Roma es una película misteriosa. Si no, ¿cómo una historia de una aparente sencillez puede ejercer una fascinación tal en espectadores de medio mundo? Su incontestable belleza visual es un argumento plausible, pero resulta insuficiente como respuesta única. Hay algo oculto en Roma que solo es aprehensible a través de la interpretación de los muchos símbolos sembrados intencionalmente por su director. Tal y como sucede en uno de los cuentos de los hermanos Grimm, Alfonso Cuarón fue depositando “migas” a lo largo de su obra para guiar al espectador hacia caminos insospechados.

Roma empieza con un plano fijo de casi cuatro minutos. El ángulo de toma es el picado. El punto de vista es el de un ser omnisciente que mira desde lo alto. La imagen está compuesta de baldosas cuadradas que, dado el encuadre elegido por Cuarón, quedan convertidas en rombos. En simbología, esta figura geométrica está asociada al útero materno. Un agua turbia y jabonosa en forma de olas barre la imagen. El cielo se refleja sobre el suelo mojado y un avión, objeto recurrente en la película, lo atraviesa. El elemento aire hace entonces irrupción. Con tres de los cuatro elementos de la naturaleza, Cuarón describe y resume en una sola toma su muy particular cosmogonía.

El agua es el elemento de la naturaleza con la mayor carga simbólica. Está presente en todos sus estados: olas, lluvia, granizo, charcos, ducha, nubes… El filósofo Gaston Bachelard decía que el agua en su fluir utiliza una especie de idioma expresivo y distinguía entre aguas claras, primaverales, corrientes, estancadas, muertas, dulces y saladas, reflejantes, de purificación, profundas, tempestuosas… Todas ellas, sin excepción, fluyen a través de todo el metraje. El agua, según el célebre “Diccionario de símbolos”, del catalán Juan Eduardo Cirlot, es el elemento fecundador por excelencia.

La fecha en la que Cleo y Fermín conciben a su hija es un día lluvioso. Cirlot establece una relación estrecha entre la lluvia y la fertilización. Cleo está recostada en la cabecera de la cama. Colgado de la pared hay un cuadro torcido que muestra un barco de vela a punto de ser engullido por amenazantes olas. Este simple objeto de utilería se convierte en un símbolo anticipatorio del clímax de la película. Hay otros más. Unas secuencias después, un terremoto se desencadena en el preciso momento en que Cloe visita la sala de neonatos de un hospital donde acaban de comunicarle que está embarazada. Ante sus ojos, una parte del techo se desploma sobre una de las incubadoras en la que se halla un recién nacido. La imagen final de esa secuencia termina con tres incubadoras y, por corte seco, la siguiente empieza con tres cruces al borde de una carretera. El significado de la metáfora visual es evidente. Como lo es también el momento en que Cleo brinda por la llegada del año nuevo y por la salud de su bebé aún sin nacer. Una pareja que baila a su lado choca con ella y el cuenco de arcilla donde bebe cae al suelo y se rompe.

El estiércol ha estado siempre asociado al simbolismo de la muerte. Ese elemento trivial solo en apariencia es filmado de manera en absoluto prosaica. Cuarón dedica casi 10 segundos al primer plano de un excremento de perro aplastado por la rueda del Ford Galaxie conducido por el patriarca familiar. El mismo que, unas secuencias más tarde, pisa una de las muchas mierdas de perro apostadas en el suelo del garaje antes de abandonar para siempre a su esposa y a sus hijos: muerte simbólica de la familia. “¡Te dije que limpiaras las pinches cacas…!”, le recrimina la patrona a Cleo. A continuación, ella recoge con una pala uno a uno los excrementos como si se tratara también de juntar los destrozos que ha dejado la ruptura familiar.

Cleodegaria Gutiérrez es en sí misma uno de los símbolos más logrados y sorprendentes de Roma. Cleo viene del griego kléos y su equivalente en latín es gloria. Una de las definiciones que da el diccionario de la Rae a esta palabra y que mejor describe al personaje es “reputación, fama y honor extraordinarios que resultan de las buenas acciones y grandes cualidades de una persona”. Cabe mencionar también que en su vertiente cristiana, gloria es un cántico de alabanza. Cuarón añadió una C al nombre de la nana Leodegaria que crió a Tenoch, su alter ego y uno de los personajes principales de Y tu mamá también. San Leodegario es un santo contra la ceguera y la mudez. Roma tiene mucho de invisible y de silencioso.

La Cleodegaria de Roma está investida de poderes sobrenaturales. Su reino es vasto y su dominio absoluto. En una de las secuencias más azarosas y pasmosas, Cleo dirige su mirada a un bosque nocturno. Primero vemos un fulgor, luego chispas y, por último, humo. Cuando alguien grita ¡fuego!, ella permanece impertérrita. Con el mismo estoicismo se comporta cuando presencia un terremoto en una secuencia anterior. Pero es durante el revelador clímax de la película cuando contemplamos la magnanimidad de sus prodigios: tiene que “bajar a la tierra”, zambullirse en el mar para salvar a sus “hijos”. La expresión mítica “salvado de las aguas” simboliza, según Cirlot, la fecundidad y es una imagen metafórica del parto.

Roma termina como empieza, con un plano fijo un poco más largo que el de apertura. Si aquel estaba filmado en picado, éste lo está en contrapicado. Si aquel tenía como punto de vista a un dios probable, éste tiene a los hombres que contemplan el ascenso a los cielos de una “santa”. Si en aquel se veía el reflejo del cielo y de una escalera como si de un negativo fotográfico se tratase, éste es su imagen positivada. El novelista e historiador de las religiones, el rumano Mircea Eliade, sostiene que la ascensión significa siempre trascender la condición humana y penetrar en niveles cósmicos superiores. Es claro entonces que Roma esconde más de lo que muestra. Es ahí donde reside la grandeza y la maestría de esta obra humilde… solo en apariencia.