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España España · Pamplona
Voto de Telefunken:
10
Drama Guerra de los Cien Años, siglos XIV y XV. En 1431, la joven Juana de Arco, después de haber conducido a las tropas francesas a la victoria, es arrestada y acusada de brujería. Ella declara haber recibido de Dios la misión de salvar a Francia, pero es procesada y condenada a morir en la hoguera. (FILMAFFINITY)
3 de mayo de 2013
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
“No hay cine sin música”. Pocas máximas hemos interiorizado con tanta convicción después de casi noventa años de cine sonoro. Los soviéticos reeditaron “Octubre” en 1963 añadiendo varios trabajos orquestales de Shostakovich, y los americanos hicieron lo mismo con su voluminoso patrimonio de cine mudo. En la actualidad, cualquier profesional del sonido puede dar forma a una banda sonora más o menos solvente para una película de aquella época; todo vale para no asistir a un visionado carente de sonido. Y de repente uno se pone “La pasión de Juana de Arco” en DVD, con dos canales de audio: el primero, silencio absoluto; el segundo, un pintoresco piano. Mientras tanto, un rótulo expresando el deseo firme de Dreyer de que su trabajo no estuviera acompañado por un solo acorde; y quién le dice que no, más aún cuando no se trataba de un capricho del momento sino de una exigencia estética con suficiente justificación.

Dreyer ignoró que las bandas sonoras no solo no excluyen la posibilidad de inmersión en una trama, sino que con frecuencia la promueven, y de qué manera. No obstante, deduzco que era tal su fe en la pulcritud de sus imágenes que interpretaba corrosivo todo añadido sonoro. En caso de ser así, hay en “La pasión de Juana de Arco” toda una lección para los cineastas posteriores y muy especialmente para la figura de cineasta-androide que en la actualidad nos invade: lo visual debe hablar por sí mismo; si su enorme debilidad obliga a que los instantes de terror, alegría o desgracia estén basados principalmente en el efectismo de una banda sonora, malo.

¿Y habla en esta película lo visual por sí mismo? Sí, por supuesto. De hecho habría que preguntarse: ¿ha vuelto a hablar lo visual por sí mismo de una manera tan sobrenatural? También, lo que no es óbice para afirmar que seguimos estando ante una obra excepcional; ante una obra en la que yo diviso a Eisenstein, por su querencia -algo más diluida- por los primeros planos (con modelos contrarrevolucionarios que, en su cinismo y frivolidad, no distan mucho de los teólogos y juristas que se tiran sobre Juana de Arco) y por su concepción del papel del montaje como agente simbólico además de cómo fundamento narrativo (“El montaje es el arte de expresar y de significar mediante la relación de dos planos yuxtapuestos”), aspecto este último en el que Dreyer va profundizando a lo largo de la cinta, culminando el colosal trabajo de montaje con la escena final de la hoguera; ante una obra en la que -ahora sí- la cámara ejecuta un sinfín de movimientos, a modo de travelling lateral, rotando sobre su propio eje (desde lo alto de la puerta), y, por supuesto, acercándose frenéticamente a los personajes, aplicando un catálogo de desplazamientos único para la fecha; y, para terminar, ante una obra de rostros en la que éstos lo son todo, en la que Dreyer consigue trasladar a la pantalla cuanto una mirada puede expresar, el éxtasis de unos ojos en los que no puede residir otra cosa que no sea la máxima demencia o la máxima espiritualidad.
Telefunken
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