¿Si el zombie puede servir como metáfora de la superpoblación o la política, por qué no podría explicar también las inevitables crisis del núcleo familiar moderno?
Eso es lo que habrán pensado los creadores de esta serie, a la hora de explorar el nada común matrimonio formado por Sheila y Joel Hammond.

Ellos, una familia de clase media del valle de Santa Clarita, nunca pensaron que a Sheila empezarían a brotarle instintos salvajes de matar y devorar carne humana, cambiando toda una dinámica familiar que ya estaba dando sus primeros indicios de estancamiento. Pero lo cierto es que, si se piensa bien, nadie se escapa del aburrimiento marital, la languidez laboral y ese nervioso hormigueo que te pregunta "¿sigues siendo 'guay'?" (sea lo que sea eso).
Joel, de alguna manera, aceptaba esos inconvenientes de la edad, pero el nuevo carácter de su esposa no los acepta, despertando en ella un apetito sexual y social incansable bajo el cual su marido intenta adaptarse, sin conseguirlo demasiado.

Si se excluyen las (muy bienvenidas) vísceras y la sangre, podríamos estar hablando de cualquier pareja de mediana edad, intentando mantener la llama a pesar de los años.
El acierto sin embargo radica en dejar atrás cualquier señal de sutileza: la progresiva "zombificación" de Sheila se convierte en un problema real, semi-aceptado por todos los enterados, hasta el punto de que su hija pasa a estar indignada con la poca discreción con la que sus progenitores llevan el poner cadáveres en el congelador, antes que escandalizarse por lo que significa.
La muerta viviente (o más bien viva muriente) se convierte en una excusa para desenmascarar toda la hipocresía oculta en el típico vecindario donde nunca pasa nada, sacando a la luz los vicios y neuras de sus habitantes, ocultos hasta que a los Hammond les ha dado por buscar gente mala que poder quitar de enmedio sin que el mundo sufra demasiado su ausencia.

Es esa mezcla de buenrrollismo y cruel carnicería la que convierte a 'Santa Clarita Diet' en algo más allá de la típica sitcom, sin por ello dejar de beneficiarse de sus cosas buenas: el humor es agudo y afilado, servido generosamente por una entonada Drew Barrymore y un pletórico Timothy Olyphant, sin preocuparse por estar tratando con temas particularmente desagradables.
Pero eso es porque, en el fondo, se habla de otros temas desagradables: el miedo a envejecer sin haber compartido suficiente tiempo con tu hija, el temor a que la ferocidad de la rutina aplaste tu matrimonio, la creciente paranoia de que nunca vas a estar más cómodo que en tu propia familia. Problemas que todos nos hemos planteado mientras hacemos la cama, aunque hablemos de la lista de la compra o de la próxima victima que asesinar.

Pese a todo, la intrascendencia general corre el peligro de dejar huérfano su original concepto inicial.
Pero la sorpresa y el merecido interés de esta serie viene con la decisión de cerrar con un broche adulto su muy gamberra apariencia: nunca es fácil soportar a la familia, y que esta pueda soportarnos.
Quizá la clave sea tener paciencia, y ayudarnos en cada problema, para poder superarnos.