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Críticas de Strhoeimniano
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Críticas 110
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
10
4 de julio de 2013
4 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Llego a mi crítica número 100. Creo que un número como este hay que celebrarlo. Así que permitirme que os invite, igual que ocurriría si nos encontrásemos por la calle, al mejor lugar para celebrar el amor por el cine. Y qué mejor cita para una celebración que otra: “Amarcord.” Y por qué digo que esta película es una festín, pues porque en sus fotogramas son una muestra magistral de todo lo que hasta ese momento había sido el cine de este personalísimo y genial autor: Federico Fellini. En esta obra, que relata con la colaboración de uno de los mejores guionistas del cine europeo: Tonino Guerra, que a partir de esta colaboración se convertiría en su guionista habitual, los que podrían ser los recuerdos del propio director durante su adolescencia en Rimini a través de una serie de evocaciones que describen la vida cotidiana de este pueblo durante el auge del fascismo. Como digo, en sus fotogramas encontramos al Fellini de “Los inútiles,” de “El jeque blanco”, de “Las noches de Cabiria,” pero también a un Fellini más barroco y presente en películas como “Bocaccio'70,” “Roma,” o “Fellini Satiricon;” y también encontrarás, como no, anunciadas obras posteriores como “El Casanova de Fellini,” “Y la nave va.” Todo su genio, toda esa mirada tan particular que tenía este gran artista italiano, toda su sensibilidad está aquí esperándote en cientos de secuencias.
El guión es maravilloso. En sí no es un guión lineal que nos cuente una única historia con su inicio, nudo y desenlace. “Amarcord” está preñada de ellas. Son historias y es Historia (maravillosa la secuencia de la celebración del “Día de Roma” con ese desfile de los camisas negras a ritmo de sprint); historias contadas en letra minúscula, de gente anónima, pero entrañable, y que hacen y sostienen esa Historia en mayúscula, que luego les tocará aprender. En sí son estampas, todas evocadoras; pero a la vez, todas emocionales: los recuerdos sobre sus profesores; el despertar al erotismo (espléndida la secuencia de la estanquera interpretada por Maria Antonietta Beluzzi); la leyenda de la “Gradisca;” la “Volpina;” o el día campestre, con tío subido al árbol incluido, son algunos de los muchos hitos de esta película.
Lo magistral es que Fellini logra integrar distintos discursos cinematográficos hasta componer uno de los ejercicios más libres del cine europeo. “Amarcord” dista mucho de ser un ejercicio clásico, aunque en apariencia así lo parezca, pero Fellini es un autor, un artista que maneja a su gusto todas las leyes del 7º Arte. Así hay personajes que se dirigen directamente a la cámara sin por ello “romper” el hechizo que tiene el cine, como el historiador local; momentos legendarios que son interpretados desde un delirio fantasioso como la visita del jeque (con harén incluido), o la excursión a ver el paso del trasatlántico, convirtiendo así a “Amarcord” no en una película realista, sino en una evocación maravillosa plagada de realismo pero también de magia.
El reparto, como en todas las películas del maestro italiano, es magistral. Desde los que podemos calificar de protagonistas: Pupella Maggio, la madre de “Titta,” de algún modo del alterego de Fellini y que interpreta de un modo muy naturalista el debutante, Bruno Zannin; Armando Brancia, el padre; pero este reconocimiento sería para cada uno de los que aparece en esta historia. La mano de Fellini se muestra acertada al contar con esa serie de rostros, que él transforma en máscaras, convirtiéndose así en arquetipos, en iconos del personaje que interpretan. La variedad de personajes es enorme (riqueza que se ha perdido definitivamente en el cine italiano actual; al igual que en el español, pues fuera de autores como Álex de la Iglesia, o el propio Almodóvar, poca diversidad de gentes se muestra en las pantallas), y muchos de ellos son definidos por la apariencia física exclusivamente; pero aún así, pese al paso breve y fugaz, cada uno de los personajes que aparece en este fresco está perfectamente retratado. Y no podía ser de otro modo. Las composiciones de plano de Fellini son magistrales, hermosas, pictóricas, pero plenas de esa energía que llamamos vida. Claro que para eso contaba con su colaborador habitual detrás de las cámaras: el gran Giuseppe Rotunno.
Punto aparte merece la banda sonora. Cualquiera de sus evocadoras quedaron con nosotros desde la primera vez que tuvimos el placer de escucharlas. Esa música que ofrece un traje maravilloso a todas las imágenes con las que Fellini cautiva nuestra atención. La melancolía que se desprende de sus notas (para ejemplo esa música de acordeón con la que despide la película) consigue hacerse cercana sin llegar a la amargura. Igual que con Berlanga, la comedia en Fellini es una visión inédita sobre lo rodado, sobre mostrar esa verdad última que hace tambalearse toda esa ampulosidad que tenemos los seres humanos a la hora de escribir la historia, y hacerlo desde la caricatura, pero también desde el cariño.
En resumen, disfruta de esta invitación a ver uno de los mejores autores que ha dado el cine europeo, con un universo tan reconocible como entrañable. Ahora que está próximo el décimo aniversario de su fallecimiento, solo me queda decir: ¡¡Cómo te echamos en falta, Fellini!! Y gracias, maestro, por existir.
Strhoeimniano
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10
29 de junio de 2013
10 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Contaba Borau que el origen de esta gran película residía en una única imagen: un bosque y la gran e inquietante Lola Gaos. A partir de ese motivo, el director y Gutiérrez Aragón idearon un guión en torno a esa imagen. La inspiración les llegaría por el nombre de un personaje interpretado por esta gran actriz: la abnegada y servil “Saturna” de “Tristana,” de Luis Buñuel. Es la imagen de Saturno devorando a sus hijos la que construye a la cruel y tiránica “Martina” de “Furtivos.”
Para entender el impacto de esta película es necesario recordar el contexto histórico en el que se estrenó: el año 1975. Así, no se puede ver la historia, sin recurrir a la Historia. Ese bosque, pacífico, otoñal, frío, que oculta tras esa paz una inusitada crueldad no deja de ser una metáfora bastante realista de la España de aquel tiempo que bajo una paz, aparente y forzada, ocultaba la crueldad de una feroz dictadura.
Como dije, la película se construye en torno al personaje de Martina. Así, el resto del reparto se aprobó en función de dos premisas. Primera: que fueran rostros desconocidos, con apariencia de estar lo más pegados a la tierra en la que se desarrolla la historia; segunda: que hubiera “química” entre ellos y la magnífica Lola Gaos. Las dos premisas se cumplen de modo sobrado. Tanto Montllor, como la debutante Alicia Sánchez, no sabes muy bien si son actores o hijos de esa tierra olvidada en el tiempo. Sus actuaciones están impregnadas de un naturalismo estremecedor, muy a tono con el estilo de la película.
El acierto de Borau es ofrecer una perspectiva esencialmente naturalista, de un realismo feroz que no claudica ni ante las crueldades que salpican este cuento terrorífico. Obrando de este modo, Borau consigue unir dos crueldades: por un lado la de la naturaleza que, como dije antes, en su aparente paz esconde la atrocidad; y por otro, la crueldad como obra innata de la raza humana. En el primer caso, la naturaleza de Borau es agresiva, hermosa pero desapacible para el hombre, fría, destemplada, atroz, y, sobre todo: inhóspita. De hecho, de un modo u otro, todos los personajes se pierden en el bosque, sólo el “furtivo” sabe por dónde ir. Metafórico, ¿verdad? Para el segundo, la mejor ilustración que se pudo encontrar fue el cuerpo enjuto de la Lola y la voz rota de la Gaos. “Martina” es la madre cruel, el amor como expresión del egoísmo, los miedos como el detonante de sus violencias. Su expresión es arisca, rabiosa, casi animal (hay momentos en los que el gesto de sus ojos es feroz, como los de una loba). De hecho, su comportamiento no sabe de moralidades (excelente la secuencia del incesto), es como un brote más de esa tierra que pisa: salvaje. Y para llegar eso había que contar con la magistral Lola Gaos. Su actuación es tan grande, y más si tenemos en cuenta que ella, como persona, estaba en los antípodas del personaje que interpretaba, que está insuperable. Hay momentos en los que es terrorífica, brutal; otros, en los que su temor se desnuda en ese rostro surcado por la angustia, hasta hacer entender todas las aristas que tiene esa compleja madre, con una maldad que se lee en los ojos. En resumen: está tan magnífica que se te graba en la retina. Pero nada desmerece al resto del reparto que, aunque sin alcanzar la altura de la Gaos porque su papel es un auténtico “bombón,” está genial. Podemos ver otro de los prodigiosos trabajos del recordado Ismael Merlo, aquí interpretando a un cura que lo mismo intercede en el mercadeo de unas pieles que da la última comunión y, de alguna manera bendice, el destino que tomará el personaje de “Martina.” El mismo Borau también interpreta aquí a un autoritario Gobernador Civil (fue actor ocasional de muchos de los títulos de su productora “El Imán,” aunque se puso a las órdenes de Berlanga en la alocada y esperpéntica “Todos a la cárcel”), cúpula en aquel tiempo del poder en la ciudad por lo que era uno de los cargos más importantes y ambicionados de la dictadura, hecho que ilustra muy bien la película.
En resumen, una obra maestra llena de una belleza muy particular (la fotografía es otro de los grandes trabajos de Luis Cuadrado) y de una crueldad arrolladora. El retrato de una España en la que el lobo no tardaría en morir para que pudiéramos vivir en paz, y LIBRES, TODOS/AS LOS FURTIVOS/AS. Amén.
Strhoeimniano
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10
22 de junio de 2013
18 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si Hollywood filma musicales con las composiciones de Cole Porter, Irving Berling, o Rodgers & Hart y tantos otros, porqué nuestra industria no iba a hacer lo mismo teniendo a mano autores tan magistrales como los archifamosos Quintero, León y Quiroga, o al maestro Solano o a Juan Mostazo. La prueba de que se puede hacer un genero tan poco visitado por el cine español como el musical, y hacerlo bien, es “Las cosas del querer.” Trasunto de la vida del cantante republicano, Miguel de Molina, pese al letrero final que excluye esta posibilidad por la ruin razón de no pagar derechos de autor, hecho del que se queja en su autobiografía “Botín de guerra.” Si bien es una versión libre, el personaje de Ángela Molina (Pepìta/Dora) no existe, en lo esencial están recogidas las andanzas del gran cantante en los breves años que pasó en España durante la dictadura de Franco.
Pero para eso nos narra la historia de tres personajes: Pepita, una emigrante andaluza que se quiere abrir camino en el mundo de la copla; Mario (Manuel Bandera), un cantante homosexual que inicia su carrera como pareja artística de “Dora,” y Juan (Ángel de Andrés) un pianista y director que pasa a formar parte del grupo. Los destinos de estos tres personajes se cruzan a finales de la Guerra Civil, en el bombardeado Madrid de aquellos años y entran en la lucha por la vida y sus sueños en la famélica posguerra.
Chávarri mostrará este ascenso musical sobre el fondo de un Madrid derruido por las bombas. Es magistral cómo muestra a los vencedores, como desnuda sus rencores, sus privilegios vividos como derechos, y sus abusos mostrados como una cara más de “su justicia;” Pero aún así es más revelador como dentro de esos apuntes, la mirada del director madrileño va a más mostrando lo que no se quiere ver: el miedo, la falta absoluta de libertad. La “paz” sin justicia que se vivía (magistral el momento en que el gran Rafael Alonso, aquí un Gobernador Civil bastante cabroncete, imita la voz aflautada de Franco y dándose cuenta de su audacia, cambia rápidamente el tono; o cuando Ángela Molina canta en su debut cinematográfico la doble versión del “El morongo”, totalmente folclórica para el sufriente país, y extremadamente erótica para la doble versión). Pero al lado de estas sombras, Chávarri también nos muestra la luz del amor, de muchos amores pues en el terceto protagonista este sentimiento toma todas las direcciones, aunque no todas son correspondidas.
Pero vamos a lo realmente magistral de esta película. Primero, Chávarri la dota de un aspecto visual único. Pese a lo sombrío de la época (magníficamente retratado por los personajes y los exteriores), es una película colorista, con esos colores que tiene el cine musical. A esto contribuye la fotografía del veterano Hans Bürmann, pero también un vestuario muy, pero muy cuidado de Mª García Montes y Mª Luisa Zabala (estuvieron nominados a los Goya, pero incomprensiblemente no ganaron pese a diseñar un vestuario muy medido y elegante, que caracteriza perfectamente al personaje y al momento), y sobre todo integra de una manera muy natural los abundantes y sabrosos números musicales.
Esto me lleva a hablar de las joyas de la corona: Ángela Molina & Manuel Bandera (Ángel de Andrés está inconmensurable, pero su papel no tiene tanto alcance como el que magistralmente interpreta esta pareja de actorazos). Oírlos cantar es un placer colmado de alegría. Dotan a las versiones que interpretan de un color y calidez que las hace más cercanas; además, las interpretan maravillosamente. Ver a Manuel Bandera cantando “Te lo juro yo...” y si resistes pasar la canción sin estremecerte, entonces pellízcate, quizás estés muerto; sin embargo, una interpretación tan vivida como la suya ni siquiera tuvo el reconocimiento de la Academia de Cine, que lo ignoró a la hora de las nominaciones (si designo a Ángela Molina, aunque finalmente se lo llevó magnífica, Rafaela Aparicio por “El mar y el tiempo,” de Fernán Gómez); pero no solo ellos brillan en las canciones, María Barranco está que se sale, o la misma Eva León, de breve pero sabroso paso en este festín que es “Las cosas del querer.” Un convite en el que la copla es la principal agasajada: “Las cosas del querer,” “La bien paga,” o “Herencia gitana” son alguno de esos platos sabrosos que conquistan tu gusto. Pero los aciertos continúan con la elección del reparto. Señalar a la mezzosoprano, Mary Carmen Ramírez, interpretando a una “mamá de la artista” a medio camino de la alcahuetería, o a la gran Amparo Baró o Diana Peñalver que, como grandes que son, bordan sus papeles. Pero aunque todas las actuaciones están maravillosas, como la de Santiago Ramos, inmortalizando a un Cesareo González tan gallego como la muñeira, la química que se establece entre el terceto protagonista es deslumbrante. Hay una intimidad entre ellos que traspasa la pantalla, tanto en los momentos de pura complicidad como en aquellos en los que el amor se expresa en silencio, con el hambre de los ojos.
En resumen, una buena muestra del exiguo cine musical español, que sigue tan fresco como el día de su estreno (por cierto, fue un éxito de taquilla, lo que llevo a producir una segunda parte que hincaba el diente en la etapa argentina, aunque sin lograr la redondez de esta película), o tan añejo como ese sabor que tiene ciertas películas en su singladura hacia el puerto que los consagra como clásicos. El tiempo, que es el que imparte la justicia final, dirá... Mientras, escúchales cantar. Merece la pena.
Strhoeimniano
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10
22 de junio de 2013
17 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con una historia de Cesare Zavattini, guionista de las películas más importantes de V. de Sica como: “Ladrón de bicicletas,” “Milagro en Milán,” o “Umberto D,” y uno de los grandes teóricos del neorrealismo italiano, y guión del propio Visconti con la colaboración de F. Rossi y Suso Cecchi D'Amico (otro de los guionistas importantes del neorrealismo que dejó su huella en “Roma, ciudad abierta,” “Ladrón de bicicletas,” o “Milagro en Milán”), el director milanés realiza su tercer largometraje contando con la colaboración de la gran Anna Magnani.
La historia que nos narra es la madre de un barrio obrero que deslumbrada por los mitos fáciles quiere escapar de toda la miseria que la rodea. Para eso cuenta con su mejor pasaporte: su pequeña hija María (magistralmente interpretada por la niña Tina Apicella) a la que presenta a unas pruebas para la próxima película del director Blasetti. Maddalena (Anna Magnani) no reparará en ímprobos sacrificios con tal de cumplir su obsesión.
Visconti nos ofrece este último drama neorrealista antes de embarcarse en proyectos más “barrocos” (su siguiente largometraje sería “Senso,” y no volvería a los presupuestos neorrealistas hasta rodar “Rocco y sus hermanos,” con la que finalizaría este ciclo para entregar posteriormente obras como “El Gatopardo,” “La caída de los dioses,” o “Muerte en Venecia”). La película atrapa a la perfección ese carácter italiano que encontraba en la Magnani el mejor vehículo para mostrarlo. Parece ser que la Magnani era un volcán de emociones y en perpetua creación (la “romántica” escena del río con Walter Chiari es una improvisación de ella), pero ese carácter abrumador halló en Visconti a un gran domador que pudo domesticar su avasalladora energía. La película es ella. Desde el minuto uno su gran expresividad llena la pantalla hasta traspasarla con esa autenticidad apabullante que tenía esta gran actriz. No importa el plano en el que nos la muestre, la Magnani reina.
La película es un drama soterrado, sepultado en la mirada y las carnes de la Magnani, genialmente filmado por Visconti. Es maravilloso ver el latir de la vida que ofrece Luchino, lleno de momentos puramente documentales, pero con una puesta en escena cuidadísima, significativa, jugando con el cine dentro del cine (del que no realiza un retrato precisamente amable). Podemos elegir cualquier secuencia y en ella Visconti mostrará ese vivir lleno de momentos excepcionalmente cómicos (las clases de baile, los rumores de la espera en el casting, el corte de pelo de María, etc.) pero que adquieren otro peso ante la mirada que vemos en la Magnani; lo mismo ocurre cuando la secuencia es plenamente dramática (la visión de la prueba de la niña, el deambular por la noche romana o la llegada a casa), la franqueza y autenticidad de la Magnani la catapultan a altura que sólo ella podía alcanzar. Los primeros planos te dejan sin aliento. Mudo y asombrado ante la expresividad que logra esta gran actriz italiana. Su rostro, con esa fuerza que proyecta, es una gran mascara en la que cabe de todo, pues Visconti le ofrece un papel con todos los ingredientes para hacer una composición magistral. Pero no está ella sola. La galería de personajes que asoma por esta magistral película tejen un tapiz de una riqueza de la que ahora carece el cine italiano. Desde los caracteres populares (la descripción de la vida del barrio, del edificio es rica con personajes como la portera, las vecinas, la indolente paciente a la que pincha Maddalena, su suegra, etc.) hasta otros más compuestos y cinematográficos como el propio Walter Chiari que aquí interpreta Alberto Annovazzi, un trabajador del cine que en su lucha por sobrevivir no sabe de escrúpulos, o la “aparecida” Mimmeta (interpretada por Linda Sini), una actriz olvidada, dejada al borde del camino y la vida, y que se encargará de la dicción de la pequeña María en su búsqueda, como los demás personajes de la obra, de una supervivencia que se hace difícil.
Merece un comentario la visión que Visconti ofrece del cine. Como dije, su retrato no es benévolo, por lo menos con la clase de cine en el que espera triunfar María. Aunque no se nos dice mucho del proyecto, lo poco que sabemos nos hace intuir que no realizarán una película muy pegada a la realidad (magistral la secuencia del fotógrafo en la que otra madre habla de la película convencida de que su hija conseguirá el papel embutida en un tutú); por otra parte, esos retratos breves pero certeros, nos hacen ver que esta profesión está llena de directores soberbios y cretinos que puede que tengan sensibilidad para gastar película, pero no para comprender ni la humanidad a la que filman ni a las personas que tienen delante. De hecho, su retrato finaliza mostrando ese sueño al que aspiran como una pesadilla donde el precio a pagar es nada más y nada menos que la dignidad.
El final maravilloso. Fijaros en la carnalidad de la Magnani en esa secuencia final cuando abraza a su marido. Magistral, ¿verdad? No podía ser menos. En “Bellísima” todo brilla a esa altura.
Strhoeimniano
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10
14 de junio de 2013
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Jack Arnold concentró lo mejor y más interesante de su producción, que es bastante prolífica: 83 títulos, en la década de los años 50. En siete años escasos de esa década realizó, nada más y nada menos, que 18 películas. Cuando uno ve una película de este interesante director ( “Tarántula,” o “Llegó del más allá,” por ejemplo) siente que se halla en lo más profundo del modo de vida americano. Sin embargo, pese a esos escenarios tan inequívocamente americanos, el mundo que refleja Arnold pronto deja de ser terrenal. Alienígenas del espacio exterior o gigantescas arañas dotan a este espacio familiar de un mal sombrío y amenazante que te sobrecogerá.
“El increíble hombre menguante,” aparte de ser una de las mejores películas de ciencia ficción de todos los tiempos, es la mejor muestra de esta constante en su obra. El director lleva a la pantalla una novela de Richard Matheson, que realiza aquí uno de sus primeros trabajos como guionista. En si, lleva los preceptos que había planteado en “Tarántula” a un más difícil todavía, pues aquí la amenaza no será el gigantismo, sino la normalidad más cotidiana sólo que contemplada desde una nueva y magistral perspectiva.
La historia es cien por cien, Matheson y responde a esa ley del terror que dice que este llega en el momento en el que lo “extraño” aparece en la normalidad; sólo que aquí el planteamiento es, si cabe, más arriesgado pues lo que resultará ser una amenaza es lo cotidiano, la pura cotidianidad de ese fortín en el que nos parapetamos y llamamos “hogar.” La historia que nos narra es la de Scott que durante una excursión al lago atraviesa una misteriosa niebla. Tiempo después comienza a mermar su tamaño.
Lo magistral es cómo nos muestra el proceso. Por ejemplo, el momento en que se entera de que algo raro sucede es empleando un elemento que en la historia del cine nunca supuso amenaza alguna: el beso. Cuando su mujer comprueba que no tiene que ponerse de puntillas para besarlo, un escalofrío se apodera de nosotros como espectadores. Lo maravilloso de Arnold es que un elemento aparentemente inocuo como ese, se revela como terrorífico. Esta estrategia estará presente a lo largo de toda la película. La mirada de Arnold sobre el terror es asombrosamente moderna, y comparte esta visión con “La parada de los monstruos,” a la que por cierto realiza un sentido homenaje con la amistad de Scott con el enano. Desde esta renovada perspectiva, lo que nos dice Arnold y Matheson es que el terror surge de la mirada, de cómo interpretamos eso que estamos viendo, es decir: no propone un mundo, sino una forma de mirar ese mundo. Pero hasta en eso hay escalas. Al principio de la película, cuando comienza a consultar su “anormalidad,” todo el mundo intenta darle los mismos ánimos que se le dan a un enfermo, hasta su mujer, refiriéndose al anillo de bodas, le dice: “Mientras lo tengas, me tendrás a mí.” Por supuesto, Arnold mostrará, breve tiempo después, como la pérdida del anillo refleja la pérdida de confianza de su entorno, pero también la soledad más absoluta de Scott respecto a la situación que está viviendo.
Pierde un mundo; pero descubre otro. Como decía anteriormente en esta película hay escalas: poco a poco Scott se va percatando de como lo desconocido va surgiendo ante él (De medir, 1'85 pasa a necesitar ayuda para bajar del sofá y a terminar viviendo en una casa de muñecas). El mundo antes tan acogedor lo va expulsando poco a poco. Es curioso como esta expulsión ocurre en el mismo momento en que Scott cambia de actitud ante su situación: pasa de ser pasivo a activo.
Cuando comentaba antes el poder de Jack Arnold para hacer irreales lo espacios más terrenales es en esta película donde encontramos la mejor muestra de su genio: el sótano. Este espacio, al que cae accidentalmente, se revela como un espacio hostil e inhóspito. Ya no tiene sitio (sentido), en el “mundo de arriba” (lo que era su hogar, en definitiva), así que es expulsado al “mundo de abajo” (que para Scott viene a ser como si aterrizara, de repente, en Dantooine, por poner un caso; además a esta expulsión se le añade el suspense de la partida de su mujer). Y ahí, en ese territorio desconocido, solo cuenta con una herramienta: su ingenio.
Respecto al final que la palabra “Dios” figure en ese parlamento, es una imposición de la productora. Ni Arnold ni Matheson querían dar tal pretenciosidad a la historia; pero esta inclusión no logra tumbar la que quizá sea la mejor película que ha tratado el tema de las mutaciones y que tiene más chicha de la que aparenta. Una genialidad de un hombre que brilló con una singularidad única en la ciencia ficción.
Pero terminemos la crítica siendo redundante: OBRA MAESTRA, repito, OBRA MAESTRA.
¿Se me escucha? ¿Se me ve...?
Strhoeimniano
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