Supongo que está muy sobado y se ha convertido casi en muletilla de obligado comentario el decir que mucho mejor es ver la original que el posterior remake. Y aunque yo mismo alguna vez me he sentido un poco repelido por dicho comentario, pues hay veces en que, es cierto, parece más un intento por hacerse el entendido, existen casos en que la evidencia acaba por despojar de intelectualismo de postín tal enunciado, siendo éste, al final, la verdad y punto, sin pretensión ni prepotencia.

Quiero decir que sí, que el remake no es que fuera innecesario, pues podrían haberse añadido detalles, tramas secundarias o escenas mínimamente interesantes (por algo lo vi); el problema es que éste es, en realidad, una revisitación -o burda copia- casi toma por toma del trabajo sueco. Lo que me hace preguntarme: ¿tan dificultoso sería promover la anterior versión en lugar de dejarse los cuartos en rodar lo mismo? La respuesta ante mis ojos: por lo visto sí.

Sin embargo, y he aquí la cuestión, el director y todos los implicados en el proyecto se olvidaron de algo muy importante, para el que esto escribe, que es que Déjame entrar sólo sería -o fue- posible de la manera exacta en que se engendró allá en el 2008. Y es que donde la otra ponía magnetismo y seducción, ésta lo prefabrica; donde la otra ponía unas interpretaciones desnudas y sinceras, ésta las disimula; donde la otra ponía una banda sonora, una fotografía y una dirección verdaderamente gélidas y maravillosas, ésta se limita a la aburrida y anodina corrección.

Y que viva el riesgo, sí señor. Pero la magia no se compra, no no no.