La imaginación nos lleva lejos, en algunos casos, hasta galaxias muy, muy lejanas. Sin embargo, es necesario algo más que nuestra simple capacidad de fabular. Se necesita creer en ello e intentarlo.

“No, no lo intentes. Hazlo”, nos interrumpe el maestro Yoda. Sus ojos nos desafían desde la fragilidad de su pequeño cuerpo.

“El imperio contraataca” fue, para toda una generación de niños, pequeños y no tan pequeños, la palanca del Halcón Milenario que nos permitió pasar al hiperespacio, lugares más allá de la realidad donde las fantasías se podían vivir.

“Nosotros, seres luminosos somos”, continúa enseñándonos Yoda, “No esta materia bruta”, y eleva su bastón, presionando con la punta de madera nuestro hombro.

Un universo de acción y aventura, donde brilla con luz propia el romance y gravita un sentido de la maravilla que lo cohesiona todo. El humor también deja su rastro en el cielo de esta espectacular producción, como una lluvia de meteoritos. Y no falta la épica, sustentada en la eterna lucha entre el bien y el mal.

Una fantasía espacial.

“No puedo creerlo”, exclamamos y nos desanimamos, como hizo una vez Luke Skywalker, cuando la realidad derrumba nuestras ilusiones.

“Por eso fracasaste”, nos responde Yoda.

Y tal vez por eso nunca podremos darle la espalda a esta película, porque creemos en ella. Lo hacemos como un niño, uno pequeño o no tan pequeño, que espera con ilusión ese momento mágico, cuando las luces de la sala de cine se apagan y se ilumina la pantalla de oscuridad estelar. Es entonces, en esos cinco segundos de silencio, cuando leemos, en letras teñidas de azul celeste, la realidad.

Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana.

Excelente, inolvidable y vital, “El imperio contraataca” es ya parte de la historia del séptimo arte. Sería bueno reconocer que el tiempo ha golpeado algunos de los elementos más novedosos que supuso la trilogía original de “La guerra de las galaxias”, pero más allá de lo visual, esta es una epopeya con un alma inabarcable y fuerza, mucha fuerza.

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Con las características propias del cine de Jeunet, “Micmacs” supuso el primer paso atrás en la trayectoria del brillante realizador francés.

Ni su apabullante diseño de producción ni esa puesta en escena milimétrica. Ni su acabado perfecto y pulido ni sus giros de guión cargados de originalidad. Todo queda deslucido al ceñirse al ritual de la simple repetición. Hablamos de aquella fórmula que tanto nos sorprendiera en su momento, a finales de 1991, cuando se estrenó “Delicatessen”.

Sigue, en cambio, enganchando el hilo a cuento fantástico con ribetes románticos. Sigue, también, encandilando su tono musical, irónico y humanista. Y, desde luego, sigue embriagando, y mucho, ese aroma a barriada parisina donde, en un momento u otro, habremos de toparnos con la sombra del maestro Tati.

David Lean construye con entereza y pulso firme esta aventura desde los cimientos de un sorprendente episodio ocurrido en la Segunda Guerra Mundial. Se trata de una propuesta de elevadas proporciones fílmicas que acerca orillas tan alejadas en apariencia como la victoria y la derrota, el honor y la ignominia, la verdad y el engaño. Las secuencias parecen arrancadas del interior de las selvas del sudeste asiático donde fueron rodadas. Casi se percibe, en cada fotograma, una pátina de algo así como un sudor espeso o una riada de un limo fangoso o, incluso, ese rastro de savia esmeralda que deja en la piel el paso durante horas por lo más profundo de un salvaje bosque tropical. Y todo ello sin dejar de trasmitir también la elegancia inglesa de la que siempre hace gala al dirigir David Lean.

Se veía venir.

En la trayectoria de todo actor que se precie siempre terminamos topándonos con su proyecto más crepuscular. Se trata de uno de esos trabajos donde éste decide alejarse definitivamente del rol asignado hasta ese momento en la industria de los sueños. En Hollywood, el paso de los años se lleva mal con la eterna juventud, aquella que deberían encarnar siempre las estrellas.

Llega un momento en el cual, un actor o actriz debe iniciar una nueva etapa.

Además, si eres director, este paso se hace más llevadero. Así ocurrió con Eastwood y su “Sin perdón” (1992) o Costner y su “Open Range” (2003). El western siempre ha sido terreno abonado para personajes crepusculares. Y algo de ese tono, bajo los largos y fríos atardeceres polares, se deja traslucir en el rostro y en el personaje que interpreta con cadencia, melancolía y gravedad el bueno de Clooney en “Cielo de medianoche”. También se le ve bastante decrépito, soportando el peso de la edad y de cierta enfermedad

Aún así, “Cielo de medianoche” es una película con espíritu aventurero y familiar, donde la supervivencia hace las veces de motor. Por desgracia, es también un film que dilata el elemento emotivo y conmovedor, reservándolo para los últimos minutos. De esta forma, ese instante dramático impacta en el espectador como lo haría un enorme meteorito en el planeta Tierra justo al final del Cretácico.

Este elegiaco, sombrío y magnético drama de largo recorrido es, de manera sorprendente, tan creativo como hierático, tan doloroso como lacónico. Un film que se adentra en la delgada línea que conecta los sentimientos más profundos de sus personajes con los pliegues y muecas de su exterioridad. Pistas inservibles, carreteras obstruidas, autovías rotas en dos. Hasta que alguien llega para reparar aquellos caminos por los que un día vuelven a circular. Libres, ya, del dolor que les hizo estacionar su vehículo en el arcén d66e la vida o en el proscenio de las tablas de un teatro. Tan difícil de separar lo uno de lo otro.

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