Woody Allen destaca entre otras cosas por ser un gran director de actores, pero la presencia de Owen Wilson, actor que no es precisamente de mi agrado y al que tenía encasillado en personajes de caradura en comedias tontas para adolescentes me hacía perder interés por la película. Además el fiasco de Vicky Cristina Barcelona, la última aventura en la Europa continental del neoyorkino pues tampoco jugaba a su favor. Pero soy un incondicional suyo desde “Toma el dinero y corre” de modo que no dude demasiado en verla. Y qué grata sorpresa; resulta que Owen Wilson, cansado de interpretar personajes insípidos en la cadena de montaje de Hollywood, decide irse a París a convertirse en actor. Y lo consigue; con la ayuda del maestro y de un guión tan ingenioso como divertido, logra que en tan sólo dos escenas se esfumaran todos mis prejuicios derivados de su anterior trayectoria cinematográfica.
Se ha criticado que la película nos presenta a un París inexistente, una postal de la ciudad. A este respecto destacar que la cinta comienza con una sucesión de planos de París, planos que se convierten en bellas estampas con la ayuda de un bonito tema musical y un buen uso de la luz y el encuadre, pero que en el fondo nos muestran una ciudad corriente, habitada por personas corrientes. Posteriormente la película nos sitúa en un Paris idealizado desde la perspectiva romántica del protagonista, es decir, del guionista. En ese sentido no tiene nada que reprochar; se trata de cine y el cine consiste en transformar la realidad.
Por lo demás estamos ante una típica película woodialiense; de esas que echas en falta cada vez que el cineasta da un pequeño traspiés en su filmografía.