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Críticas de Strhoeimniano
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Críticas 110
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
10
14 de enero de 2015
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Historias de la radio” es una de las mejores comedias que ha dado el cine español a lo largo de toda su historia. En sí narra tres relatos rebosantes de humanidad que quedan integrados dentro de una historia mayor: la relación que mantiene un casi recién llegado Paco Rabal en su primer papel importante y Margarita Andrey, locutora de un programa matinal de gimnasia que siguen un par de regordetes y competitivos compañeros de pensión. El guion, firmado por el propio Sáenz de Heredia, es un sentido y rendido homenaje a ese gran medio de comunicación que, literalmente, reinaba en todas las casas de este país; claro que la radio que nos presenta es ya una radio desaparecida. A diferencia del talante informativo que la rige actualmente, Sáenz de Heredia nos sumerge en un medio cuyo fin último, ante la imposibilidad de informar libremente por mor de la cruel dictadura franquista, era entretener y aliviar al sufrido ciudadano de la tristeza y grisura de unos tiempos duros aunque también más humanos.
Los trabajos de este interesante director son ahora prácticamente desconocidos. Descartada esta película que sigue emitiéndose de cuando en cuando, toda su interesante filmografía de la década de los cuarenta y cincuenta (“La hija de Juan Simón,” “El escándalo,” “El destino se disculpa,” etc.) está desaparecida en combate. Sin embargo, pese a su vinculación falangista (era primo carnal del fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera), y a pesar de haber rodado el guion de Jaime de Andrade (alias de Francisco Franco), “Raza” y verse presionado para dirigir, “Franco, ese hombre,” “Historias de la radio” emerge aún ahora con una frescura e ingenio que la aparta de ese sabor rancio que siempre tuvo el cine franquista. Es cierto, que la película está presidida por cierto aire “religioso,” ya que todas las historias que nos cuenta son profundamente morales, pero por encima de ese aroma, asoman por la pantalla toda una galería de personajes variopintos y entrañables que se hacen próximos a fuerza de ser tercamente humanos. Una humanidad que Sáenz de Heredia rueda desde la sencillez, sin malabarismos que entretengan esa profundidad que asoma de la mano de un reparto, sencillamente, magistral.
Así tenemos al grandísimo y entrañable Pepe Isbert, que aquí hace de inventor que se ve forzado a disfrazarse como esquimal para lograr 3.000 pts. con las que logrará patentar un pistón. Ver el monólogo en el que relata su aventura, sigue siendo uno de los momentos más conmovedores de la película, pues igual que le ocurre al público que lo contempla, nosotros también nos quedamos en un mudo silencio, sobrecogidos por la emoción que nos transmite. De la segunda historia, no me cabe ninguna duda de que W. Allen vio esta película, pues está “fusilada” en “Días de radio;” solo que aquí el ladrón (Ángel de Andrés) se ve “obligado” a negociar con su víctima para poder cobrar el premio. Cierra la película, con ese secundario maravilloso que fue Alberto Romea, aquí interpretando a un maestro de pueblo, que guarda alguna que otra sorpresa, que se presenta al concurso para lograr que un alumno suyo sea operado en Suecia. Aparte de contar con una nómina impresionante de actores y actrices: Xan das Bolas, Guadalupe Muñoz, José Orjas, T. Leblanc, Juanjo Menéndez, etc. también cuenta con los maestros indiscutibles de la radio de aquella época, empezando por Boby Deglané, o el mismísimo José Luis Pecker, aquí como narrador de la película.
En resumen, “Historias de la radio” es historia del cine, del buen cine. Disfrútala.
Strhoeimniano
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9
16 de octubre de 2014
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como no podía ser de otra forma, la obra del director palestino Hany Abu-Assad se articula en torno al sangrante y demencial conflicto palestino. “Omar” sigue la estela de obras anteriores (vease: “Paradise Now”) y nos presenta en esta ocasión una historia de amor tan grande o tan chiquita como la vida que llevan miles de personas en la zona ocupada de Cisjordania. Es este paisaje de fondo omnipresente, la que hace de esta historia de amor una propuesta singular y desgarradora.
Ya desde las primeras imágenes, sientes esa desazón que te acompañará durante toda la película. En sí, narra la historia de Omar (Adam Bakri), un joven panadero que está enamorado secretamente de Nadia (Leem Lubany), hermana de su mejor amigo, Tarek (Iyad Hoorani), un luchador por la liberación de Palestina. Este joven, como cualquier otro, tiene una serie de sueños sencillos en la búsqueda de la felicidad; pero estos se desarrollan en un país asolado por una disputa, una lucha que pesa como una enorme losa en el destino de cada persona sin que esta pueda decidir su camino, pues por encima de todos esos sueños está la libertad y dignidad del pueblo palestino. Y es “normal” que así sea, pues la cotidianidad de cada uno de los personajes no puede ser más penosa. Los hechos simples, se convierten en auténticas hazañas en este territorio ocupado; de hecho, hay momentos en los que los personajes se asemejan más a ratas acosadas y perdidas en un laberinto que a seres humanos. Así, una sencilla visita a su amada se convierte aquí en una arriesgada aventura, pues cada vez que Omar escala ese muro vergonzoso se juega literalmente la vida. Una vida que se desarrolla al albur de los invasores, sin que aparezca por ningún lado el respeto y la justicia, sino el mal hacer de ese pequeño estado genocida que es Israel. Pero como no existe acción sin reacción (es interesante observar como en el guión, firmado por el propio Abu-Assad, muestra a los personajes israelíes como motor y causa de todo lo que acontece, sin que llegue a caer en un maniqueo extremo), Omar, junto con sus amigos de toda la vida, Tarek y Amjad (Samer Bisharat) deciden añadir su grano de arena a la lucha: matan a un soldado. A partir de ahí, el destino de Omar cambia hasta sumergirse, de la mano del agente israelí Rami (Waleed Zuaiter), en una tensa espiral donde el amor, la traición, la amistad, la verdad y la mentira, tienen el mismo peso y trágicas consecuencias.
El reparto es espectacular. Adam Bakri realiza una interpretación asombrosa, llena de matices, llevada en ocasiones únicamente por la mirada, por la tensión que respira, por ese amor que no es preciso verbalizar, pues cuando está se puede sentir en las carnes de este joven actor que soporta el peso de toda la película. Lo mismo, ocurre con Samer Bisharat. Interpreta a Amjad, su amigo íntimo de la infancia que también está enamorado de Nadia. Es un personaje realmente ambiguo y que, pese a sus claroscuros, Bisharat lo interpreta desde una transparencia que hace que logres comprender todas sus discutibles decisiones. Otra maravillosa actuación es la que realiza Waleed Zuaiter interpretando al maquiavélico agente Rami, un personaje que no sabe de límites a la hora de alcanzar su objetivo. Por último, subrayar también a Leem Lubany (Nadia), esa guinda del pastel que rezuma una franqueza increíble en cualquiera de sus secuencias y una química maravillosa cuando se encuentra con Omar.
En resumen, una película poderosa, de visión turbadora y amarga, pero más necesaria que nunca para acercarse a la realidad y sinrazón del drama del pueblo palestino. ¡Viva Palestina Libre!
Strhoeimniano
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7
10 de junio de 2014
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde 1933 hasta que el presidente Barack Obama la derogó en el año 2011, imperó en las fuerzas armadas estadounidenses la política “Don't ask, don't tell.” Esta ley prohibía a cualquier persona homosexual o bisexual desvelar su orientación sexual o incluso hablar de cualquier relación homosexual mientras estuviese sirviendo en el ejército; eso por lo que se refiere a “no decir,” sobre la parte de “no preguntar” impedía a los superiores jerárquicos emprender cualquier indagación o investigación mientras no se exhibiese el comportamiento prohibido. Esta política, que guió durante siete décadas la moral del ejército estadounidense y cuyos efectos aún se dejan sentir pese a la derogación, suponía una feroz caza de brujas que expulsaba sin honores a estas personas. “Burning Blue,” la ópera prima de D.M.W. Greer, que también coescribe y produce, se acerca a este soterrado drama vivido en el más absoluto silencio por un número indeterminado de víctimas (las cifras oficiales solo recogen aquellos soldados que solicitaron defensa legal; la mayoría abandonaban el ejército ocultando los motivos de su licencia por lo que no entraban en esta estadística).
La historia que nos cuenta es la de dos pilotos de la Marina, Daniel (Trent Ford) y William (Morgan Spector), que se están preparando a bordo de un portaviones para llegar a ser en su momento astronautas. En una de las prácticas sufren un accidente. Este hecho propicia que llegue un agente del Gobierno que investigará la raíz de estos incidentes con el ánimo de prevenirlos. En el curso de sus investigaciones todo cambia de modo abrupto cuando, casi por casualidad, un marinero informa haber visto a dos de sus compañeros en un club gay neoyorquino. A partir de ese momento, estos hombres, y parte de sus compañeros, se convierten en objeto de una caza que se irá enredando cada vez más. Celos, engaños, amistad, amor y honor… cambiarán para siempre
Greer nos ofrece una historia que le permite radiografiar qué suponía esta ley en la práctica a cada una de las personas. Así, por ejemplo, la camaradería de Daniel y William es absoluta, respondiendo a ese patrón que tan bien relatara Tom Wolfe en “Lo que hay que tener,” es decir: pilotos con destreza (están entre los mejores de su promoción), orgullo (pertenecen a esta casta por tradición familiar) y unos cojones así de grandes de lo sobrados que van en valor. Pero esa fraternidad que los lleva a compartir todo el tiempo (se preocupan el uno del otro, salen juntos con sus novias, hacen planes…), desde la óptica que elige Greer no queda del todo claro si esta es fruto de la camaradería o un sucedáneo que el amor crea como consuelo (como todo lo oculto, las miradas dicen más que las palabras). Pero en esta unión indisoluble, aterriza un tercero: Matthew (Rob Mayes). Responde al mismo patrón, es uno más; pero es otro cuando él y Daniel profundizan en su relación lo que llevará a cada uno de los personajes a mover pieza en un ambiente que sabe de valor pero no de valores.
Aunque en ocasiones, supongo que por ser su primera película, la escritura del guión es confusa (la relación entre Matthew & Daniel es muy difusa, se hurtan datos que posteriormente tienen importancia), lo que realmente salva la película de la catástrofe es la actuación del reparto. Sobresale Trent Ford realizando un personaje que logra expresar todo su naufragio sin acudir a grandes tretas, con una mirada limpia y serena que revela todas sus zozobras y también la solidez de las determinaciones que tomará. Otro tanto ocurre con Rob Mayes. La química entre ellos es de esas que se palpa, que deja buen sabor de boca. Y cerrando el trío, Morgan Spector. Interpreta al personaje más complejo, ese que guarda en su interior todo un armario lleno de miedos, y en cualquiera de los roles está soberbio, tanto cuando muestra sus fortalezas como cuando descubre sus debilidades.
Es cierto que “Burning Blue” no es una película redonda, pero es la mejor muestra hasta ahora de la infamia que sacudió al ejército de EE.UU hasta ayer.
Strhoeimniano
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10
3 de junio de 2014
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
“My fair lady” no es una película, es un regalo. Un maravilloso presente surgido de la unión de dos genios a los que les unía un gusto exquisito: George Cukor & Cecil Beaton. Es la sabiduría de estos dos gigantes la que hace de este musical una obra imperecedera, presidida por una elegancia que solo Hollywood sabía hornear y que aquí está con todos los elementos perfectamente engrasados dando lo mejor de sí, en el que posiblemente es el último musical clásico que se ha realizado. De hecho, cuándo se realizó el género musical estaba en franca decadencia y podemos ver esta película como la última (y genial) muestra de resistencia antes de que este género mudara totalmente para adaptarse a los cambiantes gustos de un público que comenzaba a vivir la liberadora década de los 60.
Desde siempre hubo un rico trasvase entre Broadway & Hollywood. Los éxitos de la primera, más pronto que tarde, eran adaptados a la gran pantalla empaquetándolas en productos de una factura impecable que obviaba todas las limitaciones propias del teatro. “Pygmalion” había estado en la mente de varios compositores que nutrían Broadway; pero no fue hasta que llegó Alan Jay Lerner, autor de otros musicales como: “Un americano en París,” “Brigadoom,” “Camelot,” “La leyenda de la ciudad sin nombre,” que este propósito se consiguió definitivamente con un éxito notable; y ya se sabe, cuando el éxito llama a la puerta el agudo olfato de Hollywood no tarda en aparecer. En este caso fue el patrón, Jack L. Warner, el que tomó la decisión pagando 5 mll de $ por los derechos, todo un récord para la época; pero también tomó otra por la que le estaremos eternamente agradecidos: contratar a Audrey Hepburn para el papel principal en detrimento de Julie Andrews que lo intepretaba junto con Rex Harrison en Broadway.
Como decía, “My fair lady” es la mejor muestra de dos genios. Todo su buen hacer impregna la película. Empecemos por C. Beaton, que es el responsable de todo el empaque visual de la película pues diseñó no solo el vestuario sino también los fabulosos decorados. Ya en la secuencia inicial vemos la primera muestra de su genio: la salida de Covent Garden. Un decorado maravilloso, sombrío, pero no tétrico, es el telón de fondo sobre el que desfila la portentosa imaginación que tenía para el diseño de vestuario: una rica gama de vestidos, cada cual más asombroso, que retrata perfectamente esos dos mundos que colisionarán en la película. Otra secuencia maravillosa es la que retrata la visita al hipódromo de Ascot, con una gama de colores mínima (blanco & negro) y reinando sobre esa maravillosa muestra una Hepburn que nunca estuvo más elegante (y eso que ella SIEMPRE estuvo en ese estado). Toda su exhuberancia, su exquisitez, se encuentra en esta película más destilada que nunca, pues tenía a la mejor maniquí sobre el que posar sus creaciones. Ese refinamiento tan presente en la película tenía al mejor apóstol en las manos de George Cukor. Esta es la última gran muestra de su genio, que se acomodaba mejor al viejo sistema de los estudios que al que empezaba a imperar en esa década. La dirección del reparto es, como en todas sus películas, exquisita; pero es en la parte técnica donde descubrimos ese genio que tenían los directores clásicos para situarte en primera fila. Cukor resuelve la mayoría de las secuencias utilizando planos largos, generales, sobre los que casi no monta y que te acercan a lo que podías haber contemplado en el teatro, mostrándote la grandeza que tiene el cine dotándolo de una vida que fluye con armonía, en planos bastante complicados (hay secuencias con abundante figuración).
El reparto, como toda obra maestra, espectacular. R. Harrison ya interpretaba a H. Higgins en el teatro. El retrato que hace del misógino y solterón empedernido es una recreación espectacular, incluso el modo de recitar las canciones (no canta, sino que cambia el tono para declamar) seguro que le sirvió para ganar el Óscar de ese año a la mejor interpretación. No corrió la misma suerte A. Hepburn, que ni siquiera fue designada (una de las mayores injusticias de los Óscar, al final sería J. Andrews la que se lo llevaría por “Mary Poppins”), puesto que ella sí fue doblada (Marnie Nixón fue la encargada de doblarla, aunque la voz de la Hepburn se puede escuchar en algunas partes y ella había grabado todas las canciones pensando en que sí sería su voz la que finalmente se utilizaría); aún así, la actuación suya es de órdago (recomiendo verla en VO, para ver el modo de hablar de las dos Eliza Doolitle que interpreta) y todo el encanto de esta gran actriz está aquí expresado desde una altura asombrosa, sin perder esa inocencia que siempre la escoltaba. A lado de estos, toda una galería de secundarios, empezando por Stanley Holloway que interpreta al padre de Eliza (maravillosa la secuencia de “con un poco de suerte” en la que es perfectamente retratado este personaje bribón, pero encantador), Wilfrid Hyde-White, como el coronel Hug, o Mona Washbourne como la Sra. Pearce.
En resumen, “My fair lady” es la sofisticación hecha cine, o quizá una de las obra de arte más sofisticadas que ha dado el cine en toda su historia. Así que siéntate: Eliza Doolitle malvive vendiendo flores, el azar (ese que cose la vida) lo lleva a cruzarse con el arrogante, irascible y misógino, Profesor Henry Higgins… Lo demás ya es historia (e Historia del cine).
Strhoeimniano
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10
2 de junio de 2014
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
De las andanzas de C. Isherwood en Berlín durante la República de Weimar nos queda su libro de relatos, “Adiós a Berlín.” Esta obra, de tintes autobiográficos, ya había sido adaptada al cine por H. Cornelius en la estupenda “Soy una cámara;” pero sería Bob Fosse el encargado de hacer la versión más icónica adaptando al cine el musical creado para Broadway por J. Masteroff, John Kander & Ralph Burns. El resultado: uno de los musicales más revolucionarios de todos los tiempos quedando ya como una de esas obras maestras que el tiempo convierte en clásicos.
Nadie se movía mejor en un cabaret que Fosse. Basta ver su filmografía para comprobar que esta geografía era más que inspiradora “Lenny,” “Empieza el espectáculo” tienen el escenario como nudo de la tragedia; pero es quizá en esta película donde su genio brilla con mayor fulgor. El género musical hasta ese momento había sido el escaparate perfecto para historias sin mucha enjundia donde los números musicales eran la estrella invitada de la función y la historia un fondo colorista sobre el que situarlos. Ya la época dorada que nombres como B. Berkeley, G. Nelly. F. Astaire quedaba atrás y aunque la década de los sesenta alumbró una serie de títulos impresionantes, dejaron de financiarse, quedando sobre los hombros de Fosse la recuperación de este género tan americano. Para esto, rompe las reglas. Ningún género muestra mejor el espectáculo que el musical. Este era el vehículo idóneo para mostrar grandes coreografías, espacios abiertos y maravillosos, una fotografía colorista y tan animada como la banda sonora que ponía ritmo a la película. Pues bien, todo ese código salta en manos de Fosse por los aires. A espacios abiertos e infinitos, pone el claustrofóbico escenario del “Kit Kat Club;” a la fotografía generalmente luminosa, Fosse, de la mano del gran director de fotografía G. Unsworth, “oscurece” este musical con una fotografía sombría y expresionista; a una corografía generalmente basada en el conjunto, opone una coreografía ceñida al individuo; a esa historia que servía como justificación para situar los números musicales, logra dotarla de tal cuerpo que ambas partes se hermanan en igual fortaleza. Esto es cierto, pero el mejor Fosse está en las secuencias centradas en el decadente “Kit Kat Club.” Aquí, su olfato como director queda a las órdenes de ese sentido único que tenía como coreógrafo. Ese grupo de seis bailarinas, es resaltado no por la armonía que consigue el conjunto (estilo Berkeley), sino individualizando los gestos de cada una (hay numerosos planos en los que la bailarina queda “congelada”, una “herejía” en sí pues hasta ese momento la coreografía siempre era movimiento), con un erotismo desconocido hasta ese momento y un expresionismo que, por momentos, recuerda a Fellini.
Pero como toda obra maestra que se precie, gran parte del mérito de esta película corresponde al reparto. M. York no es un actor por el que sienta especial simpatía. Siempre me pareció bastante frío; pero aquí esa frialdad tan patente es el contrapunto perfecto para la desaforada Sally Bowles, lo que hace de esta interpretación una de las mejores de este actor que dota a su personaje (alter ego de Isherwood) de una mirada escrutadora, por ratos ambigua (su homosexualidad está sugerida de un modo muy sutil), pero que consigue lo que se logra con las grandes actuaciones: que nadie imagine otro interprete. Pero las joyas de la corona son sin duda Liza Minelli y Joel Grey. Premiada justamente con el Óscar, Liza Minelli hace la que será, junto con la Francine Evans de “New York, New York,” su mejor interpretación. Minelli/Bowles es la energía, es la pasión, pero también la absoluta vulnerabilidad, y todo desde unos ojos grandes y expresivos que lo mismo se incendian de alegría que lloran asolados por la pena; y qué decir de cómo interpreta las canciones. Sí, ya sé que de casta le viene al galgo, pero si a día de hoy aún seguimos escuchando con terquedad esta banda sonora es porque Minelli sigue hipnotizándonos como el primer día. Pero este espectáculo precisaba de un maestro de ceremonias y ahí esta Joel Grey para componerlo, para darle el punto justo de perversión y decadencia, para ponerse a la altura de una gigante como Minelli y no palidecer en el empeño. Sus números son orgiásticos, componiendo uno de esos personajes que queda para siempre en tus retinas y que llevó, más que merecidamente, el Óscar al mejor secundario de ese año. Al lado de este trío, encontramos también a una espléndida Marisa Berenson, interpretando a una rica heredera judía que caerá en manos de un gigoló (Fritz Wepper).
Decía que en “Cabaret” tan cuidada estaba la parte musical como la dramática; pero hay un número musical en que estas dos partes se armonizan de un modo pleno. Este es el momento de “Tomorrow belongs to me.” Es el único número musical que se desarrolla fuera del degenerado “Kit Kat Club” e ilustra, esta simbiosis de un modo perfecto. Un rostro bello, de rasgos cien por cien arios, entona lo que parece una dulce canción. Poco a poco, a este canto se van sumando más voces, algunas entusiastas, otras presionadas (y solo una resistiéndose al encanto de esta canción). Mientras el aire bucólico va mudando a uno más y más patriótico, y sumándose más y más gente del merendero donde se desarrolla la secuencia, hasta que finalmente, cuando Fosse decide abrir el plano, nos muestra la verdadera naturaleza de ese rostro angelical: es un joven nazi de las S.A., un camisa parda. Nunca, con tan pocos elementos, se puede resumir mejor la Alemania de aquel momento, incluso explicar el origen de la gran tragedia que no tardaría en llegar.
Ahora prepárate para disfrutar de uno de los musicales más singulares de toda la historia del cine. Una obra que yendo contra todos los códigos del género, logra revitalizarlo y de paso, convertirse en todo un clásico imbatible.
Strhoeimniano
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