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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Voto de Normelvis Bates:
8
Western Una banda de ladrones de bancos recorre el desierto y llega a un poblado fantasma donde sólo vive una joven con su abuelo... El guión de Lamar Trotti se basa en una historia de WR Burnett y en "La Tempestad" de William Shakespeare. (FILMAFFINITY)
29 de junio de 2011
22 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde que hemos regresado a la infancia, nos hemos vuelto comodones, perezosos y quejicas. Menos mal que tenemos papilla blanca y negra y confortables pañales animados por ordenador para hacer más llevadera nuestra dura existencia de niños malcriados, porque todo cuanto requiera mirar más que ver y escuchar y no tan sólo oír nos resulta más intolerable que la más salvaje de las torturas. Todo nos cansa y nos aburre y aquello que un día fue llamado clásico no nos parece sino una tomadura de pelo, un camelo que conviene denunciar a los cuatro vientos para liquidarlo de una puta vez, no sea que dejen de considerarnos salvajes e irreverentes cinéfilos, tíos sin pelos en la lengua y de lo más puestos al día. ¿Hitchcock, Ford, Huston, Kubrick? Bah, simples nombres, vacas inexplicablemente sagradas, torpes tahúres a los que les pillamos todos los trucos, sopor, moho y naftalina. ¿El western? Pst, indios pintarrajeados y estrellas de latón, bancos y diligencias, desafíos al sol y peleas en tabernas, gente a caballo pegando tiros y cayéndose muerta, furcias en corpiño bailando el cancán. Eso es todo.

Y cómo explicar que no, que eso no es todo, que algunos de los mejores westerns son precisamente aquellos que eluden todos los tópicos que se suponen asociados al género, los oblicuos y extraños, aquellos en los que apenas hay disparos y en los que casi ni se habla porque todo se dice con los ojos, aquellos en los que los hombres se enfrentan a sus miserias cruzando desiertos de sal y vagan insomnes entre las ruinas de la Tierra Prometida porque han olido oro y carne de mujer. Aquellos en los que hay luz cegadora y densas sombras y un espacio abierto entre ellas para que lo ocupen la codicia y el deseo sexual, la redención y la condenación. Aquellas en las que la naturaleza le revela al hombre su insignificancia y pone al desnudo la estupidez y fragilidad de sus leyes, aquellas en las que se habla del destino sin nombrarlo, en las que se muestra lo cerca que estamos siempre de sucumbir a nuestras propias ruindades. Con aplomo y mano maestra, mediante la sugerencia y la elipsis y una insólita potencia visual, muchas veces al borde de la irrealidad.

Como ocurre con algunos de los mejores westerns, “Cielo amarillo” es un western por casualidad. Es una historia arrancada del Antiguo Testamento, de un canto homérico, de una epopeya medieval. Podría suceder en cualquier tiempo y en cualquier lugar. Hay momentos, de hecho, en los que parece transcurrir en la luna. Qué lástima que transcurra en el Oeste y en 1867, porque quienes detestan el western y se conforman con identificarlo entre bostezos con los estereotipos más folklóricos y epidérmicos de su atrezzo nunca sabrán de su existencia. Y ya puestos, qué lástima de ese risible y anticlimático apéndice final, que nos priva del que habría sido uno de los mejores desenlaces del cine del oeste y casi arruina uno de los mejores duelos que recuerdo haber visto. O debería decir que no.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Normelvis Bates
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