Me dispuse a verla con las mejores intenciones. Convencido, prácticamente, de que iba a visionar una auténtica obra maestra. De que iba a poder contemplar, de una vez por todas, al “alma mater” del cine de terror hispano. Al equivalente patrio del “Nosferatu” de Murnau, del “M” de Lang, del “Frankenstein” de Whale o del “Freaks” de Browning. Lamentablemente, andaba equivocado. Muy equivocado. Y en lugar de eso me topé, en realidad, con un esperpéntico folletín incapaz de asustar -ni por lo más remoto- al más timorato de los mortales.

Lo peor de todo, sin embargo, no es que la peli de Neville asuste o deje de asustar. Lo peor de todo es que “La torre de los siete jorobados” está, la pobrecita, muy desmejorada. Muy vieja, muy polvorienta y -valga la redundancia- muy jorobada. Huelga decir, por consiguiente, que no seré precisamente yo quien cante las alabanzas de su rancio y apolillado abolengo. Entre otras cosas porque mi escaso apego a la España cañí me faculta para no dejarme llevar por ridículos y absurdos sentimentalismos y poder decir con la boca bien ancha que “La torre de los siete jorobados” me parece una peli sobrevaloradísima. Una peli con interpretaciones lamentables y un guión de cartón-piedra cuya única virtud radica en haber visto la luz en una época en la que el cine español estaba sumido en un páramo artístico y cultural absolutamente desolador.

Inflexible y despiadado cate, pues, para una marchita y ajada momia ibérica que solo recomendaría a ratas de filmoteca con más de treinta años de experiencia. Como mínimo.