratados como iguales, pues tanto importa la palabra de más que se dice por este bien como el silencioso tributo que se realiza bajo un mismo sentir. Un admirable hombre que desea compartir su verdad, la que demuestra, una vez más, que la grandeza aparece en calma y confirma que no nos conocemos, pero dejamos una marca a nuestro paso para no olvidar. Soy yo. Soy alguien. Tengo algo que contar.