El público que rodea el drama lo presenta con sus clichés típicos porque es lo más efectivo, el espectador vacilón aprovechando para apostar aun cuando por dentro sabe que está haciendo el ganso con una actitud mezquina por insensible; los periodistas apartando el drama de la noticia para dárselas de profesionales, cuando también interiormente se comen sus sentimientos sólo para guardar las mismas mezquinas apariencias; el fanático religioso empeñado en salvar el mundo justo de la forma escandalosa que no sirve más que para ahuyentar; y luego están los protagonistas de estas 14 horas dirigidos de una forma tan perfecta que mejor no pueden representarnos sus papeles. Señalar al policía, ese profesional infravalorado, esa persona que puede ser nuestro compañero que siempre desdeñamos y que puede abrirnos una interesante amistad; el jefe, clásico clasista; el padre, la típica víctima del desdén, el derrotado, el necio, el inútil; la madre, esa persona cargada de rencor que no sabe ni sabrá nunca olvidar su pasado, que odia lo que pudo ser y no fue, como si fuera la única que sufre en el mundo; la pareja enamorada, la que vive su historia dentro pero lejos al mismo tiempo del núcleo urbano y social y por último, el suicida, un personaje que desde que aparece te está dando la razón de sus motivos que no son otros que los más valederos del mundo e indiscutibles y de los que siempre prevalecerán sobre todo lo demás: la competencia. Y lo dice y lo repite. Este mundo es demasiado competitivo, viene de fábrica: el pez grande se come al chico, y el que no sea competitivo, el que no quiera competir, queda fuera del juego y no vale decir que tú no quieres jugar, si no quieres jugar ... salta.