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Críticas de Augusto Faroni
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Críticas 27
Críticas ordenadas por utilidad
7
10 de enero de 2023
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No entiendo “Los cronocrímenes” como casi no entiendo ninguna película de viajes en el tiempo. Se me lían las neuronas cuando Fulano se encuentra consigo mismo en el pasado y comienzan a interactuar. Creo que ese es el límite exacto de mi inteligencia. El test definitivo que marca la frontera de mi lógico razonar.

Pero vamos a ver... ¿No habíamos quedado en que si viajabas al pasado y movías una piedra, o matabas una mosca, o saludabas a tu vecina, desencadenabas una serie de acontecimientos que cambiaban el futuro y a ti mismo te modificaban? No hay consenso. Puede que me guste tanto la saga de “Regreso al futuro” porque en verdad es la única que sigo sin perderme. Ahí, al menos, el tarado de Doc se ponía frente a una pizarra para explicarle a Marty -y de paso al resto de la lerda humanidad- el lío de las líneas temporales como si se lo explicara a un colegial de cuatro años.

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Me acuerdo mucho del viejo chiste de Groucho Marx en “Sopa de ganso”:

- Hasta un niño de cuatro años podría comprenderlo... Busquen a un crío de cuatro años. A mí me parece chino.

En “Regreso al futuro” hay, como mucho, dos Martys simultáneos que tratan de devolver las cosas a su cauce. Pero es que en “Los cronocrímenes” son tres Karras Elejaldes -y presumimos que muchos más- los que intentan que la jornada campestre transcurra como estaba programada, con sexo en la siesta, tumbona en el jardín y agradable conversación al anochecer, y no lo que finalmente sucede, que es algo así como un "Viernes 13" rodado en los bosques del País Vasco.

La película mola, no digo que no, porque los viajes en el tiempo siempre molan aunque uno se rasque la coronilla como un mono en el zoológico. Ante una pantalla no me importa que me llamen tonto si a cambio me entretienen. Y lo mismo digo de la vida real, la de ahí afuera, que solo conoce una línea temporal imposible de modificar.
Augusto Faroni
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7
21 de febrero de 2022
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"Las películas son más armoniosas que la vida. En ellas no hay atascos ni tiempos muertos". Lo decía el personaje de François Truffaut en “La noche americana”, y aunque la frase suene a poesía para cinéfilos, a disertación de la Nouvelle Vague, lo cierto es que es una verdad como un templo. A este lado de la pantalla, la vida es un transcurrir aburrido, cansino, ocupados como estamos en ganarnos el pan, tramitar los asuntos, desplazarnos de un sitio a otro por las carreteras y las autovías. La vida se nos va en dormir, en preparar café, en vestirnos y desvestirnos. En hacer la comida y en fregar los platos. En encontrar el mando a distancia. En cambiar una bombilla. En esperar a que las heces salgan de su laberinto. En recoger a los niños, esperar el autobús, guardar la cola en la carnicería. La vida de los espectadores no avanza ligera como los trenes en la noche. Eso también lo decía François Truffaut, pero ya no recuerdo dónde.

Michael Winterbotton -que es un cineasta libérrimo que filma más o menos lo que le da la gana- decidió aplicar la máxima de Truffaut para contar la historia de amor entre Lisa y Matt: dos jóvenes que se conocieron en la noche de copas, ciñeron sus cuerpos al ritmo de la música rock, y luego, ya refugiados en la intimidad del apartamento, se entregaron al sexo con la alegría de los humanos guapos que se reconocen como tales. Nueve canciones y nueve polvos: a eso se reduce “Nine Songs”. Nueve canciones que son más o menos la misma, pero nueve polvos que son muy diferentes, juguetones, casi como el catálogo sexual de la juventud moderna que se desea.

“Nine Songs” es cine depurado, deshuesado, reducido a su quintaesencia de momentos decisivos. No tiene los atascos ni los tiempos muertos que Truffaut le achacaba a la vida. Solo está la música que enciende el fuego, y el sexo que apaga la hoguera. 66 minutos que casi son un 69, pero nada más. Todo lo que no sea follar y sonreír, escuchar música y acariciarse, es accesorio y prescindible. Todo eso, lo ajeno, la vida, es la molestia que los mantiene separados en las horas absurdas.
Augusto Faroni
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6
23 de septiembre de 2021
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El pueblo de Schmigadoon es, obviamente, la parodia de Brigadoon, la aldea de la otra película, que volvía a la vida cada 100 años para echarle un ojo al mundo y luego dormitar. Pero si en Brigadoon cantaban y bailaban Gene Kelly y Cyd Charisse, que rompían la pantalla de puro estilosos y fotogénicos, aquí, en Schmigadoon, bailan como patos, y cantan como lerdos, una pareja de tortolitos que se perdieron de excursión.

Pero la gracia es ésa: que alguien como usted, y como yo, que tampoco estamos para tirar cohetes -tú calla, Charlize- salga a buscar el amor verdadero y acabe atrapado en un pueblo del Far West, y en un musical de fantasía, donde brota la música del cielo y todos los habitantes se mueven como bailarines de Broadway, y cantan como triunfitos de la tele. Todo tan mágico, y tan plasta, y tan insoportable. Y tan cursi...

Schmigadoon, la serie, no es gran cosa: una curiosidad, los tres primeros episodios, y un incordio, los tres últimos. Pero ha sembrado en mí la semilla de una idea, de una adaptación al producto nacional. Sería una comedia musical ambientada en La Pedanía, que es el pueblo donde yo vivo, y que si no fuera por los coches innúmeros, y por los teléfonos de la gente, también parecería un Schmigadoon a la ibérica, un Brigadoon del Noroeste, varados en un tiempo como de película de Berlanga. El prota sería yo mismo, claro, cargado con mis películas, mis libros, mis aires de cultureta, sobreviviendo al día a día de estas gentes que no tienen ni puta idea de quién es Gene Kelly, ni Cyd Charisse, ni qué es una plataforma digital.

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Augusto Faroni
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9
27 de agosto de 2021
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A mí es que me ponen una nave espacial, o un superhéroe volando, o una actriz pelirroja fumando un cigarrillo, y ya me quedo enganchado a cualquier cosa. Y, si luego, la cualquier cosa resulta que está muy bien hecha, con diálogos frescos, actores en estado de gracia y actrices en estado de gracio, pues mira, miel sobre hojuelas.

Es lo que me ha pasado, por ejemplo, con El vecino, que tiene la sinopsis imbatible -como diría nuestro presidente- de un superhéroe de andar por casa, de barrio de Madrid. Un remake a la ayusana de El gran héroe americano, donde los personajes no paran de beber cervezas en sus pisos minúsculos o en sus baretos del barrio. La diferencia con el clásico de nuestra infancia es que aquí los superpoderes no los adquiere un hombre adulto, sino un adulto que sólo fingía serlo; un espíritu libre -vamos a decirlo así- que cuando se ve ordenado Caballero de la Galaxia ya no sabe ni qué hacer con su vida.

Si, como sostenía el tío de Peter Parker, un gran poder conlleva una gran responsabilidad, un gran poder, caído en manos de un tipo que es irresponsable por definición, sólo puede originar esto que se ve en pantalla: una serie descacharrante, y bizarra, como aquel supervillano de los cómics de mi infancia, el Bizarro, que era la antítesis especular de todas las virtudes de Supermán. ¿Quiere esto decir que Clara Lago, en la serie, también es la antítesis lamentable de Lois Lane? No. Vamos, ni de coña.

De todos modos, yo entiendo a Javi, el superhéroe madrileño. Je suis Javi. Si a mí me tocara la lotería del superpoder galáctico haría como él: lo primero, arreglar el desaguisado de mi vida, el amor, y el trabajo, y mi relación con el Real Madrid. Y ya luego, una vez alcanzada la paz interior, tan necesaria para abordar cualquier empresa, lanzarme a ayudar a los demás: a detener trenes descarrilados, y a levantar aviones que se caen, y a reponer en su sitio el cartel de Tío Pepe que ya se desplomaba. Las labores habituales de cualquier superhéroe que se precie. No sé si la segunda temporada de El vecino irá de eso. Espero que no. Aún queda mucha tela que cortar en la vida privada de nuestro superhéroe. Muchas risas que echar.

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Augusto Faroni
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5
26 de agosto de 2021
3 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Empiezo a ver Cruella y a los cinco minutos comienzo a preguntarme por qué narices estoy viendo Cruella. En realidad yo no quería verla, la había tachado de la lista, pero el otro día, en la revista de cine, seguramente seducidos, o pagados, o atrapados en una alucinación colectiva, los críticos afirmaban que bueno, que la película no estaba nada mal, que era muy divertida y estaba muy bien hecha; que no era, por supuesto, una obra maestra, pero sí un producto entretenido, notable, fresco, veraniego, muy propio de la época en la que nos encontramos, como los melones y las sandías; una cosa para echarse unas risas y pasar un buen rato en familia, o con los coleguis. En fin, todo ese rollo.

Yo no quería, ya digo, porque me da igual la carnificación y la osificación del dibujo animado de Walt Disney, pero con tanta crítica dulzona y aprobaticia me dio por fijarme en la ficha de la película y ¡ostras!, allí estaba Craig Gillespie, el de Yo, Tonya, que era un peliculón de la hostia, drigiendo la función, y ¡ostras Pedrín!, Emma Stone, mi Emma, la mujer de los ojazos como lunas y la sonrisa como princesa, haciendo de la mismísima Cruella con el pelazo medio negro y medio blanco, como la medida de su alma, supongo.

Así que plegué velas, recogí cable, dije Diego donde dije digo, o viceversa, y me dejé llevar por el artificio americano y por el tinto de verano. Emma Stone tardó quince minutos intolerables en salir a escena. Cuando salió, eso sí, estaba guapísima, pelirroja, acerada, comiéndose la pantalla en cada parpadeo y en cada mirada fija. Pero ya era demasiado tarde: la película, como yo me temía, es una soberana estupidez, una mezcla imposible de Oliver Twist con El diablo viste de Prada, algo cacofónico y muy chorra. Así que apagué la atención y me puse a otras cosas. En mis párpados cerrados todavía flotaba la belleza de Emma Stone, sonriéndome comprensiva. Ella me entiende.


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Augusto Faroni
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