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Voto de CuchiCuchi:
7
6,8
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Bélico. Drama
En la primavera de 1943, un vecino de Punta Umbría descubrió, mientras pescaba en ”El Portil”, el cuerpo sin vida de un militar inglés junto con los restos de una balsa neumática. Sin saberlo, aquel pescador, acababa de encontrar al hombre que nunca existió: la operación ”Mincemeat” había comenzado. (FILMAFFINITY)
7 de febrero de 2010
43 de 52 usuarios han encontrado esta crítica útil
Punta Umbría, pueblo de pescadores de Huelva, había nacido como destino vacacional en el siglo XIX, cuando los empresarios alemanes que fundaron la Compañía Río Tinto se trajeron a su familia a la salvaje España y le buscaron un lugar de acomodo veraniego. Al poco tiempo los ingleses se adueñaron de las minas y de paso del paisaje estival. Durante años convivieron en Huelva y su playa más querida, Punta, los alemanes dedicados a la industria, los ingleses a lo suyo, fundando clubes sólo para hombres y trayendo el agua y la comida de la Gran Bretaña. Hasta que llegó la Segunda Gran Guerra (siempre me pregunté qué pasó en Punta en la primera) y España, que era neutral y admitía residentes de ambos bandos, se convirtió en escenario de intrigas tan novelescas como inofensivas. Unos y otros fueron reclutados en retaguardia para conspirar contra el enemigo. Acabada la guerra volvieron a llevarse bien.
Una noche de verano de hace demasiado tiempo me encontraba en la fiesta de un chalecito de primera línea de la playa de Punta Umbría. Fue el verano de las fiestas en los chalecitos; nada especial: te cobraban veinte duros por entrar, te ponían un sello en la muñeca por si querías salir a mear, la bebida era algo mejor que matarratas y naturalmente no se podía entrar a la casa, sólo al jardín, que era de arena. Eso sí, por lo menos, ponían mucha música de Gabinete Caligari. Bien, allí estaba yo, dando por fracasada una vez más la noche cuando observé a una bonita chica que había salido de la fiesta sola y se paró frente a la playa. De repente sacó un pañuelo y se cubrió la cara con él. “Amigo Sancho”, me dije, “o yo sé poco de aventuras o ahí viene una de las más grandes que sale a mi encuentro…”, y salí a socorrer a la dama.
La luna sobre la playa…, y música de Gabinete Caligari. “No sé lo que te pasa pero seguro que no merece que llores”, le solté directamente. Ella me miró estupefacta en el mismo momento en que me di cuenta de que…, no estaba llorando.
Una noche de verano de hace demasiado tiempo me encontraba en la fiesta de un chalecito de primera línea de la playa de Punta Umbría. Fue el verano de las fiestas en los chalecitos; nada especial: te cobraban veinte duros por entrar, te ponían un sello en la muñeca por si querías salir a mear, la bebida era algo mejor que matarratas y naturalmente no se podía entrar a la casa, sólo al jardín, que era de arena. Eso sí, por lo menos, ponían mucha música de Gabinete Caligari. Bien, allí estaba yo, dando por fracasada una vez más la noche cuando observé a una bonita chica que había salido de la fiesta sola y se paró frente a la playa. De repente sacó un pañuelo y se cubrió la cara con él. “Amigo Sancho”, me dije, “o yo sé poco de aventuras o ahí viene una de las más grandes que sale a mi encuentro…”, y salí a socorrer a la dama.
La luna sobre la playa…, y música de Gabinete Caligari. “No sé lo que te pasa pero seguro que no merece que llores”, le solté directamente. Ella me miró estupefacta en el mismo momento en que me di cuenta de que…, no estaba llorando.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Estaba eructando. Señores, créanselo, la chica había salido de la fiesta única y exclusivamente para “liberar gas del tracto digestivo a través de la boca”, la wiki dixit (por cierto, imposible no recomendar el artículo de wikipedia dedicado a tal fenómeno), y que nadie viera semejante ordinariez. Cosas de las chicas de mi época.
“Espérate”, le dije, “ahora no puedes irte y dejarme con esta cara de idiota, concédeme una oportunidad”. Esto lo había visto en una película, no recuerdo cuál. Entonces, con el fondo de Gabinete Caligari, tuve la ocurrencia de contarle la historia de William Martin, el hombre que nunca existió.
“Sucedió justo delante de esta casa, el cuerpo llegó flotando ahí mismo”. A partir de esa primera mentira (el cadáver se recuperó en la playa de la Bota, a dos kilómetros de donde estábamos) seguí hilvanando añadidos de mi invención en los que intervenían amigos, familiares míos, espías de identidad nunca desvelada y hasta un lobo de mar tuerto que vivía en una mansión muy parecida a la del Capitán Haddock. Bien, la cosa coló, digamos que William Martin curó la aerofagia de aquella chica y, por añadidura, enderezó mi verano.
Cuando Kareem Abdul Jabbar jugó su último partido, el marcador electrónico de los Lakers reflejaba la siguiente leyenda: “Gracias por los recuerdos”. Es más hermoso revivir el recuerdo de una jugada que volver a verla en un documental. En el recuerdo, siempre es distinta. Nadie sabe quién fue de verdad el hombre que nunca existió, quizás todos debamos estarle agradecidos por salvar nuestra Civilización; por mi parte, yo estaré en deuda con él por haberme proporcionado pequeños recuerdos que puedo revivir y modelar a mi antojo. Sé que en algún momento de mi vida será lo único que me quede. Por eso hoy me gustaría brindar con Bourbon por ti, amigo William Martin o como diablos te llamaras, y prometer que algún día iré a tu tumba en Huelva a poner cuatro rosas en tu honor.
“Espérate”, le dije, “ahora no puedes irte y dejarme con esta cara de idiota, concédeme una oportunidad”. Esto lo había visto en una película, no recuerdo cuál. Entonces, con el fondo de Gabinete Caligari, tuve la ocurrencia de contarle la historia de William Martin, el hombre que nunca existió.
“Sucedió justo delante de esta casa, el cuerpo llegó flotando ahí mismo”. A partir de esa primera mentira (el cadáver se recuperó en la playa de la Bota, a dos kilómetros de donde estábamos) seguí hilvanando añadidos de mi invención en los que intervenían amigos, familiares míos, espías de identidad nunca desvelada y hasta un lobo de mar tuerto que vivía en una mansión muy parecida a la del Capitán Haddock. Bien, la cosa coló, digamos que William Martin curó la aerofagia de aquella chica y, por añadidura, enderezó mi verano.
Cuando Kareem Abdul Jabbar jugó su último partido, el marcador electrónico de los Lakers reflejaba la siguiente leyenda: “Gracias por los recuerdos”. Es más hermoso revivir el recuerdo de una jugada que volver a verla en un documental. En el recuerdo, siempre es distinta. Nadie sabe quién fue de verdad el hombre que nunca existió, quizás todos debamos estarle agradecidos por salvar nuestra Civilización; por mi parte, yo estaré en deuda con él por haberme proporcionado pequeños recuerdos que puedo revivir y modelar a mi antojo. Sé que en algún momento de mi vida será lo único que me quede. Por eso hoy me gustaría brindar con Bourbon por ti, amigo William Martin o como diablos te llamaras, y prometer que algún día iré a tu tumba en Huelva a poner cuatro rosas en tu honor.