Su mayor virtud resulta ser la misma que su mayor defecto. Es una de las películas más directas que ofrece el mercado cinematográfico.
Sin rodeos, sin subtramas, sin pamplinas, empieza por el final y te cuenta como se ha llegado a esa situación. Sin entreactos y con un ritmo abrasivo. Su espontaneidad y velocidad abruman.
Pero a su vez, el guión no deja de ser una sublime chorrada. Tal cual.

Luhrmann se pone el delantal, se calza su gorro de cocina y llama a unos cuantos amigos (Leguizamo), pone una buena base de productora musical en su puchero y lo adereza con caras conocidas (Kidman, McGregor,… un irreconocible Broadbent), y de paso coloca su ramita de perejil con una de las voces más irrisorias del panorama sajón (la de “Piolín” Roxburgh). ¿El resultado? Un salpimentado plato para adolescentes enamoradizos que entretendrá a todos sus acompañantes.

Banda sonora curiosa y funcional, al menos esto, sí que es aconsejable.