Hay una mezcla peligrosa. Juntar mega presupuestos de Hollywood y actores de renombre (lo cual no significa que sean buenos, y generalmente no lo son) con historias originales y apuestas arriesgadas. Es un combo tan explosivo que en las manos equivocadas puede resultar fatal. Pero Nolan ya demostró con las dos Batman que tiene la receta para no quemarse. Demostró que se puede romper los records de taquilla con un producto de calidad.

En El Origen, Leonardo Di Caprio (correcto en el papel del atormentado protagonista) es Dom Cobb, un experto ladrón de ideas del subconsciente de las personas, tarea que realiza invadiendo los sueños de las víctimas. Esa habilidad excepcional lo convirtió en un jugador codiciado en el mundo del espionaje corporativo, pero al mismo tiempo, en un fugitivo que tuvo que sacrificar todo que le importaba. A Cobb se le ofrece una oportunidad para redimirse. Con un último trabajo podría recuperar su vida anterior, pero para lograrlo él y su equipo tienen que invertir la operación; la tarea no consiste en robar una idea sino en implantar una.

El Origen atrapa al espectador y lo traslada con un ritmo incesante y creciente al mundo de los sueños, donde Nolan no está atado a prejuicios de ninguna índole y puede jugar a su voluntad con las reglas. Efectos especiales de primera línea, un montaje sobresaliente, actuaciones magistrales (las chicas, Ellen Page y Marion Cotillard, se llevan todos los aplausos), y el ya mencionado genial guión hacen de El Origen ese combo tan explosivo que está llamado a romper muchas barreras del cine contemporáneo.

Por supuesto, la película no es perfecta. Se le puede reprochar a Nolan el no saber dejar atrás en el guión una buena idea, pero prescindible a riesgo de caer en la repetición o en la confusión, llegando a saturar la narración con una abrumadora cantidad de conceptos muy difíciles de analizar y relacionar entre sí.

Si el Origen gusta tanto como me gustó a mí, podría convertirse en una importante fórmula a seguir que sin dudas mejoraría la industria del cine obsesionada con realizar producciones millonarias sin ningún contenido. Quizás podrían darse cuenta de que el verdadero poder está en las ideas. Y en los sueños que las inspiran.

Ser ganador del Oscar a la Mejor Película del Año hace tiempo que dejó de ser un parámetro para la verdadera valoración de un film. Se sabe, la famosa entrega de premios cinematográficos obedece a las leyes de la industria, y no siempre van de la mano con reales cuestiones de calidad. Por esa razón, muchas veces se cometen injusticias, dejando sin nada a películas muy destacables, y realzando otras que no lo son tanto.

Algo de eso pasa con El Discurso del Rey. Una historia por demás previsible, de esas que se adivina el final con sólo ver cinco minutos de cinta. El heredero más joven al trono de Gran Bretaña tiene problemas para hablar y esa condición lo llena de inseguridades al momento de ser rey, tras la muerte de su padre y la renuncia de su hermano al cargo.

Para superar su problema, el futuro monarca acude a un especialista en problemas del habla, y en la interacción entre estos dos personajes se generan los mejores momentos de la película, sostenida básicamente por las excelentes actuaciones de Geoffrey Rush y Colin Firth. De todas formas, queda la sensación de que se podría haber explotado aun más el perfil de los personajes, en detrimento de otras escenas que sólo conducen al tedio. Dos horas termina siendo demasiado tiempo para narrar una historia bastante sencilla, que por momentos se arrastra en secuencias innecesarias que no añaden nada al relato.

El discurso moralista está presente por todas partes, con guiños a las formas ultra cerradas de la realeza británica, aunque con cierto tinte aperturista. El clima de preguerra dota al film, además, de un tono antifascista que cansa, con la eterna distinción de los “buenos” y los “malos”.

Pero también hay lugar para cosas buenas. Los ya mencionados momentos entre el a la postre rey Jorge VI (Firth) y el terapeuta Lionel Logue (Rush), una excelente fotografía que alcanza su momento cúlmine en una escena donde los dos protagonistas discuten acaloradamente en una plaza, y cierta utilización de los planos de cámara, que contribuyen notablemente a desentrañar los sentimientos de los personajes (sobre todo en las escenas donde el rey se siente inferior a sus interlocutores, por lo que pareciera que los observa desde abajo).

En resumen, una película agradable, de las que no molestan a nadie. Sencilla, poco llevadera pero sin llegar al límite de lo aburrido, aunque ni por asomo está a la altura de las enormes expectativas y masiva publicidad que se le había brindado.

Para empezar quiero declararme admirador de Szifrón y sus trabajos anteriores, para ponerme a resguardo de cualquier crítica injusta que me acuse de tener algo personal con el director.

Sencillamente Relatos Salvajes no me gustó, es más, me desagradó. Me pareció un compendio de historias poco originales y llevadas de los pelos, con personajes que no lograron transmitirme sus emociones y que no me convencieron de sus actitudes (quizás lo más inexplicable es el final de "Bombita", donde la esposa que antes despreciaba al marido por las mismas razones que lo hacen terminar en la cárcel ahora celebra esas mismas cuestiones).

Además, la visión de la sociedad que intenta traslucir con esta película me parece parcial e inexacta, quizás con demasiado olor a los 90. Para bien o para mal, la Argentina ha cambiado y es mucho más compleja que la idea que presenta Szifrón, muy recurrente a caer en estereotipos sin cuestionarse los mismos (el rico soberbio, el pobre agresivo, el político corrupto, el estado inmoral, entre muchos otros).

Las cuestiones técnicas son impecables, acordes al presupuesto y al talento del director. Pero esperaba mucho más.