Salir del cine y no saber qué hacer o a qué lugar dirigirme después de ver esto tan grande. No tener la más mínima sospecha de que una película te puede afectar tan literalmente, que ese nudo en la garganta desaparecerá después de muchas horas. De no saber qué decir entre los amigos porque en tu interior todo está revuelto, para bien y para mal. Para bien porque la propuesta cinematográfica de Nadine Labaki va al grano, sin rodeos, llevándome como espectador a la miseria, al dolor, a la impotencia y al miedo. Porque esta directora ha hecho una pausa en el camino en relación a sus anteriores películas. Y me ha puesto en la piel de ese niño hermoso, afeado por las circunstancias, apaleado por las injusticias, rematado por mi comodidad occidental. Todo duele en esta película. Todo. Sobre todo las niñas y los niños de la calle, expuestos a la maldad, a la oscuridad de muchos adultos y al destino que la pobreza trae consigo.
Y para mal porque el arte, el buen arte, tiene la capacidad innata de conmover y de cuestionar. Y no saber cómo continuar con mi vida después de ver esta película, me ha dejado sin movimiento, con la mirada perdida en las calles de Madrid que goza de la abundancia que esos niños, esos miserables niños, deberían tener.
Me ha despertado una actitud misericordiosa, me la invitado a esa estética de la solidaridad y me ha sumergido en una dolorosa reflexión que, dudo mucho, vaya a olvidar. Cafarnaúm es todo eso y probablemente mucho más en cada espectador.
La película tiene ritmo, una historia clara, unas actuaciones memorables y una fotografía que duele y duele a lo largo del filme.
Una película necesaria para despertar, incomodar y, ¿por qué no?, enternecer en medio de tanta virulencia y sinrazón.