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Críticas de Kasanovic
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Críticas 400
Críticas ordenadas por utilidad
6
13 de abril de 2018
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Dos amigos adolescentes de una pequeña localidad de Islandia, donde la vida parece pasar sin apenas perturbaciones, empiezan a experimentar serios cambios hormonales. Pero existen ciertas diferencias acerca de esta evolución entre el bajito Thor, víctima de las burlas que algunas chicas hacen sobre él, y su apuesto camarada Christian. No ven con los mismos ojos al sexo opuesto, ni aparentan un interés similar en descubrir más cosas sobre las chicas. De hecho, Christian parece más interesado en consolidar la amistad con Thor que en ceder ante los persuasivos intentos de seducción por parte de la pelirroja que no cesa de fijarse en él.

El cine islandés vuelve a dejarnos una reflexión sobre el carácter de sus gentes en Heartstone, corazones de piedra (Hjartasteinn). En este caso es Guðmundur Arnar Guðmundsson quien firma este largometraje acerca de la amistad de dos chavales con tanto tiempo libre como ganas de aprovecharlo. La ópera prima del realizador nórdico va más allá de la típica película de adolescentes en fase de despertar sexual y, combinada con una hábil química entre la pareja protagonista, deviene en un relato muy en la línea de lo que el cine de ese país nos ha dejado en los últimos tiempos, pero con un toque personal que la hace interesante de ver.

Heartstone no evita la confrontación de sus personajes con el entorno que les rodea, así como entre ellos mismos. Esto, que se nota ya en las primeras secuencias de film, es el paso inicial necesario para definirse como una película que pretende guardar en todo momento la conexión con la realidad. Guðmundsson evita aromatizar una etapa tan clave en la vida del ser humano como es la adolescencia, en la que los silencios son tan importantes como los berrinches y donde las relaciones familiares juegan un papel clave a la hora de precisar cómo el adolescente se va a relacionar con el resto de la sociedad. Esto se nota con claridad en los protagonistas, que poseen nexos familiares un tanto derruidos (especialmente en el caso de Christian), lo que a su vez provoca que tomen ciertas vías de actuación en cosas tan simples como dirigirse a una chica o defenderse de los malotes del lugar.

Aunque es algo que parece instalado en la filmografía islandesa en general, merece la pena volver a comentar cómo los realizadores de ese país funden el entorno natural de la nórdica isla con el conjunto de los personajes que vemos en pantalla. Guðmundsson no hace una excepción en Heartstone, hasta el punto de que para uno es difícil imaginar que esta obra, pese a tratar aspectos universales (primermundistas al menos), pudiera tener lugar en otro escenario.

En esa línea, eventualmente Heartstone pasa a convertirse en una película donde importa más lo que no se dice explícitamente que los diálogos en sí. Esta cuestión no solo queda resuelta al fijarse en la pareja protagonista, sino también en las dos adolescentes con las que parecen destinados a unirse. Guðmundsson dirige su cámara hacia los cuatro jóvenes, cuyos rostros y cuerpos (mención especial a las manos, que muchas veces dicen bastante más de lo que aparentan) bastan y sobran para que nos trasladen aquello que no quieren o no saben comunicar oralmente.

Semejante apuesta por el lenguaje no verbal hace que Heartstone no sea una obra que se pueda definir con sencillez a través de la palabra y, por tanto, tampoco es fácil adivinar hasta la recta final del film si esa iniciativa da sus frutos en algo mayor que lo que se ve en pantalla. En este caso, y de forma similar a lo que sucedía con la Sparrows de Rúnarsson, el trabajo de Guðmundsson en Heartstone está bien cohesionado de principio a fin y, aunque no deja el poso que probablemente pretendía su director atendiendo a su estructura audiovisual, resulta más que suficiente como para seguir satisfecho con la calidad de la filmografía que proviene de aquel lejano país.


Álvaro Casanova - @Alvcasanova
Crítica para Cine Maldito
Kasanovic
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6
20 de octubre de 2017
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La española Abril vuelve a México para rendir visita a sus dos hijas, que actualmente afrontan diferentes problemas. Clara, la mayor, vive frustrada por su perenne soltería y por el hecho de tener que sacar adelante el hogar familiar. Valeria, todavía menor de edad, se ha quedado embarazada y espera un retoño junto a su novio Mateo. Tal panorama se encuentra Abril al aterrizar en el país pero, lejos de limitarse a ser mera consejera materno-filial, la mujer intervendrá de lleno en el presente y futuro de sus dos parientes más cercanas.

En Las hijas de Abril, el mexicano Michel Franco vuelve a representar un film centrado en el lado más complicado de las relaciones entre seres humanos. Tras filmar historias sobre hermanos, matrimonios y compañeros de colegio, la siempre difícil tarea de ser madre se convierte en el núcleo narrativo de su nueva obra. Pero el cineasta de Ciudad de México no se queda únicamente en la superficie de esta temática, sino que sabe dotar a su protagonista de un aura nada apacible. Además del hecho de que Abril haya vivido distanciada de sus hijas durante largo tiempo y solo haya decidido acudir al continente americano tras la desesperada llamada de Clara, su actitud oscila entre la lógica y la exasperación durante las secuencias que siguen al nacimiento del bebé, por lo que su personalidad termina por generar cierta inquietud.

Ese estado de permanente vigilancia con el que Franco somete al espectador, tal y como vimos en obras como Después de Lucía (imposible no sentir un leve estremecimiento al recordar este título), es la esencia primaria de Las hijas de Abril y el motivo de que esta consiga retener la atención pese a que el inicio de la película no sea estrictamente redondo. No tarda mucho el director mexicano, empero, en desvelar las cartas de su relato. Será entonces cuando se abra la puerta de Emma Suárez, que penetra en su interpretación de Abril con una excelsa gracilidad. Como sucede en tantos otros casos, la intérprete madura se come en pantalla a sus lozanos compañeros de reparto y hace plena justicia a su papel protagonista.

Siguiendo los pasos de Abril, el film se adentra en un área turbia que ni siquiera la belleza de las costas mexicanas (o la de la propia Suárez), reforzada por una bonita fotografía, puede compensar. Asistimos entonces al verdadero centro del relato, en el que Franco se deja llevar por alguna circunstancia de difícil encaje (el bobalicón carácter de Mateo destaca sobre todo lo demás) y cuya intensidad transcurre claramente de más a menos, pero en el que se contempla con claridad una notable propuesta, bien estructurada y sin mayor pretensión que contar cómo la lejanía y la envidia pueden destrozar incluso los más íntimos vínculos. Fuera del ritmo general del film se encuentra el desenlace, que posee una dosis de espectacularidad demasiado grande y nada pareja respecto a la tónica general de la cinta como para tomarlo en serio.

Aunque Las hijas de Abril no sea una película tan demoledora como otros trabajos de Michel Franco, parece justo señalar el mérito del realizador al componer un personaje como el de la protagonista y, por consiguiente, una obra que muestra la cara más amarga que puede provocar la prolongada separación entre una madre y sus hijas. Generando por momentos una angustia que ya es marca y seña del cineasta, Franco no se centra sin embargo en elaborar la película con la sola intención de provocar un mal sentimiento en el espectador, sino que este es el mero efecto de lo que se ve en pantalla.


Álvaro Casanova - @Alvcasanova
Crítica para Cine Maldito
Kasanovic
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6
23 de mayo de 2015
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Pocas películas tienen la habilidad de enganchar desde la primera secuencia mediante el uso de elipsis, un recurso que es mucho más difícil de emplear de lo que a primera vista puede parecer. Una nueva amiga (Une nouvelle amie) pertenece a esta categoría, ya que en poco más de cinco minutos resume a la perfección el pasado de su protagonista Claire y las circunstancias que le han llevado a dónde en el momento narrativo actual: el funeral de Laura, la que era su mejor amiga desde la infancia. Ya la primera secuencia, en la que vemos mediante primerísimos primeros planos como alguien se viste y se maquilla hasta que descubrimos que ese “alguien” es la difunta, se deja entrever un doble sentido acerca de la transexualidad que acompañará al resto del filme.

Pero sería inútil seguir hablando de esta película sin mencionar a su creador. François Ozon es uno de los cineastas europeos que más admiración despierta en la actualidad, aquel del que muchos cinéfilos esperan con ansia ver su último trabajo, una circunstancia que no está al alcance de muchos realizadores. Desde que debutara en el largometraje allá por 1998 con Sitcom, Ozon ha cosechado opiniones de todo tipo. Hay quien le acusa de no mantener una línea autoral excesivamente definida, algo que a un servidor casi le parece más una virtud que un defecto. Hay que tener en cuenta que al ritmo de producción que lleva (casi a película por año) es más complicado localizar su madurez creativa, aunque se habla de En la casa (Dans la maison, 2012) como su obra más redonda, una ligera paradoja ya que los dos temas que más abundan en su filmografía como son el papel de la mujer y la sexualidad (y que han redundado en comparaciones con Almodóvar que nada gustan al francés), se abordan desde un punto de vista más secundario en ella.

Con Una nueva amiga, Ozon realiza una apuesta arriesgada, mayor incluso que en sus catorce anteriores largometrajes. Partiendo de la escena mencionada anteriormente y que repasa la amistad de Claire y Laura, vemos cómo el viudo de ésta, David, ha optado por vestirse de mujer con el objeto de garantizar que su hija Lucie crezca con una presencia materna a su lado. Tal descubrimiento provoca un terremoto en Claire, ya que como bien nos muestra el director, la amistad entre ella y Laura había tenido ciertos principios de lesbianismo y, pese a su feliz noviazgo con el atractivo Gilles, no acaba de tener muy clara su sexualidad. Por lo tanto, Ozon utiliza el cambio de sexo de David, más adelante Virginia, casi como una excusa para contarnos lo que sucede en la mente de Claire, cómo ella afronta sus prejuicios, sus ideas sobre la vida y el pasado que no acaba de abandonar su mente, contemplando la gran mayoría de la película a través de sus ojos e introduciéndonos en alguno de los pasajes oníricos, casi pesadillescos, que sufre ocasionalmente.

La primera mitad de película funciona a la perfección, con una relación entre Claire y Virginia que se va haciendo cada vez más intensa. No sólo Ozon es el culpable de que el interés se mantenga en cotas muy altas gracias a su habilidad en lo que se refiere a narrar con tanta sencillez una historia que en otras manos habría sido absurda, para introducir comicidad cuando realmente la psique de los dos protagonistas está a un paso de colapsar e incluso al dejar miguitas de pan por el camino que cultiven un cierto aroma a suspense por la práctica imposibilidad de conocer cuál será su destino; no, al fondo de tales vigores en la realización se esconde un trabajo actoral en la línea de toda la filmografía del realizador francés. Con independencia del nivel de experiencia acumulado por sus actrices (tan pronto pone en pantalla a la mítica Catherine Deneuve como lanza a la esfera internacional a Marine Vacth o Ludivine Sagnier), Ozon siempre sabe sacar un buen rendimiento a todas ellas. Anaïs Demoustier está muy bien en Una nueva amiga, pero es el increíblemente feminizado Romain Duris quien asombra en un papel de transexual que siempre exige guardar un equilibrio para resultar creíble sin ser ridículo. Realmente magnífica su caracterización de Virginia, ya que logra mantener un buen nivel incluso cuando el guión va perdiendo progresiva fuerza al sobrepasar el ecuador de la cinta.

Pese a no entrar en el repertorio de lo mejor de Ozon, es inevitable no valorar los aspectos positivos de Una nueva amiga por encima de un cierto poso a desencanto que culmina al llegar los créditos finales. Una vez más, el director consigue plasmar los temas recurrentes de su obra de una manera atractiva y sin que en ningún caso pueda sonar a deja vu. Construye una película que intenta dar ganas de vivir a todo el que la vea, que no sólo induce a respetar a los demás, sino que primordialmente proclama por respetarse a uno mismo y vivir mediante lo que uno es y no sobre el “¿qué dirán?” Y lo más importante: vuelve a construir personajes sólidos, creíbles, que al principio resultan algo chocantes pero que poco a poco el espectador consigue tomarles cariño, a través de una dirección de actores excelente, marca de la casa. Un ladrillo más para la mansión cinematográfica de Ozon, ladrillo que por sí solo no aguanta los cimientos del edificio ni lo hará tornarse en palacio, pero que continúa embelleciendo una fachada ya muy atractiva. Y, con sólo 47 años que tiene el cineasta, esta vivienda seguirá creciendo sin que por el momento haya peligro de derrumbarse.


Álvaro Casanova - @Alvcasanova
Crítica para www.cinemaldito.com (@CineMaldito)
Kasanovic
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6
1 de agosto de 2014
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En una época donde el cine de factura española se debate entre algo cercano al Blockbuster (Lo imposible) y las comedias ligeritas (Ocho apellidos vascos), se agradece bastante que el cine alejado de la comercialidad apueste por hacer otro tipo de películas, por aportar un aire fresco a un panorama francamente mejorable en el aspecto cualitativo (no digamos ya en el meramente empresarial). Algunos toman el ejemplo de Albert Serra como icono del cine experimental español, pero sin llegar a esos límites de experimentalidad (valga la redundancia) existe otro cineasta llamado Xavier Bermúdez que también persigue ofrecer algo distinto al público.

En, su última película, El oro del tiempo (O ouro do tempo), Bermúdez dirige la cámara hacia Alfredo, un hombre que vive en una casita en medio del campo y que conserva el cadáver criogenizado de su mujer en una cámara frigorífica. El motivo para ello es bien sencillo: quiere esperar a que la ciencia avance hasta que pueda curar lo que llevó a la muerte a su mujer, momento en el cual la despertaría y trataría de devolverla a la vida. Mientras tanto cuenta con la compañía de Corona, que le asiste en prácticamente todo lo que necesita, y la más esporádica de su hijo Leandro, con el que tiene un cierto desapego.

La película adopta un tono ciertamente contemplativo, de dejar la cámara en un sitio y que filme todo aquello que le dé la gana. Así, asistimos a planos de una cierta duración donde vemos a Alfredo llevar su vida de una manera un tanto aburrida y pensando continuamente en el pasado. Pocos sobresaltos hay de principio a final, pero sí existen los suficientes condimentos artificiales como para no calificar a la obra de Bermúdez como un producto que suponga una carga demasiado excesiva para los párpados.

Una de esas artificiosidades siempre viene dada por la presencia de una banda sonora reincidente, cosa de la que si bien no hace gala El oro del tiempo, sí suena un par de veces un tema tan mítico como es Non, je ne regrette rien de Edith Piaf, cantado por Amalia, la malograda mujer de Alfredo. Llama la atención en primer lugar que el padre y el hijo vean juntos tal vídeo, si tenemos en cuenta que la vestimenta y las poses de la mujer parece que adoptan un tono lo suficientemente intimista como para que sólo fuera destinado al primero (lo que da también una cierta idea del desequilibrio emocional de Leandro, pese a que presumiblemente está casado y con hijo/s). Pero también resulta llamativo que la acción se repita una segunda vez, como si Bermúdez quisiera dejar claro que es un episodio recurrente para Alfredo el ver día sí día también vídeos de su mujer fallecida, como ese otro en el que Amalia se pasea en medio de un lago.

Durante la película, asimismo, existen otra serie de picos narrativos que evitan que El oro del tiempo insufle un sopor excesivo en todos aquellos que deseen visionarla. Es cierto que no es una película sencilla de ver, de hecho no es esa la intención del director, pero sería injusto calificar a la obra de Bermúdez con calificativos despectivos sobre su ritmo narrativo. Hay que prestar atención a los pequeños detalles, sobre todo por parte de la interpretación de Ernesto Chao como Alfredo, para tratar de adivinar por dónde va a ir la película en las siguientes escenas. El oro del tiempo requiere por tanto la colaboración de sus espectadores para transmitir todo aquello que pretende plasmar, y pese a que dista en parte de convertirse en una grata película, sí resulta un ejercicio de estilo bastante interesante y que siempre es de agradecer en estos días donde los tópicos y la previsibilidad acaparan buena parte de las obras cinematográficas, sobre todo en el territorio nacional.


Álvaro Casanova - @Alvcasanova
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26 de febrero de 2014
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"Si nuestra familia está rota… ¿Qué nos queda?" Algo así debió pensar el cineasta alemán Hans-Christian Schmid a la hora de titular su última película, una especie de análisis sobre las relaciones paterno-filiales una vez que los descendientes ya llevan un tiempo viviendo fuera del nido familiar. O dicho de otra forma, cómo los hijos asisten al progresivo deterioro de sus padres, un deterioro no tan físico como emocional, achacable en muchos casos a que años y años de convivencia acaban desgastando a una pareja que posiblemente nunca debió convertirse en matrimonio.

En el caso de ¿Qué nos queda?, Schmid focaliza la atención en Marko, residente en Berlín, escritor de profesión, divorciado y padre de un hijo. Muy de vez en cuando, tanto Marko como su hermano Jakob, hacen una visita a sus padres, Günter y Gitte, que si bien poseen un estatus socioeconómico bastante acomodado, no atraviesan su mejor momento como pareja. Pronto descubrimos el porqué: Gitte, que sufre un trastorno psicológico, ha decidido dejar de medicarse. Las consecuencias de tan inesperada decisión aparecen poco después y, por desgracia, no afectan sólo a la madre de la familia.

El quid de esta película, sin embargo, es que no sólo retrata la decadencia de los padres, sino que también dibuja un oscuro porvenir sobre los dos hijos. No es exagerado decir que, con excepción del niño, todos los que aparecen en esta película resultan bastante desgraciados, o al menos eso se puede decir mediante las imágenes que vemos y las pistas que se nos van ofreciendo. Es decir, de alguna manera se intenta extrapolar el drama a todos y cada uno de los personajes, en vez de centrarse en la crisis de pareja como vector para desarrollar la trama. Y ahí es donde falla la obra de Schmid.

Al abrir varios frentes de batalla en una película, el autor asume un riesgo importante: ¿cuánto dedico a cada parte? ¿Cuál cuento con mayor profundidad? Con 85 minutos de metraje, podría parecer que no hay tiempo suficiente para añadir más subtramas al argumento principal, pero lo cierto es que a Schmid incluso le sobra tiempo para explicar cada una de ellas. El problema es que lo hace de manera livianísima, con escasa o nula profundidad. El ritmo de la película es tan sumamente lento que resulta tarea imposible implicarse emocionalmente con cualquiera de los personajes o situaciones. No tenemos tiempo para conocer cómo se extrapola el problema de los padres de Marko a la relación que mantiene éste con su hijo, o a la relación de Jakob con su novia, o para comprender el porqué de los problemas económicos de Marko. No nos importa los que les pase a los protagonistas, quizá con la única con la que podemos empatizar algo más es con Gitte, pero debido en mayor parte al papel que a cómo se desarrolla su personaje. Ni siquiera la revelación que Günter desvela hacia el final de la película (con bastante poco acierto, por previsible y por tópica) modifica un ápice de la trama.

Una verdadera lástima, porque la obra de Schmid posee una cuidada fotografía y los actores, a pesar de lo ya comentado, destilan aptitudes. Pero a una película de hora y media hay que pedirle un ritmo algo más alto, que no resulte vertiginoso pero sí acorde a lo que se va a contar. Podemos concluir que ¿Qué nos queda? se queda lejos de su objetivo por no poder/saber explicar cómo afecta a Marko la crisis de sus padres. No es un bodrio ni un subproducto por estar alejada de lo pretencioso, pero desgraciadamente sí es una película fallida.


Álvaro Casanova
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