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España España · Valencia
Críticas de Carorpar
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Críticas 1,104
Críticas ordenadas por utilidad
4
15 de febrero de 2016
7 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Borgen” (ídem, 2010) gusta, ergo todo lo que venga de allí arriba ha de ser, por fuerza, bueno. Como cuando el “boom” Stieg Larsson, que parecía no haber más novela que negra y nórdica, y cuyas réplicas nefandas siguen sufriendo tantos miles de lectores-consumidores de “best sellers”. Pues no. Esta “1864”, de hecho, es un bodrio folletinesco de ardua digestión e irritante recuerdo.
Como la monocausalidad es una rareza, los motivos para el estrepitoso naufragio de este ―incomprensibemente― admirado pastiche son varios y a cual más abultado. En primer lugar, sus inflamadas pretensiones de fresco histórico no se ven correspondidas por una dotación presupuestaria acorde. Tal desfase en la adecuación de medios y fines la pone de manifiesto que, de los ocho episodios de que consta la serie, sólo en uno, el último, asistamos a una batalla propiamente dicha, cuando el producto se precia de ser una reconstrucción épica de la Guerra de los Ducados entre Dinamarca y Prusia. Los siete restantes optan por algo mucho más barato ―en todos los sentidos―, esto es, un melodrama que se quiere emocionante hasta la raspa y que no pasa de culebrón lacrimógeno cuyas referencias a los pasajes más bochornosamente maniqueos de “Novecento” (ídem, 1976) no hacen sino agravar el sonrojo. Aunque me reconozco votante orgulloso de Podemos, discursos tan simplistas como el de esta película, con el antagonismo de brocha gorda entre la bondad intrínseca del pueblo y la natural perfidia de la casta aristocrática, agreden mi paladar intelectual ―que por cierto no es gran cosa, no se crean.
La escasa pericia argumental de sus perpetradores encuentra otro corolario conspicuo en la más que discutible ―a mi juicio, definitivamente prescindible― superposición de planos temporales, aderezada además con el manido subterfugio del manuscrito encontrado. Al respecto, sólo cabe añadir que sobran. Claro que lo mismo podría decirse de la serie toda. En fin, es lunes, no me lo tengan en cuenta.
Carorpar
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4
30 de diciembre de 2012
7 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mastodóntico folletín que se quiere gran epopeya romántica y se queda en hipérbole sobrevalorada. Tan sólo las escenas que recrean la Revolución de 1830 logran transmitir una cierta tensión, pobreza emotiva preocupante en cintas de este pelaje. Y es que Tom Hooper adolece de la incapacidad para dotar de un ritmo sostenido a sus películas, como ya demostrara en "El discurso del rey". Si a aquella la salvaban sus brillantísimos intérpretes, son precisamente ellos quienes ponen el último clavo en el ataúd de ésta. Porque, si bien hay excepciones notables, como Anne Hathaway y Amanda Seyfried, sus primeros espadas- Hugh Jackman y Russell Crowe- evidencian que sus registros andan bastante alejados del musical. Jackman compone un esforzado Jean Valjean. Crowe siquiera se toma la molestia, como si su Javert no fuera con él; seguramente dedique más énfasis a lo que canta en la ducha que a su repertorio en "Los miserables", o tal vez sea eso, que no canta ni en la ducha. Lo mismo puede decirse de Sacha "Borat" Cohen, travestido de John Galliano, y una Helena Bonham Carter en el papel que viene interpretando con reiteración cansina durante los últimos quince años, el de esposa y hermana gemela de Tim Burton.
Los oropeles de un diseño de producción lujosísimo no alcanzan a ocultar las enormes carencias de esta cinta. El intento de "Los miserables" resulta, no obstante, hasta cierto punto encomiable, teniendo en cuenta los gustos cinematográficos actuales. Pero que los árboles de las buenas intenciones no nos impidan ver el bosque de la deficiente calidad cinematográfica. Y además es más larga que un día sin pan.
Carorpar
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6
13 de octubre de 2018
6 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras colocar “La La Land” (La ciudad de las estrellas, 2016) poco menos que a la altura de los grandes musicales de la edad dorada del viejo Hollywood, parece que ha llegado la hora de ajustar cuentas con Damien Chazelle, vapuleando su “biopic” sobre Neil Armstrong con la saña de una banda de ultras rusos. A ello se han puesto con especial denuedo –léase “inquina”– buena parte de nuestras patrias plumas a sueldo y otros tantos reseñadores aficionados. Como si, resentidos por en su día haberse dejado llevar del cretino unamimismo de las redes sociales, hubieran decidido que “a mí, este crío no vuelve a engañarme”. Porque, disipado el estruendo mediático de hace un año, se impone la realidad, siempre contumaz, de que “La La Land” no es, ni de lejos, la obra maestra con que se nos quiso hacer comulgar desde casi todos los púlpitos. Pero que el mosqueo consustancial a saberse un primo no nos impida ver el bosque: “First Man” no es una mala película en absoluto. Puede que, aun a riesgo de jugarme el tipo, o la credibilidad, sea incluso mejor que la masajeada “La La Land”.
Su planteamiento, igual que el vuelo en solitario que describe, es sencilla y angustiosamente estratosférico. Algunos no perdonan el descenso en las revoluciones de la historia acaecido inmediatamente a continuación, yo en cambio creo que ello obedece a mera lógica narrativa, y también sanitaria. De lo contrario, hubiera saludado el estreno una pandemia de accidentes coronarios, y mucho me temo que no todas las salas donde se exhibe hayan hecho caso a La Sexta y estén cardioprotegidas. Hay quien directamente encuentra “First Man” tediosa. Lo cierto es que no faltan los picos de tensión –la misión “Gemini”, el malogrado despegue del “Apolo I”, antecedente de la tragedia del “Challenger” veinte años después, o el propio, celebérrimo alunizaje de 1969–, de modo que a quien se aburra viéndola no cabe sino recomendarle “2001: A Space Odyssey” (2001: Una odisea del espacio, 1968) y “Solyaris” (Solaris, 1972), programa doble que producirá en ellos el saludable efecto de elevar su umbral del aburrimiento. La sugerencia es extensible a aquellos que protestan por la proliferación de primeros planos y las estrecheces de los módulos espaciales, pues disfrutarán mucho más de los diáfanos pasillos que recorren las quiméricas naves en que viajaban los protagonistas de aquéllas. O no, probablemente sean ambas “Independence Day” (ídem, 1996 y 2016) lo que de verdad haga salivar su paladar cinematográfico, en cuyo caso, en fin, no hay más que hablar. En efecto, la claustrofobia que las escenas de cabina inducen en un espectador no demasiado idiotizado constituye uno de los logros de “First Man”, recreando con cruda fidelidad las precarias condiciones en que se desarrollara la carrera espacial. La verdad, cuesta creer que nadie con dos dedos de frente –y los astronautas probablemente formen parte de la élite intelectual de cualquier que sea el país– se prestase a ser enlatado en aquellos ataudes a reacción. Definitivamente, la llegada del hombre a la luna fue un milagro –religioso o científico, al gusto del lector–. Eso sí, precedido de una ristra de muertes a guisa de crueles ensayo y error silenciados por el triunfalismo subsiguiente. En “First Man” nos son reveladas sin complejos, lo mismo que la ola de protestas que, junto a la impopular guerra de Vietnam, el sueño –en su día delirio– de Kennedy de pisar la luna en menos de una década fue levantando conforme ésta avanzaba y los percances y las víctimas se sucedían. Por eso me asombran las acusaciones de patrioterismo leídas a varios maledicentes –insisto, tanto profesionales como “amateurs”–, quienes pareciera que, de las dos horas y cuarto que dura la película, hubieran asistido sólo al brevísimo pasaje en que el hijo mayor de Armstrong iza la bandera para, inmediatamente a continuación, correr a poner de vuelta y media al pérfido e imperialista tío Sam.
Un último reproche que ha llamado mi atención es el del excesivo “respeto” que Chazelle dedica a su retratado. En estos días en que la desmitificación es norma, no faltará quien esperase un Neil Armstrong alcohólico, o drogadicto –mejor ambos–, que golpeara a su mujer –excelente, por cierto, la interpretación de Claire Foy– o prostituyese a sus retoños. Entiendo entonces la decepción ante la callada normalidad del héroe, la discreción con que sobrelleva sus demonios interiores –otra conducta reprobable, por sospechosa, quizá hasta incomprensible, en un contexto como el actual, de fetichismo de la transparencia, cuando no de perenne exhibicionismo–. Nadie más apropiado para encarnarlo, vaya, que Ryan Gosling, quien ha fundado su éxito en una austeridad gestual rayana en el hieratismo. Los hay que también de esto se han sorprendido.
Carorpar
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4
29 de junio de 2015
6 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
A resultas de confundir ambición y pretensión, y queriéndose una especie de “Doctor Zhivago” hard-boiled, "El niño 44" se queda en mero pastiche folletinesco.
El intento de aunar melodrama, denuncia de atrocidades pasadas y suspense con "psycho-killer" deviene —no podía ser de otro modo— un fracaso preclaro y conspicuo. No sé a quién pudo en su momento parecerle buena idea, pero sobrepasa con creces las aptitudes de sus responsables, del espectador medio y del género humano todo.
Además, prácticamente ninguna de sus mal encajadas piezas funciona tampoco por separado. El thriller, relegado con desprecio manifiesto a un segundo plano, es una curiosa traslación temporal de las fechorías que efectivamente cometiera el "Carnicero de Rostov" Andréi Chikatilo treinta años más tarde, cuando la URSS empezaba a mostrar síntomas de agotamiento, al momento de mayor gloria de ésta, con el "padrecito" Stalin elevado a los altares del culto genocida. En sí daba para una película interesante, cosa que, por cierto, ya hizo la HBO en la estupenda “Citizen X” (Ciudadano X, 1995), y sin necesidad de jugar al intercambio de épocas.
Los aspectos melodramáticos de la historia, por los que se opta con descaro telenovelesco, gozan, pese a ello, de cierto potencial, sobre todo enmarcados en el sórdido retrato del “paraíso” comunista y atravesados por el insoportable dilema moral que ha de suponer la delación del propio cónyuge. Sin embargo, se ven muy pronto, apenas en el planteamiento, arrojados al sumidero de la vergüenza ajena, merced a unos diálogos que parecen escritos por una legión de horteras y puestos en boca de un elenco que ensucia su buen nombre con unas interpretaciones a cual más desopilante.
Porque el mastuerzo de Tom Hardy como policía político transmite la misma perspicacia que un bulldog drogado, incluso camina parecido. A Gary Oldman no se lo veía tan sobreactuado desde “Bram Stoker´s Dracula” (Drácula de Bram Stoker, 1992). Y dice Rodríguez Marchante que ambos tienen “momentos cercanos a la cumbre” ¡Viva el vino! O se referirá a otros papeles, a otras películas. A otros universos. La gélida Noomi Rapace, lo mismo que su personaje, no está en absoluto por la labor. Y en cuanto a los encarnados por Vincent Cassel y Joel Kinnaman, es tal su vileza que resultan burdas caricaturas, imposibles de tomar en serio. La presencia, siempre estimulante, de Charles Dance es tan testimonial y extemporánea que ni siquiera debería sacarla a colación.
En fin, y por acabar con algo positivo, el logrado diseño de producción contribuye a una convincente recreación del sofocante clima de terror en que debía de vivir la inmensa mayoría de la población soviética durante los años de plomo del estalinismo triunfante. Sin lugar a dudas, lo único que se salva del naufragio. Demasiado poco, en cualquier caso.
Carorpar
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4
8 de mayo de 2021
5 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Admitido que no estamos ante "Alien, el octavo pasajero" ("Alien", 1979), ni siquiera ante "Life (Vida)" ("Life", 2017), uno se enfrenta a esta "Polizón" con la expectativa de, al menos, no aburrirse (demasiado). Pues bien, precisamente eso, un aburrimiento supino y sin paliativos, es lo que le aguarda. Por mi parte, me he visto obligado a verla en dos tandas, como si de una miniserie se tratase, y no porque tenga un metraje particularmente largo —no llega a las dos horas—, sino porque su tediosa contemplación me daba más sueño que un bocadillo de lexatines.
Ojo: ciencia ficción no significa necesariamente diversión a raudales, a Kubrick y Tarkovski me remito. Pero tanto "2001: Una odisea del espacio" ("2001: A Space Odyssey", 1968) como "Solaris" ("Solyaris", 1972) hacían gala de unas ambiciones —pretensiones, si se quiere— intelectuales y estéticas de las que adolecen por completo "Polizón" y sus responsables, empezando por el director y co-guionista, un Joe Penna de apellido escasamente prometedor, al menos en cuanto a derroche de alegrías, con perdón de la bromita.
En efecto, todo en esta película dimana una grisura e insipidez tales, que incluso extraña que Netflix ande detrás, habida cuenta de la afición de la plataforma californiana por los fuegos artificiales. El propio reparto parece contagiarse del hastío generalizado, y nada mejor que el rictus sempiterno de Toni Collette para ejemplificar la desgana imperante, hasta habrá tenido la desfachatez de cobrar. Sus apologetas alegan en defensa de semejante turra que "Polizón" propone algo más que “meras” aventuras interestelares, como si los aficionados al género fuéramos débiles mentales, o peor: gilipollas.
Lo cierto es que el supuesto “mensaje”, ese del que se ufanan sus adalides, inaprensible para los cretinos que no le pedimos peras al olmo, presenta la complejidad de un ejercicio de Ética de primero de bachillerato, concretamente el conocido como "dilema del tranvía". El trillado juego mental diseñado por Philippa Foot en los sesenta da para un par de clases a lo sumo, pero hacer orbitar toda una película en torno suyo —eso sin mencionar el inverosímil punto de partida— acaba con la paciencia del espectador mejor predispuesto, no digamos ya la del que venga de fábrica medianamente suspicaz, por no recurrir de nuevo a terminología algo gruesa.
Al final —nunca mejor dicho, pues hay que esperar casi hasta el desenlace para encontrar un par de escenas con un mínimo de interés—, resulta que lo mejor de "Polizón" son los paseos espaciales de toda la vida. Rodados con saludable sentido del suspense y buena parte de los medios técnicos ahorrados durante los noventa minutos anteriores, se trata, insisto, de los contadísimos momentos en que logra ponernos el corazón en un puño. Evidentemente, no es suficiente.
Carorpar
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