El dolor de la despedida que nos atrapa y nos hace conscientes de que debemos irnos. A veces saber prepararte para no volver jamás es un camino tortuoso y otras veces es una amalgama de sensaciones que debemos interpretar. Ese modo de relacionarnos en el momento final es el que el protagonista entiende conforme a su forma de ser y la trama es capaz de transmitir sin ambages. Fluye hacia esa salida directa, a la desesperada, centrando la ausencia de palabras con lo visual, con gestos y sentimientos. La química que demuestra su pareja protagonista es la piedra angular que ejemplifica las relaciones de antaño. Ese trabajo actoral que busca el realismo de los sentimientos, las sensaciones sin explicaciones que el espectador siente al verlos hablar o solo mirarse, demuestra que, casi sin palabras y sin acciones, se perfilan las personalidades de cualquier protagonista. No podemos huir, pero podemos irnos de la mejor forma posible. Esa despedida es también un canto desesperado de un cambio de óptica social. Una transformación que el entorno siente y el entorno vive. Somos parte de lo que nos rodea y así se hace notar en la película. Un gesto naturalista que tiene mucha profundidad, pero sobre todo mucho sentimiento.

Invade hostilmente al espectador cargándolo de tensión narrativa, poniendo, in crescendo, un ritmo frenético, a la par que natural y inteligible, a una vida llena de necesidades pero sin alardes ornamentales fuera de lugar. En el fondo vemos como no pasa más que lo que vivimos a nuestro alrededor, un cúmulo demasiado verista de circunstancias adversas como para no empatizar... Entendemos, como espectadores, la fuerza, la garra y el tesón de su protagonista. Vivimos y sentimos con estupor que el mundo no siempre acompaña a lo que necesitamos, y ya no digamos a lo que queremos... Es esa mezcla de naturalidad, realismo y efectismo lo que hace la historia tan cruel como cercana. Viendo el problema en los demás entendemos lo que muchas veces no queremos ver como ciegos sociales que somos como masa insensible... Un trabajo de guion estupendo, lleno de vida, con un acompañamiento musical que marca el ritmo a la trama, una simbiosis perfecta, que no escatima en indicarle al espectador lo que hacemos y damos por supuesto que tenemos que hacer. Reímos con ella y explotamos con ella en esa misma cantidad de tensión tan bien dosificada y argumentada...

Sin apenas decir, nos cuenta que el Sino muchas veces nos persigue y es más rápido que nuestras intenciones o que nuestras fuerzas. La alegría de vivir, el conocimiento de lo que nos rodea no nos libra de caer en lo que está escrito para nosotros. Sencilla y llana, la trama corre sin a penas darnos cuenta, como los días y meses para los que no tienen futuro. Un claro ejemplo de que las circunstancias muchas veces solo conducen a un camino y a una salida... El documental nos enseña que, aún teniendo ganas, no todo son historias épicas. No hay caminos que recorrer, ni puertas que abrir en la más absoluta desolación. Unos personajes limpios, tratados con cariño y que nos muestra que la actitud es un paso, pero no siempre en la buena dirección. Cantando se expresa, pero no todas las realidades son apreciables con música.

No solo señala, si no que empatiza con una lacra, una situación ignorada y tapada como si la realidad estuviese tamizada por la negativa de la sociedad. El contraste constante de antagónicas imágenes al que nos bombardean es la causa por la que sin decir, enseña en cada momento; sin argumentar, debate sin cortapisas, ya que enfoca para el espectador una realidad sin juzgarla. Pequeñas piezas y momentos que se completan con un intento, tibio pero efectista, de explicar que la fragilidad de nuestro mundo es una constante, una espada de Damocles que pende sobre nosotros. Porque esos que vemos podemos ser nosotros. Esa capacidad de los directores de jugar con los contrastes visuales, travellings, panorámicas y picados que nos convierten en demiurgos y dueños de un conocimiento que pasamos por alto pero que sabemos que existe. Una forma de enseñar y verificar que es un problema social, económico y que nos implica sin perder el sentido de la humanidad, tan vilipendiado hoy en día.

La seducción de la imagen entra por su sutileza y su contundencia. El interés por la historia llega a través de la confluencia bien construida de su guion. Clara Roquet pinta en su lienzo todas las aristas de esta tridimensional historia que lima con áspera herramienta pero con delicado resultado. Una forma de entrelazar todos los pasos de su protagonista sin descarrilar en el posible batiburrillo se explican por tenue y perspicaz guion, que va esparciendo los sentimientos y descubrimientos de la protagonista sin artificios ni pomposas tramas. El pincel con el que pinta es un fino y delicado 'coming of age' a través del cual la paleta de colores coge forma en la historia: sus tonalidades frías y marmóreas de lucha de clases en descomposición, las azuladas y vivaces diversiones de la juventud, los oscuros y lúgubres sentimientos de las relaciones acabadas, los transparentes y clarificadores nacimientos de conciencia propia, y, sobre todo, los cerúleos y categóricos destellos de la realidad familiar... La mirada de su protagonista a través de las diferentes escenas cuentan sin necesidad de palabras ese proceso universal de paso a la madurez que todos necesitamos pero que nunca queremos repetir...