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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Críticas de Normelvis Bates
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Críticas 185
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
5
20 de mayo de 2020
17 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cómo me gustaría, a veces, volver a la infancia y a esas tardes frente al televisor en las que Coco, el entrañable muñeco azul de Barrio Sésamo, le aclaraba a uno su lugar concreto en un mundo que a duras penas conocía aún. Esto es cerca, esto es lejos. Izquierda, derecha. Arriba y abajo. Hoy me ha dado por volver a ver una de sus inolvidables lecciones. «¿No es dramático y emocionante?», preguntaba Coco a su audiencia mientras subía y bajaba escaleras una y otra vez, entre bufidos y jadeos. Sí, lo era. Hay pocas cosas que no lo sean a esa edad.

Me temo que con la edad, sin embargo, hay ciertas cosas que cambian. Tal vez sea eso lo que explique que, hacia la mitad de esta película, este adulto que una vez fue un niño sintiera el irreprimible deseo de poner en fila a todos sus personajes y ametrallarlos, sin titubeos ni compasión ni remordimiento y con tiro de gracia por si las moscas. Me pregunto si el niño que fui podría perdonarme. Y qué cara pondría Coco si lo supiera.

Y eso que la cosa no empieza mal del todo, con esa familia semienterrada tras un ventanuco en el subsuelo y malviviendo entre chinches, wifi robada, vecinos borrachos y meones, un inodoro en un altar y destartaladas cajas de pizza. Material de primera, vaya, para una auténtica y deliciosa farsa negra. Las hay muy buenas rodadas en ese detritus. De hecho, todo va más o menos bien hasta que aparecen las metáforas, las grandes y hermosas y, ya me disculparán, putas metáforas de los cojones: pedruscos que aparecen una y otra y otra vez; puertas oscuras que presiden ahora sí y ahora también el centro del encuadre; una oportuna y catárquica tormenta; planos y más planos de escaleras, rampas, cuestas, túneles y alcantarillas. Arriba y abajo, chicos, ¿lo habéis pillado? No, Coco, lo siento, ya no es ni dramático ni emocionante. A cierta edad acaba siendo un coñazo ser tratado como un niño.

Si fuera aún el niño que fui, es muy probable que me tragara sin quejas y aun con gusto la sarta de inverosímiles acontecimientos que llevan a una panda de parias sin oficio ni beneficio a convertirse en el espacio de una veintena de minutos en unos genios de la estafa y la usurpación de identidad y a tejer esa patraña a base de bragas sucias, ketchup, pelusilla de melocotón y documentos falsificados con pericia profesional, que les conduce a adueñarse de una mansión sin que sus retardados habitantes se den cuenta en ningún momento de sus triquiñuelas y maniobras. No habría problema con que esos señorones de fino olfato no olieran los restos recientes de una orgía de whisky de lujo y papeo guarro, desintegrados como por arte de magia bajo sus muebles, ni con esa inútil cocinera capaz de guisar con primor un plato cuya existencia desconocía ocho minutos antes. Podría incluso creerme que, tras todos los esfuerzos familiares por adueñarse del casoplón de los bobos ricachones, la misma zopenca abriera la puerta a uno de los inquilinos expulsados porque, ejem, se ha dejado «una cosa» olvidada. Y que, no contenta con eso, la ayudara sin dudarlo un instante a mover una pesada alacena y a acceder, lo han adivinado, a un dramático y emocionante mundo subterráneo repleto de peldaños. Creo que de seguir siendo un niño, en fin, me reiría con esos inoportunos resbalones y esas chistosas caídas por las escaleras que, de hecho, creo haber visto en una peli, no sé si de Mr. Bean o de Peppa Pig, ahora no caigo.

Pero ese, en el fondo, no es el problema de esta película. La incredulidad, en realidad, resulta fácil de suspender, y en determinadas circunstancias hacemos lo posible, de hecho, para que no nos estorbe ni nos impida disfrutar de una obra de ficción si ésta nos resulta de veras interesante. El problema, creo haberlo dicho, está en las metáforas. En su uso y en su abuso. En el modo en que Bong Joon-ho, ese Góngora de ojos rasgados, las disemina a lo largo del metraje como boyas fluorescentes para señalarle al espectador el recto camino a seguir, como si desconfiara de su capacidad para guiarse por su cuenta o estuviera convencido, directamente, de que hay quien se ha arrancado los ojos antes de ver su peli. Dedica tanto tiempo el director coreano a subrayar a destajo lo que quiere que el espectador retenga, a convertir todas y cada una de las situaciones en grandes y hermosas metáforas de una verdad superior, que desatiende la verosimilitud de la acción o la construcción de personajes que sean algo más que simples caricaturas o muñecos de guiñol. Los diálogos se convierten en rutinarios y con frecuencia estúpidos intercambios de mensajes codificados cuya única misión es la de apuntalar el significado metafórico de la película, esa papanatada que suele llamarse «mensaje», que aquí importa mucho más que lo que pueda llegar a pasarle a cualquiera de los personajes. El tedioso e interminable tramo final de la peli es, es este sentido, tan enfático y maniqueo que acabaría uno riéndose a carcajada limpia de no tener ya saturada de metáforas y clavos de Chéjov la paciencia. Poco importa ya, a esas alturas, quién es el apuñalado, el ahorcado, el ensartado, el de los sesos aplastados o mermados. A quién le importa lo que les ocurra a unos tristes títeres de cachiporra.

¿Y cual es el mensaje, esa verdad absolutamente demoledora y original a cuyo servicio pone Bong Joon-ho toda la peli y que ha puesto de rodillas a críticos, público, jurados y académicos? ¿Que los ricos viven ensimismados en su mundo, ajenos a los padecimientos de los desposeídos de los que se aprovechan mientras pueden servirse de ellos? Vaya. ¿Que los pobres están condenados a devorarse entre ellos mientras buscan en vano una riqueza que nunca podrán poseer? Caray, pues si que es novedosa la cosa. Menudas alforjas para este viaje, que me ha devuelto al mundo de Barrio Sésamo: a Coco le ha dado por explicarme en qué consiste la dramática y emocionante lucha de clases. Arriba, abajo. Arriba, abajo.

(sigue en la zona spoiler sin revelar detalles del argumento)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Normelvis Bates
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8
17 de julio de 2019
9 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si no te gustan las películas de Sam Fuller, es que no te gusta el cine. O al menos no lo entiendes. Lo escribió en su día Martin Scorsese y no es difícil comprender por qué: la sombra de Fuller es alargada y poderosa, y no es extraño verla aparecer aquí y allí en las pelis de Scorsese y de muchos otros cineastas, de su misma generación y aun posteriores, sobre quienes ejerció una enorme influencia, no solo técnica sino también vital. Emocionaos y emocionaréis, vino a decirles Fuller, entre bocanada y bocanada de su inseparable habano. Nunca dejéis indiferente a nadie. Haced lo que creáis que tenéis que hacer. Disfrutad con vuestro trabajo. No hay término medio. Tomadme como soy o dejadme. Así era Fuller: el cine como pasión y pasión hecha cine.

No sé si “Underworld USA” es la mejor película de Fuller, pero es, sin duda, una de sus obras más redondas y uno de los ejemplos más representativos de su concepción del cine. Si cada escena rodada por Fuller, como dijo también en otra ocasión Scorsese, es como un puñetazo, los títulos de crédito son la campana inicial de un combate que en cuestión de segundos se convierte en una auténtica paliza, digna de “Toro salvaje”, una de las muchas pelis nacidas a su sombra. Arrinconado contra las cuerdas, el espectador asiste a la frenética narración de la trayectoria vital de Tolly Devlin mientras una lluvia de golpes cae sobre él: apenas ha pasado un minuto y le vemos robando, todavía adolescente; pasados cinco, en una escena memorable, le vemos contemplando el asesinato de su padre; a los diez, está entrando en prisión tras haber pasado antes por un orfanato y un reformatorio; al cuarto de hora, sin apenas resuello y con los ojos tumefactos y la nariz colgándonos de un hilo, le vemos junto al lecho de muerte de uno de los asesinos de su padre, arrancándole los nombres del resto de responsables del crimen.

Lo que viene después del primer asalto es la historia de una venganza en la que Fuller despliega todos y cada uno de sus inconfundibles rasgos estilísticos: su febril y fluido ritmo narrativo, su impresionante capacidad de síntesis y sugerencia, su brusco y a la vez sutil manejo de la cámara, su mirada desencantada e iracunda al submundo de una sociedad encantada de haberse conocido, en la que los delincuentes son ciudadanos respetables que nadan en piscinas de dólares, fruto de la corrupción, la brutalidad y el sufrimiento ajeno, mostrados por Fuller con cruda concisión y sin efectistas aspavientos. Hay mujeres golpeadas y niñas atropelladas y gángsters asados vivos, y hay, por encima de todo, un hombre poseído por una pasión sin la cual es incapaz de concebir la vida, que le impide corresponder a quienes le aman y solo encuentran en sus besos el sabor de la muerte y cuya consumación no puede sino mandarle de regreso a donde todo empezó: un callejón, una cicatriz y un chico furioso, encaramado a un coche fúnebre.

Una pasión tan poderosa, supongo, como el amor de Sam Fuller por el cine.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Normelvis Bates
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8
28 de noviembre de 2015
14 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vaya por delante que nunca he sido de los que van rompiendo alegremente sus promesas, entre otras cosas porque las consecuencias suelen ser imprevisibles. Una de las últimas que rompí, sin ir más lejos, me costó un matrimonio. Trece años y tres hijos después que aquel soleado día de julio, sigo preguntándome qué hubiera ocurrido si en vez de jurar y perjurar, ante doscientos invitados y una docena de feas estatuas de escayola que representaban a otros tantos señores barbudos, que defendería, aun con los puños, la fe católica, apostólica y romana, le hubiera dicho a aquel extraño hombre ataviado con faldas verdes qué pensaba en realidad de él, de su fe, de sus faldas y de su irritante e interminable retahíla de inquisiciones y dónde podía meterse, uno tras otro, a los barbudos señores de escayola. Trece años y tres hijos después de aquel soleado día de julio, tras descorchar una botella peregrina que ha caído hace poco en mis manos, romperé de nuevo una promesa. Y otro dios y otra fe habrán tenido la culpa.

“Siempre hay un mañana” transcurre también, como se nos indica nada más empezar, en una soleada California donde siempre está lloviendo y ocasionalmente escondida bajo la niebla. El dato no es baladí: es una película que pertenece a un tiempo y a un director que decidió rodar lo más feo y confuso de las emociones humanas de la más elegante, delicada y sutil forma posible. Nada más lógico, por tanto, que esa lluvia y esa niebla, que la soledad de quien nunca está solo, que el acongojado corazón de plástico y metal de un juguete parlanchín a quien nadie parece escuchar. No, nada de eso es casual; nada lo es, de hecho, en una película que, en muchos aspectos, es un canto al oficio de cineasta, aquel que una vez consistió en elegir un sitio donde plantar la cámara y dejar que fuera ella la que hablara. Qué lejanos tiempos aquellos, en que no era necesario vociferar para hacerse entender. En que todo podía decirse a media voz. En que un delantal y una cafetera poseían el don de la elocuencia. En que no nos tomaban por imbéciles.

No creo equivocarme al pensar que esta es una película que representa todo lo que cinematográficamente admira el misterioso e incorruptible personaje que me ha hecho llegar un mensaje en una botella: la concisión narrativa, el sobrio despliegue de recursos técnicos, la sabia planificación de escenas, la riqueza de significaciones asociadas a encuadres e imágenes. De hecho, conociéndole, no resultaría extraño que el hecho de verla despertara en él un profundo sentimiento de nostalgia. El mismo que ahora me invade mientras cierro otra vez la botella y la devuelvo al agua con su nuevo contenido: un responso por el Dios del melodrama y una promesa rota. Nada del otro mundo, me temo, y mucho menos de éste.

https://lespedresdelcami.wordpress.com/2015/11/29/botella-al-mar-para-el-dios-del-melodrama/
Normelvis Bates
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8
24 de noviembre de 2013
36 de 74 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta es mi última crítica en FilmAffinity, y es a la vez una suerte y una lástima que así sea.

Es una suerte porque escribo estas líneas después de haber recuperado un ritual que seguí durante años y que hasta ayer creía perdido para siempre, el de ir al cine en buena compañía a ver la última de Woody Allen y salir de la sala reconciliado con la vida y agradecido por la enorme fortuna que ha supuesto para mí el haber podido disfrutar, durante años y años, del talento de uno de los contados artistas que le van quedando al cine. Que mis últimas palabras en FilmAffinity tengan como excusa una película de Woody Allen, y que, además, sirvan para constatar el regreso del mejor Allen, es algo que me basta para mantener el ánimo alto durante todo el día.

Ahora es cuando debería hablar de la película, de su argumento hábilmente desplegado, de sus avances y retrocesos en el tiempo, del as en la manga que se guarda Allen para dar, en los minutos finales, una ingeniosa y sutil vuelta de tuerca al sentido global de la peli. Podría escribir acerca del talento descomunal que Allen ha demostrado en incontables películas para ofrecer delicados y hondos retratos femeninos, de esa Jasmine French que pasará, sin duda, a formar parte de su galería de personajes memorables. Podría hablar del sensacional trabajo de Cate Blanchett y del poco suspense que habrá este año en la gala de los Oscars a la hora de dar el premio a la mejor actriz: será suyo. Podría repasar el excelente trabajo del siempre infravalorado Alec Baldwin, o celebrar el regreso a lo grande de ese entrañable zoquete llamado Andrew Dice Clay, o dedicar algún chiste a la ausencia de Lady Pe, o mostrar mi alegría porque Allen haya cerrado su mediocre tour europeo y haya regresado a las calles de Manhattan y San Francisco.

Pero no lo haré. Porque ya he dicho que, además de una suerte, es una lástima que sea esta peli la última que comento aquí. Y si es una lástima es porque cierro voluntariamente cuatro años en los que no sólo me he divertido escribiendo acerca de algo que ha llenado y seguirá llenando buena parte de mis días, sino porque gracias a mi paso por aquí he entrado en contacto con gente extraordinaria, con los que he compartido tan buenos momentos y de los que he aprendido tanto que sería tarea inútil tratar de agradecérselo. Tipos como Quim, Xavi, Nacho, Héctor, el misterioso señor Talibán y tantos otros con los que comparto una pasión que, tranquilos, sigue encendida y que, todavía, iluso de mí, espero compartir algún día entre risas y cervezas, en Polonia o donde sea. Gracias, gracias, gracias mil a todos.

Gracias mil también a quienes, de un modo u otro, me han hecho saber que alguno de mis textos les había interesado. Cuando uno empieza a llenar de palabras una página en blanco no sabe muy bien si esa tarea sirve para mucho más que para hablar solo, para contarse a uno mismo lo que cree haber visto sobre una pantalla unas horas o unos días atrás. A quién le puede importar, se dice uno a veces. Saber que sí le sirve a alguien, que en cualquier lugar y momento alguien se ha tomado la molestia de leer esas palabras escritas a solas y abandonadas a su suerte en una red inmensa y plagada de mensajes casi idénticos y que, después, esa persona se siente además impulsada a ponerse en contacto contigo para decírtelo es, de largo, lo más misterioso y reconfortante que me ha dado FilmAffinity.

Sólo por eso ya habría valido la pena haber pasado por aquí.
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Normelvis Bates
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Elvis '68 (TV)
ConciertoTV
Estados Unidos1968
8.2
217
Documental, Intervenciones de: Elvis Presley
10
8 de noviembre de 2013
13 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
La historia de esta grabación, si uno se para a pensarlo, empieza en la ciudad holandesa de Breda, allí donde Andreas Cornelis van Kuijk pasó su juventud, saltando de empleo en empleo y tratando de escapar de la miseria. Tras huir a los Estados Unidos, donde esperaba encontrar la Tierra de Promisión, aquel joven holandés, pese a sus esperanzas, fue dando tumbos durante años, empleado en circos y ferias ambulantes. Lentamente, sin embargo, su suerte fue cambiando, y a mediados de los cincuenta, Kuijk, que había americanizado su nombre y ocultaba celosamente su auténtico origen, se había convertido en un ambicioso representante artístico en busca de alguien que le asegurara una larga y cómoda vejez. Y en cuanto Elvis Presley se cruzó en su camino, él, Andreas, el coronel Tom Parker, tuvo la certeza de que nunca volvería a pasar hambre.

El especial navideño que Parker había ideado para Elvis en 1968 no era, en principio, sino otro paso más hacia su propia jubilación dorada, una nueva ocasión para exhibir la momia del antiguo Rey del Rock, que él mismo se había encargado de mantener perfectamente embalsamada, impidiéndole grabar disco alguno durante su servicio militar, apartándole de los conciertos en vivo, atándole a interminables contratos con los estudios de Hollywood. Elvis embutido en un esmoquin, cantando villancicos. Y un cheque con seis ceros. El estómago del coronel tenía muy claro cómo iba a ser aquella actuación.

Pero Elvis dijo no. Harto de una carrera cinematográfica que no conducía a ninguna parte y encerrado en una burbuja de lujo y tedio que lo carcomía, Elvis se reunió con Bob Finkel, el responsable del evento, y le dejó muy claro que no le importaba la opinión del coronel, que no iba a enfundarse en un esmoquin, que no iba a cantar villancicos. Sólo quería salir a un escenario y demostrar quién era él realmente.

Lo demás, como se suele decir, es historia.

Si pudiera reducirse el Rock a un puñado de instantes, esta grabación estaría, sin duda, entre ellos. Nadie que ame realmente la música puede marcharse del mundo sin haber presenciado lo que, más que un ejercicio de resurrección, es uno de los ajustes de cuentas más brutales e inmisericordes de los que hay recuerdo. Con el coronel. Con quienes le consideraban un títere o un fósil. Con todos cuantos habían pretendido usurpar un trono que, de modo incontestable, volvía a ocupar. Porque era y sigue siendo suyo.

Tras la actuación, Elvis, ya en su camerino, pidió que fueran a buscar al coronel. “Se acabó”, le dijo a Parker, mientras cortaban a tijeretazos su traje de cuero negro, adherido a su cuerpo a causa del sudor. “Voy a salir de gira y a dar conciertos en directo”. Parker, de momento, calló. Pero su estómago de feriante no dejó por ello de hacer números. La vieja miseria de Breda debió asaltar, en un momento u otro, su memoria.

Andreas Cornelis van Kuijk, también conocido como coronel Tom Parker, murió en enero de 1997, casi 20 años después de la muerte de Elvis Presley.
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Normelvis Bates
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