Un viaje hasta los rincones más profundos y oscuros de la psicología humana es en el que Cisne Negro, la obra maestra de Darren Aronosfsky nos embarca. Natalie Portman es el vehículo perfecto para llevar a buen puerto la atención del espectador que de forma íntegra se rinde ante la belleza a la que el film nos somete y hace bailar en un escenario atiborrado de personas con las que estallamos de sentimiento. Las lágrimas de la espléndida Portman se convierten en las nuestras por un instante. Se incrusta en las propias carnes para engatusarnos y poseernos en cada fouetté y en cada porte, ambos de una técnica impecable. Se nos da la oportunidad de introducirnos en la mente de una bailarina con trastorno de personalidad y ser testigos del agravio progresivo provocado por la implicación y casi simbiosis de la protagonista con un personaje que queda bordado hasta el extremo.

De dirección impecable y fotografía envidiable la obra se nos presenta de forma escalonada, como una composición in crescendo cuya intensidad se ve incrementada conforme la protagonista va trascendiendo su identidad hasta culminar en una fusión que la hace confundirse a sí misma con el papel que interpreta.

La sensación final, cuando los créditos están sobre la pantalla es la de un último aliento que se esfuma con la sublimación hecha escena, el gran Tchaikovsky aún entre las sienes y el placer de ver cómo el buen cine sigue respirando, vivo, dando testimonio de ello.