Parece inevitable. El tiempo, imparable, hace más o menos mella en cualquier producción artística, máxime en el cine, una disciplina con una historia de apenas cien años pero con una evolución vertiginosa. Los olvidados es una gran película, pero el tiempo la ha roído, afortunadamente no tanto como para ocultar sus indiscutibles logros.
En ella se nota el genio de Buñuel. Un genio único para captar el latido de la calle, el infortunio de seres malditos, la crueldad y la bondad en cada esquina. Un genio único para mover la cámara sin trucos, con los escasos medios que se pudiera permitir en su exilio. Un genio único para dirigir actores y hacer que no lo parezcan. Un genio único para manejar el tempo narrativo, para moverse por la historia de diversos personajes sin caer en la superficialidad o la banalidad. Un genio para convertir la imagen en arte.
Pero, duele decirlo, acercarse a Los olvidados puede costar hoy en día. Cuesta hacerse con su lenguaje, de entrada. Se hace necesaria la paciencia, dejar pasar diez o quince minutos, hasta que el oído se acostumbra. Cuesta acceder a su manera de moverse por el espacio y a su manera de contar la historia. Encontramos en ella rastros de expresionismo, a pesar de estar rodada ya en 1950.
Debe verse Los olvidados con conciencia de lo que se va a ver. Hay que entender sus postulados artísticos y su intención última. Si no la contextualizamos, puede que no resulte una experiencia satisfactoria. Es un tipo de película que debe verse, pero aunando el disfrute con la perspectiva histórica. Creo que sólo así podremos valorar lo grandioso del cine de Buñuel.