Gareth Edwards nos trae una historia ambientada entre el Episodio III y el IV, sobre cómo los rebeldes se hicieron con los planos de la estrella de la muerte (a estas alturas sabemos que eso no es un spoiler) y nos trae una historia que sin tener la trama más original del mundo, ni los personajes más carismáticos u originales, incluso rozando el cliché en ocasiones, pero aun así funciona, y convencerá a los fans de Star Wars. Se hace raro ver una película de Star Wars sin duelos de sables láser, sin Jedi, y sin (casi) ninguno de nuestros personajes conocidos. A la película le cuesta entrar en materia, pero cuando lo hace se pone las pilas, ya que nada de lo que vemos en la primera hora y media de película sorprende o no es algo que ya hayamos visto antes. Felicity Jones como Jyn, se nos queda corta comparada con lo que nos ofreció Daisy Riley. El villano, aunque tiene algúno momento interesante tampoco está a la altura, aunque sí hay que reconocer que el personaje del robot consigue robar alguna escena humorística. La BSO de Giachinno interviene cuando tiene que hacerlo, y a nivel visual no se le puede reprochar absolutamente nada.
No obstante hay un momento en que la película empieza a cambiar, cuando Vader entra en escena, y aunque su presencia no tiene prácticamente trascendencia, sin duda es de lo mejor de la película, dejándonos una última escena (espero que su última presencia) brutal. A partir de su aparición la película mejora bastante. No diré como algunos que esta es la mejor película de Star Wars desde el Episodio VI, pero la última media hora está completamente a la altura, con ecos de esa epicidad y espíritu que tenían las películas originales, muy por encima del final del Despertar de la Fuerza, y dejándonos unas últimas escenas, de esas que se te quedan en la retina y que nos cuenta cómo surgio esa nueva esperanza.