Haz click aquí para copiar la URL
España España · Madrid
Voto de Charles:
8
Drama Don Jaime (Fernando Rey), un viejo hidalgo español, vive retirado y solitario en su hacienda desde la muerte de su esposa, ocurrida el mismo día de la boda. Un día recibe la visita de su sobrina Viridiana (Silvia Pinal), novicia en un convento, que tiene un gran parecido con su mujer. Basada libremente en la novela "Halma", de Benito Pérez Galdós. (FILMAFFINITY)
13 de noviembre de 2018
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Hay algo mostrando más fealdad que la generosidad sin indicio de retorno?
Desde bien pequeñitos se nos ha enseñado a compartir, a ayudar a otros en necesidad, a entregarnos de manera que nada le falte a los demás. Es un dogma marcado en la fe cristiana, e importado inconscientemente a cualquier relación social: pon la otra mejilla, no sea que te vaya a doler más.
Los tiempos han cambiado desde que Luis Buñuel decidiera destapar estas vergüenzas de respetable familia, pero la inmortalidad de su obra queda más que probada cuando te das cuenta de que muchos seguimos creyendo lo de la otra mejilla, hasta que nos la arranquen de tanto usarla.

‘Viridiana’ vive esto porque es lo que le han enseñado desde que se pusiera al servicio del convento.
Castidad, dedicación, absoluto amor por el prójimo en todas sus formas, desde tus hermanas a tus familiares, que tanto respeto profesan a la santa madre Iglesia.
No es de extrañar que, por eso, la madre superiora le conceda unos días de asueto para despedir aquel mundo de pueblo al que ya no podrá volver cuando tome sus votos: pero Viridiana duda, se resiste educadamente, y si finalmente cede es porque lo ordena aquella que le ofreció una salida.
Para ella, salta a la vista, salir fuera no es un alivio, sino un retorno a los peligros que algún día dejaron de poblar su vida.

Aún así, accede a pasar unos días con su tío, sin que en principio tenga nada que temer, pues el apacible carácter del anciano hombre y su espaciosa finca dejan poco espacio a cualquier pensamiento perturbador.
Y, con todo, hay algo, un sentir latente, una congoja subterránea. Un brillo en los ojos de ese hombre que eriza la piel, cuando intenta atisbar la rubia cabellera de la monja bajo su pañuelo, o la observa fascinado en su libre sonambulismo, sin ser dueña de si misma.
El hombre habla de hechos innombrables, terrores de vida relajada que algún día amenazaron su bienestar, rastrojos de depredador que sigue habitando bajo su piel de viejo, abandonando responsabilidades carnales cuando no le convenía… pero después siente compasión por la mosca a punto de ahogarse en la poza.
Ironía siniestra, en su máxima expresión.

Viridiana en principio no se alarma: cómo podría, si siempre puso la otra mejilla, perdona cualquier desvarío y siente reparo al tocar las ubres de una vaca (sutil e irónico simbolismo).
Es solo poco a poco, con esfuerzo, al ver que su desnudez puede ser vigilada, o que su estancia se fuerza a ser alargada, que se descubre viviendo la perfecta fantasía de un hombre enfermo, fascinado por su cabellera y buena disposición, tan parecida a la de esa esposa que ya perdió.
Luis Buñuel habla valientemente pero sin alardes, calladamente, sobre una generación masculina acostumbrada a forzar su voluntad entre la represión sexual y el arrepentimiento cristiano, que amordazaron con blanco satén voluntades más fuertes que las suyas, y hacen sonar cualquier locura casamentera de salón como un favor perfectamente merecido.

La asunción de culpa de Viridiana, por haber provocado, por haber permitido, aunque “no haya pasado nada” (tú decides si crees o no, que el marchito viejo pudo resistir su melena resplandeciente) es la primera mejilla que ella estaba dispuesta a poner: falta la otra, la que en el fondo de nuestro corazón, al ponerla, pensamos que no nos van a romper.
Ella entonces, profundamente avergonzada, organiza un albergue para aliviar las penas de los más necesitados, sin poder volver a calzar sus hábitos, pero manteniendo el pañuelo sobre el pelo y la habitual caridad cristiana de un convento al que ahora ve imposible de (o se ha negado) regresar.
Tal vez el aspecto más brillantemente extracinematográfico de esta cinta siga siendo el grupo de pordioseros que sigue a Viridiana a la finca, como la libertad guiando a un pueblo: rudos, maleducados, calenturientos, vengativos, aprovechados, sucios o deformados, Buñuel elige que coman, sin parar, tal vez simbolizando la escasa humildad que tienen al devorar las entrañas de ese hogar, o simplemente porque así sale a la luz quiénes son de verdad.

Aunque siendo gentes corroídas por la necesidad, con rencillas personales a cuestas que ni siquiera ante la buena caridad dejan de lado, idolatran a Viridiana: ¿cómo podrían hacer lo contrario?
Pues quizás porque el vicio es difícil de controlar, cuando ha sido la única alegría de tu vida y se ha hecho costumbre el no trabajar. O porque es fácil pensar “¿cuándo me voy a ver en otra igual?” y ves que a la señorita no le cuesta demasiado perdonar, porque lo tiene grabado a fuego en su conciencia.
Viridiana aprende, quizás demasiado tarde, que la gente mirará por su propio beneficio, y pasará por encima de la voluntad que haga falta para conseguirlo: tal cual la suya, tierna y maleable cuando le piden entregarla, porque siempre pensó que no tendría que dar tanta.

Caída la Virgen que guiaba, todo ser que alguna vez fuera respetable solo puede bajar al barro.
Los pordioseros juegan, ríen y beben, emulando la Santa Cena, para dejar claro que tanto monta, monta tanto, todo pertenece a la misma mierda. La santidad nadie la puede reclamar cuando vivimos buscando aliviar cualquier necesidad.
Y Jorge, el impecable medio propietario de la finca, hombre hecho y derecho que sabe esperar a la presa en el momento propicio, se revela como verdadero superviviente a la moralidad, concediendo más preocupación por un perro que a cualquiera de los mentirosos que le rodean.

Viridiana descubre su dorada cabellera desde el episodio de sonambulismo, por fin despierta.
Y, para una obra maestra que ha sabido jugar con el simbolismo más evidente, una partida de tute a tres bandas es el arañazo más perversamente elegante.
Todos ponemos las dos mejillas, hasta ver que los que dan el bofetón las tienen impolutas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
arrow