"Ríos y Mareas" no es una cinta comercial al estilo de Hollywood. Para nada es así sino más bien todo lo contrario, ya que puede resultar extremadamente soporífera para aquellos que no entienden la magia del silencio, del bosque, del agua.

Se trata de un más que merecido homenaje a la Tierra y a sus recursos naturales porque, aunque Andy Goldsworthy juega con ellos y, en cierto modo, los manipula para obtener un resultado distinto al natural, lo hace desde el respeto que lleva implícito la manipulación sin agresión. En realidad Goldsworthy juega con los elementos y el resultado es espectacularmente bello, visualmente hablando. Además, el hecho de que se trate de arte esencialmente efímero lo eleva a una categoría superior, porque su disfrute es un regalo para los sentidos.

Te sientas en la butaca del cine esperando que, una vez se apaguen las luces, ante tus ojos se abra un mundo de ficción que te atrape con una historia absorbente, al menos una buena historia y por contra, frente a tí van apareciendo unas imágenes que conforman una cinta lenta, aburrida, soporífera y, lo que es peor, absolutamente previsible, puesto que no hay nada nuevo, todo lo hemos visto ya con anterioridad en muchas otras películas. Ya no hay espacio para la innovación, para la sorpresa, para el arte.

Alguien dijo que los borrachos y los niños no mienten. Yo no sé si los primeros lo hacen, pero sí sé que los segundos lo hacen en demasiadas ocasiones. Los niños mienten -al igual que los adultos- por egoismo, por llamar la atención, por diversión, por miedo. El peligro de algunas de las mentiras infantiles es que los niños no son capaces de calcular previamente TODAS las consecuencias que pueden acarrear sus actos. Creedme, los niños no son tan inocentes como parecen, pero son personitas que tienen toda una vida por delante y aún tienen tiempo de aprender a ser buenas personas en el futuro, a pensar racionalmente y con inteligencia; sin embargo, no todos los adultos desarrollan finalmente esas cualidades y el resultado es que acaban siendo una vergüenza para la especie humana.

El tiempo es uno de los valores más apreciados en nuestros días, al menos lo es para mí. El tiempo que paso haciendo algo, me gusta que sea tiempo invertido y no perdido. Gracias a Rebollo he perdido un tiempo magnífico, sentada en la butaca de un cine que suele ofrecer arte y de la que no me he levantado a la media hora de proyección, por respeto al resto de espectadores de la sala.
El cine tiene que hacer alguna aportación a nuestras vidas, porque si no lo hace es que la cinta está vacía, no tiene ningún valor. "La mujer sin piano" provoca, que no aporta, sopor. No es interesante, bajo ningún prisma, la vida gris de una mujer aún más gris que bien podría ser la vecina de cualquiera. No tiene ni un ápice de comedia, pero tampoco de drama. No es nada, pudiendo haber sido algo más.

En nuestras sociedades modernas es extraño que algún individuo no pertenezca o no haya pertenecido nunca a un grupo social concreto. Prácticamente toda la humanidad se halla "etiquetada" y eso la hace, en ocasiones, irracional, competitiva y, en cierto modo, estúpida. La pertenencia a un grupo parece que implica directamente el rechazo o la infravaloración del resto. Sólo por el simple hecho de nacer en un lugar u otro, nos condiciona la pertenencia a un país concreto y la imposición de una nacionalidad, la escuela, el equipo de, por ejemplo fútbol, la Iglesia, el barrio, la comunidad de vecinos... La pertenencia a un grupo está bien, la disciplina, también, al igual que los valores sociales que adoptemos, pero nada de ello tiene importancia sin el más absoluto respecto y tolerancia porque sin ello, nada nos distingue de los animales salvajes, cuya premisa básica es la supervivencia. "La ola" es un perfecto ejemplo de la estupidez humana.