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Críticas de el pastor de la polvorosa
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Críticas 141
Críticas ordenadas por utilidad
8
3 de marzo de 2013
21 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tabú nos habla de algunas cosas muy serias con un humor muy particular, pero demanda un espectador dispuesto a entrar en el juego que plantea, que es muy diferente, pese a algunas apariencias, del cine narrativo convencional. Tampoco se limita a jugar la carta de la nostalgia cinéfila, y el objeto de su homenaje lo deja claro: pues Tabú de Murnau no es un clásico para el regodeo sentimental, sino para el presente y el futuro del cine.

La película se divide en dos partes, precedidas por un prólogo distanciador y metafórico, que marca el tono del conjunto (aunque ninguna de las tres secciones se parece entre sí, ni en la forma ni en el contenido de lo narrado).

Sigo en spoiler porque me parece que la sorpresa es esencial en esta película (y temo que la espesura de lo que he conseguido redactar pudiera no ser la mejor introducción para quien no la haya visto; eso sí, que quede claro que recomiendo verla, salvo a alérgicos a lo posmoderno).
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el pastor de la polvorosa
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10
9 de enero de 2018
19 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Antes de empezar a escribir sobre una película como esta, en realidad sobre todas las películas, habría que recordar las palabras de advertencia de Danièle Huillet: "entre lo que uno siente cuando ve la película y lo que trata después de expresar, hay siempre un abismo".

Recurriendo una vez más al anacronismo ("Othon", "Lecciones de historia"), Huillet y Straub filman aquí espacios en los que, en otro tiempo, hubo revueltas o revoluciones, mientras que una voz en "off" lee textos que analizan las causas y consecuencias políticas de aquellos procesos. La primera parte se inicia dando vueltas hasta la saciedad en torno a un vacío: la desaparecida fortaleza de la Bastilla, emblema de la revolución de 1789, y luego contempla paisajes de la Francia rural a la luz de las palabras, de estructura también repetitiva, de una carta de Engels, leídas por Danièle Huillet. Aquí apenas se ven personas, que son sustituidas por sus propiedades: casas, coches, plantaciones; pero también, y sobre todo, está presente la naturaleza, los árboles, el canto de los pájaros, las nubes que pasan, despejando o velando la luz del sol.

La segunda parte, de mayor duración, está rodada en Egipto, y le sirve de contrapunto un texto de Mahmoud Hussein sobre las luchas sociales en aquel país entre 1945 y 1970, dicho por un hombre con acento árabe. Las tomas incluyen panorámicas de los campos y los caminos de tierra, las vías de ferrocarril siempre desiertas, y también largos planos fijos; cerca del final, un prolongado travelling a lo largo de un camino de sirga a la orilla de un canal responde al travelling circular que abría la primera parte. En el fondo, tampoco este recorrido conduce a ninguna parte, pero uno tiene la sensación de que para Egipto todavía hay esperanza: la visión dialéctica de las dos partes asigna a Francia el diagnóstico de “demasiado tarde”. A diferencia del campo francés, sumido en un letargo como de museo, Egipto aparece lleno de vida: como los Lumière, los Straub filman la salida de los obreros de una fábrica y el movimiento de personas, que interactúan con la cámara de un modo muy diferente al de los europeos, alrededor de sus puertas. En un plano posterior, en un árido barrio de construcción planificada, dejamos de escuchar, quizá por primera vez desde la secuencia inicial, el canto de los pájaros, pero este es sustituido por los silbidos de los niños, que provocan a un policía equipado con un látigo que trata de mantenerlos lejos de la carretera y de la cámara.

En una entrevista sobre "Trop tôt, trop tard", Straub citó a Brakhage y "El arte de la visión": esto puede ayudar a situar la película, que se inserta con coherencia en su obra pero supone un paso más en su voluntad de transparencia ascética y sensual, de limpiar los ojos y los oídos, de aprender a cantar antes de poder volver a hablar; como escribió Nietzsche para el convaleciente, hastiado de ver cómo la historia se repite en el eterno retorno de la pequeñez humana:

“No sigas hablando, convaleciente –así le respondieron sus animales–, sino sal fuera donde el mundo está esperándote como un jardín.
¡Sal fuera junto a las rosas y las abejas y las bandadas de palomas! Pero de una manera especial junto a los pájaros que cantan, ¡para que de ellos aprendas a cantar!
Porque cantar es para convalecientes; al sano le gusta hablar.”

La película puede considerarse como un gesto político, más que como un texto político; aunque su objetivo fuera transmitir unas determinadas ideas, las imágenes, y los sonidos que las acompañan inseparablemente, tienen más peso en último término. No es que los cineastas se pasen al lado de Aarón y su visión burguesa de las imágenes, de la cultura (“Veneraos a vosotros mismos en este símbolo”); pero parecen más lejos que nunca de la cabeza de Moisés.

Los planos no siguen ningún esquema reconocible, ninguna voluntad “expresiva”: las panorámicas van y vuelven, como pretendiendo romper toda expectativa, o quizás volver a algo que pudo escaparse en la primera ojeada. Los dioses del azar y la paciencia, los únicos en que creen Straub y Huillet, regalan imágenes que ninguna representación podría igualar: el paso de un pájaro en vuelo, la nobleza de un campesino caminando con su azada al hombro, una mujer vestida de rojo por el centro de un camino, una joven que lee un libro mientras avanza a lomos de un burro… Y el viento, siempre presente, como señaló en su día Serge Daney, recordando que nada es inmutable, y también la frase de Endimion en "La fiera" (diálogo de Pavese adaptado por Straub en "Le genou d'Artemide"): "A veces pienso que somos como el viento que transcurre impalpable"; y el río, que disuelve el reflejo de los modernos edificios, gigantes con pies de barro.

Texto publicado en: https://navegandohaciamoonfleet.wordpress.com/
el pastor de la polvorosa
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10
28 de julio de 2012
20 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
Narrativa pero no explicativa, poética por su concepción basada en la analogía, por su precisión en la pintura de los detalles y las sensaciones, pero sin sombra de blandura ni narcisismo, Andrei Rubliov es una película sin concesiones, infinitamente ambiciosa, brillante e implacable. Su aparente dispersión se ve encauzada por la fuerza de arrastre de su corriente principal, que muestra precisamente la fuerza misteriosa que empuja al artista a cumplir su vocación casi religiosa en un mundo hostil (el personaje del monje Rubliov deja claro que su verdadera religión es el arte, y no la religión ortodoxa, con la que se permite licencias probablemente anacrónicas en su búsqueda personal de la verdad).

Nunca ningún director de cine había asumido antes con tal intensidad esta idea del arte como religión verdadera, creada por los filósofos y poetas del romanticismo, continuada por algunos herederos a lo largo del siglo XX (desde Heidegger hasta el surrealismo), y en ello radica el magnetismo de la figura de Tarkovsky, que desborda el ámbito de la cinefilia.

La película mezcla la épica y la lírica de forma esforzada y experimental, sin la simplicidad con que lo lograban los poemas medievales o, dentro de la tradición rusa, el Eugenio Oneguin de Puschkin. A pesar de su ambición (lograda) de recrear todo un mundo a la vez remoto y cercano, de su carácter coral y polifónico, la película transmite también la sensación de estar escrita en primera persona: Tarkovsky crea su correlato objetivo en la figura de Rubliov el artista espiritual (del que genera una biografía ficticia y simbólica). A su vez, Rubliov se reconoce en el personaje de Boriska, el constructor de la campana gigante: como él, Tarkovsky fue capaz de organizar y llevar a término un proyecto épico por su ambición y dimensiones, lleno de dificultades tanto internas como exteriores. Tarkovsky es ya en esta película tanto el joven lleno de talento que busca su lugar en el mundo del cine, como el artista maduro capaz de sintetizar sus obsesiones y de plasmarlas, o esculpirlas, en imágenes que se graban en la memoria. El plano en el que Boriska observa los flujos del metal fundido que llenan el molde de la campana parece el autorretrato del cineasta como organizador de un material ardiente.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
el pastor de la polvorosa
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10
21 de marzo de 2014
19 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las películas de Buster Keaton nos retrotraen, no ya a la infancia del cine, sino a nuestra propia infancia, al primer momento en que las vimos –o en el que ellas nos vieron, como apuntaba Jean-Louis Schefer en su libro "L’homme ordinaire du cinéma". El mismo personaje de Keaton se asemeja mucho a un niño, en su timidez y su obstinación melancólica, su infinito despiste y su osadía, y ante todo por su imposibilidad de comportarse como una persona “razonable”. Su personaje parece incapaz de hacer con sencillez las cosas más elementales, pero a cambio consigue proezas casi imposibles.

Según los análisis de Foucault, entre las instancias más sutiles y penetrantes a través de las que el poder actúa en nuestras sociedades se encuentran las leyes no escritas de lo que se entiende por “normalidad”. Pues bien, toda la obra de Keaton es como una oda a la “a-normalidad”, un ejemplo práctico de la disociación entre la norma burguesa y la vida lograda: se diría que cuando hace esfuerzos por normalizarse, el personaje alcanza el abismo de la desgracia y la infelicidad, y a la inversa.

Frente al delirio de sus primeros cortometrajes, las películas más largas que Keaton empezó a concebir hacia mediados de los años 20 muestran un arte más complejo, una trama deliberada en la que los gags se integran para lograr una unidad superior, siempre dentro de un espíritu subversivo –lo que explica la atracción que despertaron entre los surrealistas.

El navegante es uno de los mejores ejemplos, en su narración sistemática de los inicios de la convivencia de una pareja. Lo inverosímil de las circunstancias de su reunión en solitario en un barco a la deriva, por una oscura peripecia bélica, forma parte de su marco genérico y de su encanto de época; pero la película describe la evolución de esta pareja de marinos de agua dulce, simbólicamente recién casados, con una precisión implacablemente moderna: su tendencia al desencuentro, sus ataques inconscientes, sus disimulos ridículos y sus patéticos fracasos.

Como dice Freddy Buache en una reseña sobre la película, el personaje de Keaton queda descrito a la perfección en la primera escena: es alguien que, para visitar a su novia que vive en la casa de enfrente, monta en su Rolls conducido por un chófer. Su primer contacto con el elemento acuático se produce cuando, por descuido, pensando en otra cosa, se introduce vestido en su bañera: una imagen reveladora de lo que le espera a lo largo de la trama.

Algo empieza a cambiar en él desde que deja su lujoso hogar lleno de criados y embarca por capricho en un crucero (concebido en su delirio para una luna de miel que el azar convierte en cruelmente real): una ráfaga de viento le arrebata permanentemente su sombrero, atributo viril; la falta de respuesta a sus palmadas en el restaurante desierto le hacen ver que tendrá que empezar a valerse por sí mismo.

Luego encuentra a su chica, que rechazó su primera declaración pero que, como ocurre a veces en la realidad, aparece en el barco a pesar de todo; pero la reunión de la pareja no resuelve los problemas básicos de supervivencia: su primera experiencia en la cocina demuestra que ella es casi tan inútil como él.

Como un niño que está lejos de su cama, por la noche tiene miedo de los fantasmas; aunque lo que realmente lo aterroriza, claro está, es la proximidad de su amada. En una escena en la que ambos se inclinan sobre una vela, sus sombras se besan prefigurando el deseo incumplido de sus cuerpos. Incapaces de permanecer en sus camarotes, la primera noche en el barco acaba con la pareja durmiendo al raso en la cubierta, calados absurdamente por una lluvia repentina que admitiría una interpretación psicoanalítica.

Pero Keaton consigue sobreponerse a estas dificultades iniciales a través de su característica línea quebrada: en vez de limitarse a abrir una lata o cocer unos huevos como lo haría todo él mundo, él necesita transformar la cocina del barco en un enrevesado mecanismo de precisión; luego desciende al fondo marino para reparar una avería en el casco de la embarcación, en una escena que parece una parodia poética de los viajes espaciales, desde el lejano Viaje a la luna de Mélies; y finalmente se enfrenta casi con éxito a una tribu de caníbales polinesios.

Tras la superación de estas pruebas consigue ser digno del amor de su compañera de viaje: pero su unión física, simbolizada en el clásico beso final, desestabiliza de nuevo todo su mundo y lo pone literalmente patas arriba.

navegandohaciamoonfleet.wordpress.com
el pastor de la polvorosa
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9
21 de julio de 2013
19 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tierra elabora y amplifica el final de Arsenal, la anterior película de Dovjenko, para mostrar la indestructibilidad de la clase trabajadora (en esta ocasión, los campesinos). Frente a la complejidad airada de aquella, destaca por su carácter simple y contemplativo, por la lentitud de su tempo.

Tierra es uno de los mejores ejemplos de que el cine puede servir para otras cosas diferentes de la narración de historias: desde el punto de vista de su contenido narrativo estricto, no parece ir más allá de la propaganda de la colectivización agraria soviética, y sus personajes carecen de individualidad, son meras encarnaciones de ideas o arquetipos.

Sin embargo la película se mantiene viva, y eternamente joven, por la belleza de sus imágenes (¿hay en la historia del cine algún plano más bello que el quinto de la película, que muestra a Yulia Solntseva, mujer del director, junto a un girasol?), potenciada por su combinatoria simple (el crescendo final del entierro recuerda la construcción de los grandes clímax en los tiempos lentos de las sinfonías de Bruckner).

Esta belleza no consiste en un adorno superpuesto a la trama, como el que estamos habituados a encontrar en el cine actual o la publicidad: las imágenes de Dovjenko construyen una estructura simbólica al margen de la narración, y crean, a su modo, un relato paralelo.

Hay un momento en que Dovjenko recurre a la técnica (habitual en Arsenal) de montar tres planos, cada vez más cercanos, del rostro de un actor: cuando el padre del protagonista expulsa al pope que se ha presentado a la puerta de su casa, con las palabras: No hay Dios. Ni popes. Pero la película constituye una especie de extraño evangelio alternativo, que incomodó (y no resulta sorprendente) a las autoridades soviéticas.

Tierra empieza en el paraíso, junto al árbol del conocimiento; allí la mujer aparece unida al sol, y el abuelo que está a punto de morir tiene el nombre de Semyon (etimológicamente, semilla).

El protagonista Vasili (etimológicamente, rey) parece una encarnación moderna y proletaria de los reyes sagrados que eran sacrificados ritualmente para garantizar las cosechas y la continuidad de las estaciones, propios de las primitivas religiones campesinas, que rescató Frazer en La rama dorada. En este evangelio, el personaje de Judas aparece rodeado por tres cruces, y una campesina desnuda toma el lugar de la mater dolorosa.

Al final, las gotas de lluvia sobre manzanas, peras y sandías recuerdan las gotas de sudor en el rostro de Vasili cuando manejaba el tractor recién llegado al pueblo, y dan paso a su resurrección simbólica, al nacimiento de un nuevo niño.

A través de esta visión panteísta, en la que el individuo se subsume en los ciclos de la naturaleza, Dovjenko, artista ingenuo, prosigue su labor como apóstol de una ideología totalitaria que le corresponderá, poco tiempo después, con la castración de su creatividad. Su sacrificio no ayudará a la construcción del paraíso comunista, sino del cine moderno: su semilla renacerá, muchos años después, en la obra de cineastas como Tarkovsky o Paradjanov.
el pastor de la polvorosa
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