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España España · Pamplona
Críticas de Asier Gil
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Críticas 85
Críticas ordenadas por utilidad
5
30 de diciembre de 2019
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
En un solo diálogo, el lacayo obediente se convierte en hombre dominante, y la señora caprichosa y altiva se torna en una débil muchachita desamparada. A renglón seguido, ella recupera su mirada orgullosa, y su criado enmudece entre ruegos de perdón. Réplicas violentas hiladas en un texto que no ha perdido encanto a pesar de contar con más de 120 años de existencia, pero que no seducirá al espectador de cine actual. 'La señorita Julia' obliga a no aflojar la atención ni un instante, a fundirse con la ambigüedad de los personajes para comprender la temática que plantea la historia, desde la lucha de clases hasta la tentación lujuriosa o el cambio de roles entre sexos. Todo ello, además, filmado a través de una puesta en escena teatral que, aunque posee sus encantos, no consigue llenar una pantalla de cine.
La nueva adaptación de la obra de teatro del dramaturgo sueco August Strindberg traslada esta vez la acción a Irlanda, donde, en una noche de San Juan, la hija de un barón seduce a su criado para desatar juntos la pasión, y después cae rendida ante la evidencia de haberse relacionado con alguien de una clase social inferior. En la cocina de la mansión, ambos discuten, junto a la prometida del criado, sobre la única salida posible para evitar una vida llena de dedos acusadores.
Después de 14 años desde su última película -'Infiel'-, Liv Ullmann vuelve tras las cámaras y, en esta ocasión, sin guion de Ingmar Bergman como sustento. En 'La señorita Julia', su marcada ambición por subrayar la esencia teatral supone, al mismo tiempo, la mayor fortaleza y el riesgo más peligroso del filme. No solo menoscaba el proyecto que el libreto no se haya acomodado a las reglas del cine, sino que hasta la representación sigue el deseo de la cineasta noruega, al desprenderse, por ejemplo, del baile de los demás criados -solo se oye en 'off'- para centrar el argumento en tres personajes que conversan en una cocina. Incluso en el montaje se potenció esa sensación teatral, al enfocar en primer plano al actor que habla como si un foco dirigiera la mirada del espectador encima de las tablas. Los diálogos, por ello, cargan con todo el peso de la trama, pero son vibrantes y atractivos, y arrojan arrebatos de sentimientos con naturalidad, pese a que los personajes pasan en ocasiones del cielo al infierno sin pagar peaje alguno en el camino.
De hecho, el largometraje se estrellaría sin remedio sin la magistral dirección de actores que presenta, que logra que la pareja protagonista entienda todos los cambios sufridos tanto por el criado como por la joven aristócrata. Colin Farrell desprende indignación y rebeldía en su porte de fiel sirviente, pero no alcanza la impresionante actuación de Jessica Chastain, sublime ya sea en el instante de seducción o en el de desesperanza y sumisión. Un papel digno de reconocimiento y que salva la película, al ocultar las debilidades de un guion plomizo.
Ullmann prefirió la sobriedad para abordar los debates morales de la obra de Strindberg, pero elevó bastante el listón intelectual, sin darse cuenta de que la pasión solo florece en los destellos de dos magníficas interpretaciones. Los 129 minutos de metraje pueden hacerse muy pesados, y el visionado de la película solo se recomienda a los verdaderos amantes del teatro.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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6
24 de febrero de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El camino al intimismo es un viaje que transcurre despacio, por curvas mil veces recorridas pero que siempre acaban revelando algún detalle que demuestra la profundidad de una mirada cuando ya han caído todos los velos desde los que asomarse. Jeanne Moreau, 87 años, una filmografía tan larga como el horizonte y unos ojos en eterna combustión, sabe mejor que nadie cómo provocar el rubor cuando es ella la que acaba de desnudarse. Ante semejante virtud, el director estoniano Ilmar Raag solo tenía que encerrarla en un piso, enfrentarla a una cámara y dejar que la musa de infinitas pasiones lo empujara por ese camino mil veces andado y por el que, falte lo que le reste, jamás se perderá.
El adalid de la 'Nouvelle Vague' encarna a una inmigrante estoniana que, en su juventud, huyó de su país buscando un sueño y que ahora, perdida en la ciudad que le iba a abrir todas las puertas, se encuentra aprisionada en una vida solitaria que ya ha jugado todas sus cartas. Pero la protagonista de 'Una dama en París' es otra mujer, también rubia, estoniana igual que ella y que a su vez salió huyendo de una existencia vacía. Contratada para cuidarla y evitar que asalte sin plan de escape el armario de las medicinas, deberá aguantar su temperamento hasta que ambas comprendan que, pese a la diferencia de edad, comparten los mismos anhelos.
El filme no oculta en ningún momento que convirtió la sencillez en su seña de identidad. Tanto en la puesta en escena como en el aspecto narrativo, la película potencia la eficacia de un espacio reducido y de una trama sin sobresaltos, sabedora de que pretende recrearse en la descripción interior de los personajes. Raag lo fía todo a un subrayado emocional con el que lograr que el espectador comulgue con los caracteres de sus dos mujeres: una, ensimismada en un pasado de recogimiento; y la otra, peleada con la humanidad por haber fracasado en sus aspiraciones de una vida plena. El realizador domina el ritmo pausado y la sobriedad estilística en pos de diálogos certeros y una correcta selección de escenas para desarrollar el argumento sin recrearse en los clichés de una historia abordada en multitud de ocasiones. En sus planos, la relación entre la malhumorada anciana que sermonea desde el pedestal de la experiencia a la inocente sirvienta propicia destellos de lucimiento cuando las actrices encaran sus miradas en un duelo de supervivencia. Sin embargo, llama la atención que, al contrario de lo acometido en los primeros compases -cuando se reitera la sensación de soledad y vacío de las protagonistas-, se llegue al final de un modo abrupto y con una acelerada evolución del modo de ser de las dos mujeres, como si parte del metraje se hubiera extraviado en las labores de montaje.
Y huelga decir que la película hubiera perdido un sostén incomparable sin la aportación de Moreau, una actriz que agranda su personaje y que, más allá del sentimiento de abandono que ha de transmitir, sale triunfante del desafío de mostrar una sexualidad adulta aún palpitante. La estoniana Laine Mägi aguanta sus embates en sus duelos dialécticos e irradia la candidez y retraimiento que le exige la fémina a la que interpreta, pero es la estrella francesa la que gana todas las batallas. Moreau domina la escena y se echa el peso del filme a las espaldas para conseguir que una historia sobria y sin ínfulas de ambición eche el vuelo y haga levantar la mirada.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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4
24 de febrero de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
La década de los ochenta acabó hace tiempo. Y las películas de aquella época desprenden ahora un regusto de emotividad, de agradable recuerdo de esas tardes en las que grupos de niños encontraban barcos piratas dentro de cuevas y todo estaba barnizado a conciencia con una capa de bondad y ternura. Pero ya no estamos en los ochenta. Y las tardes ya no las ocupan esas historias de aventuras con personajes que parecían inolvidables y que no deberían escapar del terreno de la memoria. Sin embargo, Disney pretende que las revivamos. Aunque pasó por alto dos obviedades: hace tiempo que crecimos, en tanto que los jóvenes de ahora no comulgarán tan fácilmente con ese halo de candidez y una trama que se deshila al alcanzar su punto álgido.
'Tomorrowland' es un oasis construido por las grandes mentes de la humanidad para desarrollar sus avances tecnológicos fuera de las redes de la política y a salvo de las guerras y las penurias que azotan al mundo. Pero es un espacio vallado, oculto para el resto del planeta y solo abierto a aquellos que sueñan que lo imposible se puede lograr con esfuerzo y buena voluntad. Los afortunados llamados a viajar a ese paraíso reciben insignias con las que cruzar a esa dimensión y explotar en ella su inventiva. Mientras tanto, la Tierra se desmorona y los hombres tienen los días contados. Pero una niña tratará de revertir ese futuro apocalíptico y sembrar la semilla de la esperanza.
El director Brad Bird, artífice de éxitos como 'Los increíbles' o 'Ratatouille', demuestra su capacidad para crear escenarios evocadores de gran impacto visual y filmar secuencias majestuosas, como la acontecida en la Torre Eiffel, que traten de dejar boquiabierto al público. No obstante, esa brillante apuesta visual se viene abajo cuando no la sustenta una narrativa sólida. En el caso que nos ocupa, el cineasta estadounidense presenta un prólogo alargado y lleno de interrogantes, gracias a los que el desarrollo sobrevive hasta mediado el metraje. Pero una vez despejadas las incógnitas, el interés decae ante persecuciones vacías, personajes sin alma y con motivaciones ingenuas, y un intercambio de protagonistas que hiere el devenir del argumento. Por si fuera poco, Bird no indaga en el interior de la ciudad futurista, sino que solo traza ligeros esbozos, dejando de lado el enorme potencial -tanto artístico como argumental- de esa parte de la historia. El resultado escuece por los saltos temporales y entelequia científica en los que se perderán los más pequeños, y por ese ánimo de sermonear e inundar la mente con multitud de mensajes optimistas que repelerá al espectador adulto.
En el filme de aventuras y acción en el que acaba convirtiéndose 'Tomorrowland', George Clooney encabeza el reparto pese a que su papel de amargado ex niño prodigio sature y haga muy complicado sacar algo de provecho de una comicidad tan paupérrima. Peor papeleta le tocó a Britt Robertson, que encarna a una joven predestinada a salvar al mundo, pero cuya única intervención se resuelve en un segundo de lucidez. Su protagonismo en más de la mitad de la película es enteramente recortable, y esos minutos podrían haber sido aprovechados para profundizar en los anhelos de los demás personajes -sobre todo, del interpretado por Hugh Laurie- y deleitar con ese futuro esperanzador al que quién sabe si llegaremos.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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4
24 de febrero de 2020
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Los aficionados a los superhéroes y los seguidores a ultranza de Marvel están de enhorabuena. Para el resto de la humanidad, que, a juzgar por las cifras mareantes de recaudación, no debemos de ser muchos, 'Vengadores: la era de Ultrón' supone una nueva prueba de que un ordenador no sabe hacer cine. Domina producir 'blockbusters' en cadena, mientras que el gestor de todo ello, Joss Whedon, continúa emperrado en que, ante una persona que entra a una sala de cine, la única meta es entretenerlo durante dos horas. Como si aquel que viaja a Macondo lo hiciera solamente a pasar la tarde.
En este principio del ocaso de la fase dos del universo de Marvel, los Vengadores se enfrentan a Ultrón, una inteligencia artificial cuyo único deseo es exterminar a la raza humana. Básicamente, porque sí. No obstante, y pese a ser un villano casi omnipotente, el mayor rival de los protagonistas será su desunión, el riesgo de rivalizar entre ellos por ver quién tiene los músculos más hipertrofiados y cuál es el mejor camino para garantizar la paz y la seguridad del planeta. Además, aparecerán nuevos personajes para forjar alianzas inverosímiles en pos de igualar las fuerzas y regalar al espectador un clímax final que prohíba el parpadeo.
Whedon ya deja claro en los primeros minutos qué es lo que busca con esta continuación de una de las películas más taquilleras de la historia. La palabra clave es continuación. A través de un espectacular plano secuencia, se recrea en cada uno de los miembros del grupo -demostrando el daño que puede hacer al séptimo arte la ralentización de imágenes- para acabar en una 'splash page' de inmensa plasticidad y síntesis de lo que espera al público. La fórmula es calcada a la de las demás cintas de la saga, aunque se introducen aspectos que hacen más llevadero el visionado para aquellos que despreciamos a los superhéroes. Los combates imposibles, explosiones ensordecedoras, humor burdo, sobredosis de carisma, tramas ridículas, adoración preocupante por los efectos especiales... todo sigue patente y se multiplica para hacer aún más grande esta segunda parte. Sin embargo, Whedon pretendió mostrar algo más de amor hacia sus personajes tejiendo breves historias individuales con las que profundizar en ellos. Sería ingenuo afirmar que lo consigue, ya que son arquetípicas y simplonas, pero constituye un paso en la buena dirección. La tímida inclusión de debates filosóficos tampoco logra elevar la calidad del filme, centrado sobremanera en la acción superflua y aparatosa.
En el interminable reparto de estrellas que reúne el talonario de Marvel, Jeremy Renner y Mark Ruffalo destacan con luz propia, quizá porque el director priorizó sus respectivas subtramas. Pero todos saben muy bien qué papel juegan. Lo tienen tan claro como que el trabajo de posproducción será el que modele las mayores secuencias del largometraje y que su función se limita a recurrir al refranero popular para lanzar la chispa de humor o el eje de solemnidad que requiera ese instante fugaz entre estruendos, tiroteos y golpes. El diseño por ordenador hará el resto, relegando la trascendencia de un Whedon que ya demostró tener la osadía necesaria para imprimir su estilo en una adaptación de Shakespeare, pero que aquí vuelve a manifestar que prefiere plegarse ante esa parte de la humanidad cada vez más numerosa.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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7
24 de febrero de 2020
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Paula tiene 16 años y su mundo la aprisiona. Se siente confortada por los suyos, pero sus obligaciones la abruman y no le permiten levantar la mirada. Y ella lo sabe. Por eso quiere escapar, aunque le apena dejar a su familia sin su nexo con la realidad. Desea volar y, para ello, necesita librarse de todas las cargas. El dilema estalla precisamente en un sueño que sus padres y su hermano son incapaces de compartir. Un conflicto mayor para una comedia familiar fabricada con los tintes adecuados para llenar las salas: una historia de superación de una joven provista de una naturalidad arrolladora, secuencias con carga emocional, un ritmo narrativo acelerado por personajes histriónicos y una compilación musical de temas que, al igual que la película, aúnan sentido comercial y artístico. Todo ello mezclado con una argamasa denominada sello de autor que cristaliza en una escena final con una Paula liberada, corriendo hacia lo desconocido y retratada en una foto fija con la misma sensación de libertad e incertidumbre que experimentó el niño Antoine Doinel tras devorar la playa huyendo del reformatorio.
'La familia Bélier' introduce al espectador en una granja de la campiña francesa, en la que tres de los miembros del clan son sordomudos. La hija ejerce de traductora y de enlace con su entorno, y sus labores pasan desde comprar alimentos para los animales o vender quesos, hasta convertirse en intérprete en la consulta del ginecólogo. Por un capricho del destino, acaba en una clase de canto, en la que su profesor descubre el innegable don que atesora su garganta. Una cualidad que puede abrirle las puertas de una carrera musical en París.
El director Eric Lartigau exprime en su quinto largometraje la caracterización de los personajes. Debido a su invalidez, todos expresan lo que piensan sin rodeos ni delicadezas, incrementando la comicidad de las situaciones. Los progenitores figuran en la mayoría de los gags, por lo que sus gestos siempre son exagerados y escoden un puñal detrás de cada diálogo. Pese a la obligación de mostrar en pantalla el uso del lenguaje de signos y que el público sea consciente de lo que se está diciendo a través de subtítulos, el realizador francés esquiva la desgana yendo al grano con facilidad. Se muestra seguro en la trama principal, sabiendo cuándo acelerar y en qué instantes detener la cámara para subrayar la profundidad emocional de las escenas, pero fracasa en las historias paralelas, en ocasiones demasiado elaboradas y, en otras, completamente nimias e intrascendentes. Además de lograr una perfecta empatía con los éxitos y fracasos de la protagonista, uno de los dos mayores aciertos de Lartigau fue contar con el repertorio musical de Michel Sardou, un cantante francés muy popular en el país vecino y cuya canción 'Je vole' encaja en el filme como si hubiera sido escrita para él.
El otro gran reconocimiento que se le debe dar es haber descubierto a Louane Emera, una joven que despuntó en el programa televisivo 'La Voz' y que, en su debut en el cine, encandila con una espontaneidad innata y una increíble habilidad para atrapar las miradas. De hecho, su trabajo fue merecedor del César a la mejor actriz revelación. Gracias a la inocencia que aporta, la cinta conmueve muchísimo más y llega al clímax con un empaque sólido, sin las fisuras que una comedia banal podría haberle causado y que, en este caso, suponen solo antojos en la piel de una película interesante.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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