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Yakuza Graveyard

Acción Dos poderosas familias yakuza, los Yamashiro y los Nishida, se disputan el territorio y el respeto de manera violenta y atroz. Kuroiwa, nacido y criado en Manchuria, es uno de los policías más febriles y violentos de cuantos combaten el crimen, el hombre perfecto para acabar con la sangrienta batalla entre esos clanes. Entre tanto, se enamorará de Keiko, esposa de uno de los miembros de los Nishida. (FILMAFFINITY)
Críticas 3
Críticas ordenadas por utilidad
22 de enero de 2013
15 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Unas olas chocando violentamente contra las rocas abren y cierran una película que se estrella en la cara del espectador desde su primer fotograma, desde esa tumultuosa y enloquecida pelea en el estadio de béisbol con que Kinji Fukasaku acogota sin miramientos a los desprevenidos y les arroja a una borboteante caldera, que el director japonés, cámara en mano y gracias a un furioso montaje, mantiene en ebullición del primer al último minuto de una película febril y volcánica como pocas.

Tras los primeros minutos, y una vez situados en el marco de la historia (la guerra entre los Nishida y los Yamashiro, dos bandas yakuza, por el control de Osaka), hace acto de aparición Kuroiwa, indistinguible, tras una primera y superficial mirada, del resto de polis rectos e indisciplinados, cortados según el patrón de Harry Callahan, que poblaron el cine de los setenta. Sin embargo, pese a sus malos modales y a las ya archiconocidas escenas de desplante en el despacho de sus superiores, cualquiera puede darse cuenta, a medida que pasan los minutos, de lo equivocado de esa primera impresión.

La ira de Kuroiwa no es la de un justiciero amargado por las miserias y recovecos del sistema. La misión que se ha impuesto no es la de limpiar de delincuentes las calles de su ciudad para salvarla de la abyección o porque así se lo exija un estricto sentido del deber y la justicia. Kuroiwa es un paria, un desclasado, un don nadie criado en Manchuria y ninguneado por ello durante años por el cerrado racismo nipón.

No es extraño que toda su rabia acumulada estalle continuamente en brotes incontrolados de violencia. No es extraño que busque refugio en el consumo compulsivo de tabaco y alcohol o en la música a todo volumen. No es tampoco extraño que acabe intimando con quienes, al otro lado de la ley, son, como él, producto del desarraigo y el desprecio, como la esposa medio coreana del líder de los Nishida o El Toro, ese yakuza con quien se hermana tras una antológica pelea a puñetazo limpio, rematada con una juerga salvaje, mano a mano, a base de fulanas y whisky. Él es, no en vano, quien encuentra el mejor corolario para definir a Kuroiwa: “eres el más estúpido y salvaje poli que jamás he conocido”.

La peli se abre, de este modo, a una sugerente reflexión acerca de las carencias de la sociedad japonesa, cuyas taras (la xenofobia, la connivencia entre policías y criminales), sombríamente retratadas, desdibujan a ojos de Kuroiwa la línea entre el bien y el mal, obligándole a replantearse conceptos como honor, deber o traición. A pesar de que Fukasaku no siempre logra integrar esta segunda lectura en el ensordecedor y chillon frenesí que aturde los sentidos del espectador, lo mejor de la peli surge precisamente del choque entre su ruido superficial y sus reflexiones profundas, en escenas catárquicas y liberadoras en las que un puñado de personajes heridos restañan mutuamente sus heridas y se purifican, como olas arrojadas contra las rocas, ante el mar incorruptible.
Normelvis Bates
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23 de enero de 2021
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Otra epopeya a pie de calle donde ésta se mancha con la sangre de humanos que se despedazan como animales salvajes.
Se prepara un desgarrador enfrentamiento entre dos bandos: aquellos que hacen respetar la ley y aquellos que la quiebran...y entre ellos un policía precipitado a las tripas del Infierno que está a punto de desatar la batalla.

Así nos vuelve a arrastrar Fukasaku a su incomparable imaginario de hombres enfurecidos, mujeres rotas y una sociedad que avanza a base de pisar sus propias vísceras, dominada desde el submundo por los clanes yakuza. En 1.976 pondría punto y final a la (ciertamente irregular) nueva saga de las "Batallas" con "Los Últimos Días del Jefe", y poco después se preparó para la que también sería su última colaboración con el guionista Kazuo Kasahara, quien fue requerido por Toei para una película que tratara la desestabilización social causada por los continuos incidentes entre las fuerzas del orden y los clanes mafiosos.
Kasahara también hizo hincapié en el resentimiento que aún perduraba entre japoneses y coreanos y otros emigrados en tiempos de guerra, encarnando esta principal figura el protagonista, policía de difícil pasado y perfil cuasipsicótico al que daría vida un Tetsuya Watari realmente afectado por diversos problemas de salud que incluso llevaron a su hospitalización. A pesar de ello pudo trabajar de nuevo con el director, quien volvería a exponer, como hizo en "Cops vs. Thugs", la corrupción dentro del cuerpo y sus relaciones con el mundo de la yakuza (lo cual no terminó de hacer mucha gracia a varias comisarías y organizaciones mafiosas por igual).

Una cámara temblorosa, nerviosa, se cuela en un estadio de baseball para observar lo que pasa en la pista segundos antes de llevarnos a sus pasillos interiores, donde se libra una cruenta trifulca entre yakuzas. No tardamos entonces en adentrarnos en una comisaría, por lo que a partir de aquí observaremos casi todos los acontecimientos que están por llegar desde su perspectiva, aunque no desde la de sus oficiales bien vestidos ni sus oficinas, sino desde la de Kuroiwa, agente transferido hace poco tiempo a las violentas calles de Osaka y a quien paulatinamente conoceremos.
No se trata de un inocente y tozudo pueblerino como el Joji Kano de "Doberman Cop", ni mucho menos de un recto y honrado agente (quien conozca a Fukasaku sabe que tal descripción sería imposible en su cine); Kuroiwa es una imagen torcida, algo más demente, nihilista y rabiosa de Harry Callahan, un desheredado nacido en la Manchuria ocupada que huyó a Japón y se hizo a la violencia de sus calles hasta insensibilizarse y no quedarle más remedio que alimentarse de esa misma violencia. Su lucha no es sólo contra las bandas yakuzas que operan en la zona, también contra sus compañeros del departamento, orgullosos de su incompetencia y corrupción; su lucha es, por tanto, contra todo lo que le rodea.

Con el transcurso de la película podremos ser testigos de su degeneración y cómo hace mella en él su total ausencia de fe y ética. Es, por tanto, otra versión del Rikio Ishikawa que el actor interpretara en "Cementerio de Honor": en aquélla, un yakuza endemoniado y maldito; aquí, un policía vilipendiado y precipitado a su autodestrucción. La trama, de nuevo enrevesada en las manos de Kasahara (aunque no tanto como otras veces), establece la lucha de poder entre dos familias, los Nishida y los Yamashiro, quienes hallan en algunos cargos de la policía el apoyo necesario para vencer (el oficial Akama, confidente suyo).
Fukasaku quiebra una vez más los principios del cine (y el universo) yakuza permitiendo una inesperada unión entre Kuroiwa e Iwata, subjefe de los Nishida; una alianza entre dos bandos por naturaleza enemigos donde se subraya la desemejanza del policía protagonista con sus compañeros y su decisión de pertenecer a un bando, si bien al otro lado de la ley, más fiel y honorable (esto, que también sucedía en "Cops vs. Thugs", volverá a repetirse de algún modo en la posterior "Doberman Cop"), y tanto más cuanto que Iwata resulta ser otro pobre inmigrante (coreano) que logró sobrevivir en la calle a base de golpes.

Y para compensar el lado más enfervorecido, crudo y trepidante, además de para hacer honor a las raíces más clásicas del género, se introduce el personaje de Keiko, otra inmigrante coreana y esposa del encarcelado jefe del clan Nishida; con ella hace su entrada el lado más oscuro y melancólico del film, a través de las confesiones sobre su turbulento pasado y un romance trágico, condenado a la inevitable desgracia desde el mismísimo principio (¿que se puede esperar que suceda entre un policía y la esposa de un yakuza que aún está en prisión?).
El director roza instantes de verdadera poesía, de la fatalidad del destino, con cada encuentro entre la atípica pareja enamorada, cuya mitad está encarnada por la maravillosa Meiko Kaji en su enésima colaboración con Fukasaku y a la que siempre resulta satisfactorio contemplar. Otros de los habituales de éste vuelven a dejar su buenas interpretaciones, destacando el eternamente irritante Nobuo Kaneko, Tatsuo Umemiya, Hideo Murota o Kei Sato, y una sorpresa para los fans del cine japonés, el gran Nagisa Oshima en un pequeño pero memorable papel.

Como ya dije, otra brutal epopeya a pie de calle filmada con el típico nervio y gusto por el retorcido humor negro de Fukasaku (atentos a cuando llega el joven policía a reprender al protagonista por escuchar la música muy fuerte...), quien además nos regala un final arrollador. Sin embargo los mejores, más dramáticos y duros momentos se dan entre Kuroiwa y Keiko.
Como la discusión en la habitación, que revuelve el estómago por su realismo, o la secuencia de la playa (áspera y no menos preciosa versión de la que Burt Lancaster y Deborah Kerr protagonizaron en "De Aquí a la Eternidad"). La balada de la película está, por cierto, interpretada por el bueno de Watari.
Chris Jiménez
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20 de mayo de 2012
2 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Bonita, sorprendente y fructífera velada, sin lugar a dudas.

Kinki Fuck a saco firma una notable y enérgica patada voladora con su Yakuza Graveyard, al parecer, Kinki, fue una de las referencias en cuanto al cine Yakuza y Federer junto a Taquicardi Gitano no paraban de alabar sus trabajos en numerosas ocasiones, ahora mismo, la saga de Yakuza Papers y Sympathy for the underdog observan mi ano con devoción.

En el caso que nos ocupa, Fuck a saco, con un ritmo endiablado, vertiginoso por momentos, consigue configurar una frenética historia con todos los ingredientes del género, alcanzando alguna que otra secuencia memorable donde todo huele a podrido y el honor fornica con amor y devoción, donde además, evidentemente, las ratas llevan patines, pistola y juegan a los dados.

Quizás aparezcan momentos algo exagerados y confusos, incluído un final demasiado cinematográfico, pero yo espero de nuevo volver a contemplar a Latrell Fontaine Sprewell colgándose del aro.

Se despide desde no se sabe dónde.

El hombre que durmiendo abultaba menos que un pelo de huevo sobre el suelo, el hombre que jugando con un caballito de madera era confundido con un playmobil, el hombre que con su colección de cinexin puso contra las cuerdas al cine dogma, el hombre que no parecía tener cabello sino algo que habían tirado a su cara, el hombre que compraba el pan apoyando necesariamente la bolsa escrotal sobre una cosechadora, el hombre que al pasar por el parque del Retiro recibía trozos de pan por parte de un público encendido y confundido contemplando algo minúsculo parecido a un pez, José Jiménez Fernández, el niño de la voz de oro y pito de titanio, el pequeño ruiseñor, siempre dispuesto a cabalgar y a relinchar, por siempre vuestro.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Killer_Wolf
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