Nunca vi ni un solo capítulo del seriado de televisión. Tampoco he leído la novela de Andrés López, pero sé bien lo complicado que resulta adaptar, una larga historia -con muchos personajes y muy variadas vertientes-, a un solo filme de menos de dos horas, porque, quienes conocen una cosa u otra, siempre reclamarán que faltaron tales escenas o que éste o aquel personaje, no apareció. Comprendí enseguida que, como a tantísimos directores (incluidos James Cameron, Michael Bay y otros que manejan altísimos presupuestos), también a Carlos Moreno se le escaparon anacronismos difícilmente evitables en una película con muchos exteriores. También, en principio, encontré que la historia andaba a tijeretazos muy rápidos para poder llegar al asunto que, hechas las cuentas, le interesaba al director.

Y desde aquí, es que la película me gusta porque, su historia –basada sin duda en hechos reales-, cuenta la que ha sido, no la única, sino una de las muchas historias de amor que se han dado entre los muchachos que viven del tráfico de drogas. Jóvenes que nacen y crecen colmados de carencias económicas, afectivas, educativas… pero que muy dentro sienten el ímpetu de ser alguien, de salir de la nada y tener muchas de las cosas que la televisión -el único asequible medio de entretenimiento que se encuentra en Colombia hasta en el más mísero tugurio- ofrece día a día, minuto a minuto, con la promesa de que “te hará sentir feliz”, “serás exitoso socialmente”, “vivirás con lujo y comodidad”... y “tendrás suerte con las mujeres”.

A estos muchachos, la moral o la dignidad les preocupa muy poco, porque no la ven brillar entre sus gobernantes, y a veces, ni en su propia familia; además saben que, muchos de los que manejan los grandes negocios turbios, se encuentran entre balcones. Entre sus familias, también escasea el ejemplo por la falta de educación y de oportunidades laborales que sufren sus padres y hermanos… y porque las opciones de acceder al vicio y al delito impune, están a la vuelta de la esquina.

La historia de amor entre, Martín y Sofía, da muy clara cuenta de la manera como dos chicos se sienten atraídos el uno por el otro desde muy pequeños, y se torna tan irresistible su deseo de estar unidos que, para el muchacho, entrar en el negocio del tráfico de drogas –tan altamente rentable como peligroso- se convierte en una opción desesperada a la que se apegará para poder salir de ese cerco social (la pobreza) que le mantiene constreñido.

El director, al que el tema del amor obsesivo parece interesarle bastante (en, “Perro come perro”, también hay un hombre empeñado en conservar para sí una gruesa suma de dinero, sustraída a su jefe, para darle una mejor vida a su entrañable familia), logra recrear en, <<EL CARTEL DE LOS SAPOS>>, un clima bastante romántico frente a esa relación que se adivina imposible, pero, que intenta infructuosamente escapar de un penoso sendero del que difícilmente hay salida. La metáfora del joven hastiado que entra en la alcantarilla en plan de transformarse en otro miembro del cartel de los sapos, está excelentemente lograda.

Manolo Cardona (Martín) y Juana Acosta (Sofía), hacen una efectiva pareja. Ella, anhelando a un hombre digno que la aleje del peligro y la zozobra; y él, aspirando a volverse limpio y luminoso, como es la suerte de hombres que atrae a las sofías... pero los senderos oscuros tienen un punto en que, definitivamente, ya no hay reversa. ¿Llegará hasta allí, Martín, o estará a tiempo de tomar una nueva senda?

Estamos ante una historia que deja muy claro a dónde conducen estas locas aventuras. Una atractiva fotografía en muy buenos tonos; una ambientación muy ajustada al estilo de vida mafioso; y sobre todo, la música de Carlo Siliotto, de tan hondo romanticismo que me remitía al gran, John Barry, e igualmente efectiva en los momentos dramáticos… son la suerte de cosas que hacen de, <<EL CARTEL DE LOS SAPOS>>, una película muy digna de verse.