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España España · Castellvell del Camp
Críticas de Jordirozsa
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Críticas 183
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
16 de abril de 2023
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
«Munich: The Edge of War» es una película de 2021 dirigida por Christian Schwochow, basada en la novela homónima de Robert Harris. El filme se centra en los eventos previos al Acuerdo de Munich en 1938, que buscaba prevenir la guerra entre Alemania y las potencias occidentales. La película sigue la vida de Hugh Legat (George MacKay) y Paul von Hartmann (Jannis Niewöhner), dos amigos de la universidad que ahora trabajan para el gobierno británico y el alemán, respectivamente.

Schwochow aborda la historia desde una perspectiva íntima y humana. La relación entre Hugh y Paul es el corazón de la película, permitiendo al espectador explorar las tensiones políticas y las motivaciones de los personajes principales en un contexto emocional. La trama se construye alrededor de la acción que Paul y Hugh desempeñarán en sus respectivas misiones, lo que da un toque de «thriller» a la película.

El guion de Ben Power es sólido en cuanto a la narrativa histórica y ofrece un buen equilibrio entre la intriga política y el drama personal. La película no se centra exclusivamente en las figuras políticas de la época, sino que también muestra cómo la situación afectó a personas comunes y corrientes. Además, se plantea la pregunta moral de si ceder ante la agresión de un dictador es la mejor solución para prevenir la guerra.

El «script» combina elementos históricos y ficticios para presentar una narrativa emocionante y compleja sobre las tensiones políticas y morales que llevaron al Acuerdo de Munich y, en última instancia, a la Segunda Guerra Mundial. La historia se centra en los personajes principales, sus dilemas y sus acciones, lo que permite al espectador comprender y relacionarse con los eventos y las decisiones tomadas en ese momento crucial de la historia. A través de un guion bien estructurado y detallado, la película logra sumergir al espectador en el mundo de la década de 1930 y ofrecer una visión única y conmovedora de los eventos que condujeron al borde de la guerra.

Chamberlain, como primer ministro británico en el período previo a la Segunda Guerra Mundial, se enfrentó a una serie de desafíos y decisiones críticas que lo colocaron en una posición difícil. La película retrata a Chamberlain como un hombre inteligente y astuto, pero también como alguien que teme el fracaso y está dispuesto a hacer concesiones para evitar la contienda. La actuación de Jeremy Irons transmite con precisión esta dualidad del personaje. Él retrata a Chamberlain como alguien que quiere hacer lo correcto y mantener la paz, pero que también está dispuesto a ceder ante las demandas de Hitler para evitar un conflicto inmediato. Irons logra transmitir la tensión y la angustia que siente Chamberlain mientras lucha con sus dudas y el peso de la responsabilidad.

La caracterización e interpretación de Adolf Hitler por parte de Ulrich Matthes ha sido objeto de no pocas críticas. Algunos han argumentado que Matthes no logra capturar la verdadera esencia del dictador nazi, y que su actuación carece de la fuerza y la intensidad que otros actores han logrado en películas anteriores, como Bruno Ganz en «El Hundimiento» (2004), de Oliver Hirshbiegel. Quizas ello sea debido a que el enfoque de la película se centra más en los personajes de Hartmann y Legat, y las representaciones, tanto de Hitler como de Chamberlain, pasan a un segundo plano. De hecho, por encima de los acontecimientos históricos sobre los que se erige el argumento, y de la trama de espionaje que se desarrolla alrededor de los mismos, lo que constituye una mayor fuerza de impacto en esta cinta, es el «leitmotiv» dramático de la relación entre Legat y Hartmann. Ellos son, no lo olvidemos, los auténticos protagonistas de este relato.

La película sugiere una relación amorosa más profunda entre ambos personajes, que va más allá de una simple amistad. Es importante mencionar que esta relación no está presente en la novela homónima de Richard Harris, en la que se basa la película, sino que es una adición de la adaptación cinematográfica. En la película, la relación entre Hartmann y Legat se muestra como muy cercana y de gran confianza mutua, y ambos parecen tener una conexión emocional profunda. Aunque no se muestra explícitamente una relación sexual entre ellos, hay una fuerte sugerencia de una atracción romántica. Hay un gesto amoroso en la mano de Hartmann en un momento clave de la película. Esta adición a la trama puede ser vista como una forma de agregar capas complementarias a los personajes y al argumento, ya que agrega una dimensión emocional y psicológica a la relación entre los dos jóvenes funcionarios. También puede ser vista como una forma de resaltar el hecho de que dos hombres encontraran amor y apoyo mutuo.

En la película, Hartmann es retratado como un chico atractivo y elegante, con un porte y un aire aristocrático. Su cabello y sus rasgos finos y marcados son elementos que resaltan su belleza física. Además, el personaje es presentado como un hombre inteligente y carismático, lo que aumenta su atractivo general. Por su parte, Legat es un joven adorable y encantador. Aunque no tiene la elegancia y el porte de Hartmann, su belleza física es destacada por su cabello entre rubio y pelirrojo, y su aspecto juvenil. En la película, se hace hincapié en su ingenio y su astucia, lo que le confiere gracia y magnetismo.

El hecho de que no se consuma una relación amorosa entre los protagonistas de forma explícita, junto con el carácter depresivo del tema musical de su relación, crea una sensación de amarga contención en el espacio emocional y la conexión con el espectador. En la película nunca se muestra un beso o un abrazo entre ellos. En su lugar, la relación se muestra a través de gestos y miradas, lo que crea una tensión emocional, al no saber exactamente cómo se sienten los personajes, el uno por el otro. El tema musical que acompaña la relación entre Hartmann y Legat es amargo y melancólico, lo que añade una capa de tristeza y desesperación a la situación.
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Jordirozsa
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6
15 de abril de 2023
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Parece increíble que un planteamiento tan minimalista como el que nos propone Liam Gavin, en «A Dark Song» (2016), su primera contribución al largometraje como director, pueda ahondar en tal grado de profundidad psicológica, antropológica y filosófica. Desde el establecimiento del «set», la reducción del elenco a prácticamente dos actores (Catherine Walker y Steve Oram), que nos tendrán casi todo el rodaje en su tan intenso como las veces absurdo «tête à tête», en el tan acotado (y sellado con sal) espacio de una vivienda campestre en medio de la nada del País de Gales, hasta los detalles técnicos básicos de la producción, como son la fotografía y la banda sonora, el enunciado de esta cinta, coproducción irlandesa con el Reino Unido poco permite augurar el nivel de angustia acumulada, y de expectativa mantenida en los noventa y nueve minutos que nos mantendrá en vilo, debatiéndonos entre la contumaz y obsesiva determinación de una madre de poder volver a contactar con su difunto hijo, y la siempre dudosa (por lo menos por cómo se muestra su personaje) habilidad de una especie de médium o hechicero llamado Michael Solomon, de carácter cínico (a la par que inseguro, por esto seguramente su alcoholismo es un parapeto de sus propios temores en lo que concierne a su nivel de autoconfianza), conducta no menos decidida y, cuando menos, destreza profesional en sus quehaceres y los conocimientos que demuestra tener sobre ellos.

El equipo de Gavin se ocupa de introducirnos, lo máximo posible, en la diégesis de la película, en el seguimiento meticuloso, paso a paso, tras la cámara de Cathal Walters, de la tortuosa evolución que va siguiendo el tándem protagonista, para lograr sus respectivos propósitos. En una aproximación lo más cercana posible a la propia realidad del espectador, de manera que poco margen deja para el distanciamiento entre éste y lo que les ocurre a las figuras dramáticas que veremos mutar en todos los sentidos, en su periplo, en la pantalla. En caso contrario, la percepción del «film» se antojará insufriblemente lenta, la de un relato en la que prima la importancia de los más mínimos detalles en la marcha del progreso evolutivo de los acontecimientos, y en el comportamiento de las dos auto confinadas personas que los viven. Por encima y más allá de lo que suelen tratar, mucho más atosigadamente, las películas del género o categoría de las invocaciones «mágicas», que propician la súbita e inmediata aparición de entes de todas clases: demonios, espíritus, almas, ectoplasmas o encarnaciones de las más variopintas y creativas clases de monstruos. En «A Dark Song», en cambio, tiene que pasar tiempo para que «suceda algo» que haga literalmente saltar de su cómoda postura, por lo menos al (o a los) gato(s) del paciente concurrente al visionado.

Este tiempo para algunos se antojará como una agónica eternidad; para el resto igual de apesadumbrado, aunque con el nivel de «arousal» al tope máximo, intentando discernir la autenticidad y la efectividad del complejo ritual al que se habrán sometido Sophia y Joseph, como si se tratase de un examen práctico de convivencia matrimonial. Y cuando por fin seamos testigos de un reducido y discreto repertorio de manifestaciones sobrenaturales, la pregunta que surgirá sin remedio sera la de «¿es todo real, o fruto del activamente buscado desquiciamiento de la imaginación en dos humanos (individuo e individua) que se han sometido voluntariamente al debilitamiento fisiológico y mental provocado por la intensa atmósfera claustrofóbica?»

Un enfermizo ambiente, no generado ya tanto por la naturaleza del lugar en el que se desarrolla la acción, sino por la situación de estrecha relación entre ambos, los extraños ritos que se están llevando a cabo, y los constantes y voluptuosos efluvios psicoafectivos que se generan.

Gavin, también guionista en esta ocasión, se lo juega todo a una sola carta: los actores, la interpretación de sus respectivas realidades y la relación entre ellos. Como un intérprete musical que ejecuta una sonata monódica para instrumento solo.

Hay una focalización en el mundo objetivo interno con la no inclusión (o supresión) de elementos que distraerían, de estar presentes (exceso de efectos, decorados…), del viaje interno de los protagonistas: el basculante juego de debilidades y fortalezas; los choques de voluntades; su interacción mutua en cuerpo y alma; sus procesos cognitivos y emocionales. A nivel narrativo se desprende de todo efectismo o símbolo contextual superfluo. El espectador hace la función de observador externo, de escrutador o «penetrador» de dos almas que, con el interminable tiempo que se hallan encerrados en el caserón, se han ido ensombreciendo durante su camino a lo desconocido, en el que la audiencia no hace (o no tendría que hacer, de ninguna manera), un mero papel contemplativo pasivo, ya que entonces será cuando seremos presa del aburrimiento.

Se dan varios frentes de ignorancia o desconocimiento en cuanto al poso ideo afectivo de los personajes, que pueden confundir al público en esta especie de metamorfosis nouménica. Pero precisamente el tenue hilo de tensión que se genera en el espectador de forma casi imperceptible se desvanecería si partiéramos del detallado mapa de experiencias y eventos previos a la historia que presenciamos. Su desvelamiento prematuro quitaría todo sentido al relato. Uno de los componentes que contribuye a generar incertidumbre, son las dudas sobre la autenticidad y las certeras habilidades del «brujo». Los secretos no revelados de la mujer (aka, su falta de honestidad); el tiempo que discurre antes de que seamos dignos de poder ser testigos de alguna «manifestación» interesante, de que nos de esta sensación de estar haciendo el ridículo (la película tiene capacidad de hacernos sentir identificados con el hechicero, su clienta, o ninguno de ambos) durante el metraje.

Podemos encontrar varias referencias que entroncan su sentido con la obra de Rudolff Otto («Lo Santo», 1917).
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Jordirozsa
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7
10 de abril de 2023
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«Veneciafrenia» (2021) es una coproducción entre España e Italia, dirigida por el cineasta español Álex de la Iglesia. A lo largo de su carrera, conocido por sus películas que mezclan elementos de terror, comedia y drama, como «El día de la Bestia» (1995), «La comunidad» (2000) y «Balada triste de trompeta» (2010). Para llevar a cabo el proyecto, colaboró con productoras de ambos países, incluyendo a Sony Pictures International Productions, Pokeepsie Films (propia del director), y Maestranza Films (España), junto con la italiana Mediaset Italia. Esta colaboración permitió que contara con un presupuesto más amplio y un mayor alcance en la distribución.

El rodaje tuvo lugar en Venecia, lo que permitió aprovechar la belleza y el misterio de la ciudad para crear una atmósfera inquietante. El equipo tuvo que lidiar con las condiciones de: canales, calles estrechas y la preservación de la arquitectura histórica local. Esto representó un desafío logístico, pero al mismo tiempo, contribuyó a generar un ambiente único.

La ciudad de Venecia es conocida por su rica historia y su belleza arquitectónica, pero también por los desafíos que enfrenta actualmente, incluyendo la amenaza del turismo masivo, el aumento del nivel del mar y la erosión de la infraestructura. «Veneciafrenia» utiliza este contraste, entre la belleza y la decadencia para crear un entorno inquietante y desorientador. Por un lado, la película muestra sus lugares icónicos, como el Gran Canal y la Plaza de San Marcos, y las imágenes y los detalles artísticos. Esto crea una sensación de nostalgia por la riqueza cultural del pasado. Por otra parte, la película también muestra la ciudad en su estado actual de deterioro, con imágenes de edificios abandonados y en ruinas, y los canales sucios. Este contraste se refuerza con la historia de los personajes, que son turistas que vienen a la urbe en busca de diversión y romance, pero que se ven atrapados en una pesadilla de muerte y violencia. El simbolismo de este contraste es claro: la belleza histórica de Venecia se está desvaneciendo y su decadencia se refleja en los personajes, en una ciudad que ya no es lo que solía ser. Además, el hecho de que haya asesinatos en lugares turísticos y famosos, como el teatro abandonado o la propia Plaza de San Marcos, resalta aún más la idea de que la belleza y la decadencia son dos caras de la misma moneda. Todo esto representa el conflicto entre el pasado y el presente, y cómo la historia y la cultura pueden estar en peligro de perderse en una sociedad cada vez más obsesionada con el consumo y el turismo.

También aborda temas como la violencia y la corrupción que se esconden detrás de la fachada turística. En la trama, se hace referencia a la presencia de sociedades secretas y sectas que han existido allí desde la Edad Media. El bufón y el Doctor de la Peste representan estas sociedades que, en su afán de venganza, están dispuestas a matar a turistas inocentes y a hacer lo que sea necesario para mantener su poder y control. La atmósfera puede verse como una representación de esta tradición histórica, que De la Iglesia utiliza para crear un ambiente de intriga y misterio. Al explorar estos aspectos, también invita a los espectadores a reflexionar sobre las implicaciones y consecuencias del secretismo y las actividades clandestinas en la sociedad.

«Veneciafrenia» puede relacionarse con el «giallo». Presenta una trama misteriosa y llena de suspense, con personajes que buscan descubrir la verdad detrás de una serie de eventos desconcertantes y aterradores. Su estilo visual incluye iluminación expresionista, colores saturados y composiciones audaces. Contiene varias escenas de violencia y asesinatos, elementos comunes en el género «giallo», ya que muestra crímenes estilizados y sangrientos. Y trata temas relacionados con la locura, la obsesión y los secretos oscuros, a lo largo de la trama.

La banda sonora de Roque Baños es una herramienta básica en la construcción del tono emocional de la película. El uso del violonchelo como elemento central en la partitura aporta una textura melódica y emotiva que a la par puede transmitir misterio, así como tensión melodramática.

La casa del antagonista es un elemento clave en el desarrollo de la historia. La mansión señorial, que se está hundiendo lentamente en las aguas de Venecia, es un símbolo del declive, tanto de la ciudad como de los personajes involucrados. En el pasado debió haber sido un lugar de riqueza y poder, pero ahora es un laberinto en ruinas que refleja la degradación moral y psicológica de sus dueños. Los pasillos y habitaciones inundadas de la casa, en los que hay que caminar sobre palés para desplazarse, añaden un elemento de angustia y peligro figurativo. Además, el agua que se filtra en la casa es un recordatorio constante de la inestabilidad y la amenaza que se cierne. El diseño de producción de la casa es cuidadosamente detallado y estilizado, con una iluminación sombría y contrastada que resalta las texturas desgastadas de las paredes y los muebles.

Las motivaciones del antagonista están profundamente arraigadas en la muerte de su hijo, quien falleció en un trágico accidente de crucero en Venecia que resultó en varios muertos y heridos. Este accidente es un catalizador. La pérdida provoca un intenso dolor y una sensación de impotencia, lo que a su vez genera un deseo de venganza y justicia. Este deseo se convierte en la fuerza impulsora detrás de sus acciones, lo que lleva a una serie de eventos
terroríficos. Esta tragedia personal también puede referir un problema más amplio relacionado con el turismo masivo y la explotación de Venecia y sus habitantes. El accidente de crucero y la muerte del hijo del antagonista pueden verse como un símbolo del impacto negativo del turismo irresponsable en la ciudad y sus habitantes, lo que le puede llevar a cuestionar y enfrentar las fuerzas que están destruyendo la ciudad que aman.
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Jordirozsa
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6
9 de abril de 2023
28 de 40 usuarios han encontrado esta crítica útil
Bueno. Pues, ¿qué decir de «El Exorcista del Papa» (2023)»? Russell Crowe vuelve a Roma para luchar en la lid, pero no ataviado con el atuendo y las armas de un gladiador para la diversión del pérfido emperador Cómodo (180 – 193 d.C.), sino vestido con sotana negra y armado de crucifijo y agua bendita, al servicio de un papa inventado (en 1987 el pontífice máximo de la Iglesia Católica era el polaco, y canonizado Karol Wojtila, conocido por todos como Juan Pablo II), al que da vida un Franco Nero, que no me esperaba ver tan bien conservado y con ganas todavía de dar guerra en el cine, aunque al hombre ya se le notan un poquillo los achaques de la edad. Uno de los principales iconos del cine italiano («La Batalla de Argel», 1966; «Augustine: The Decline of the Roman Empire», 2010; «John Wick: Chapter 2», 2017).

Desde que en 1973 William Friedkin destapó la «caja de los exorcismos» con su adaptación de la obra de William Peter Blatty con la magnífica y colosal cinta (para mí, la más terrorífica de todos los tiempos, junto con «The Omen», 1976 , de Richard Donner) interpretada por Max Von Sydow, Lauren Bacall, Ellen Burstyn, Lee J. Cobb y Jason Miller, el listón para este (llamémoslo) «subgénero» quedó puesto de entrada tan alto, que de todas las secuelas, precuelas, «remakes», refritos y demás derivados, sólo atino a colocar cerca del hito, al «Exorcista III» (1990), dirigida por el propio Blatty (con George C. Scott, Brad Douriff, Jason Miller repitiendo y Ed Flanders); y «The Rite» (2011), de Mikael Håfström, muy dignificada por las actuaciones de Sir Anthony Hopkins, Rutger Hauer y Cyarán Hinds, como capaces de conservar ese aura tan intensa de sobrecogimiento y terror primario (teniendo en cuenta que en mi educación y cultura católicas, el demonio da mucho «yuyu»), Incluso me atrevería a añadir a esas excepciones «The Exorcism of Emily Rose» (2005), de Scott Derrickson, con el gran papel de Tom Wilkinson, y «The Devil Inside» (2012), de William Brent Bell, que a pesar de ser un «mockumentary» de serie inferior, es una de las pocas de este estilo que consiguió que me tuviera que cambiar los calzoncillos después de verla.

Cuando entré en la sala del cine, la primera imagen que quedó impresa en mis retinas fue la cantidad de asistentes con cajas repletas de palomitas; me dio un respingo intuitivo (y no supe porque hasta bien avanzado el metraje), porque jamás había asociado dicho manjar con una película realmente terrorífica que exigiese las dos manos en todo momento, para agarrarse a los brazos de la butaca. Después comprendí que «The Pope’s Exorcist» (2023), no llega ni mucho menos a las cotas de sudor frío, congestión de garganta y frío en la espalda a las que ponían (y ponen si alguien tiene arrestos de verlas en la completa oscuridad y soledad de la noche) las inmortales que he mencionado más arriba. Éstas abogan por un terror contemplativo, que apela a lo más primitivo de nuestros miedos, alimentado por los elementos culturales que hemos mamado de pequeños, y son hasta como un crisol en el que se reflexiona, y hasta se puede oler, atisbar, palpar… el mal en su origen, en su más pura esencia. Ese concepto o idea del mal que deja literalmente paralizado.

La propuesta de Julius Avery («Samaritan», 2022; «Overlord», 2018; «Son of a Gun», 2014), es una hibridación hacia una narrativa más aventuresca y/o detectivesca, que contiene trazas de cine fantástico en general, añadidos a lo que tendría que ser la pura y dura médula del terror, sobre todo cuando se trata del ejercicio de echar demonios. Es cierto que, a nivel temático se nos puede presentar como «una más de exorcismos», y de ello se cuida, pues el guion se sostiene básicamente por los referentes de «El Exorcista» y «The Rite», de los que, no es que toma prestadas, sino que directa y descaradamente confisca ideas, no sólo en lo que concierne al discurso, sino incluso en ciertos momentos de los que se podrían desprender calcos y referencias gráficas de las dos mencionadas anteriormente. Coge la masa madre, no para cocer un auténtico pan. En vez de eso, se hace una pizza algo estrafalaria, que lleva al espectro de una audiencia más generalista, claramente su público diana, a la que le va más el enfoque del horror al estilo de parque temático: «¡Bienvenidos al Exorcismo de Port Aventura!», en el que los contenidos del género terminan por caer casi a cotas caricaturescas.

La parte técnica del «film» es lo más decente. En lo que respecta a la fotografía de Khalid Mohtaseb, que combina la tétrica luz rebajada con tonos calientes en las escenas que se quieren impregnar de inquietud, de la presencia del Mal, con agradables vistas panorámicas de verdes bosques que rodean la casa señorial (una abadía), que a simple y primera vista, desde el exterior, parecerá mentira que en sus tripas se desarrollen tan aciagos y horribles hechos.

La banda sonora de Jez Kurzel es correcta. Pero sosa. Destaca y se agarra más a ese carácter que busca el misterio e intriga, haciendo un caldo marino con la partitura de la orquesta, apto para cocinar unas albóndigas con sepia (entiéndase la metáfora, en alusión al híbrido que refería antes), pero que destrozaría por completo una pieza de ternasco al horno.

El «set» principal es la abadía en ruinas que Julie (Alex Essoe) hereda de su recientemente fallecido esposo en un accidente de tráfico, y a la que la madre, con lo puesto, se muda con sus dos hijos, la inadaptada y rebelde adolescente Amy (Laurel Marsden), y su hermano menor Henry (Peter DeSouza-Feighoney), para vivir allí mientras la restauran, y venderla después. El caserón, tanto de exterior como en el interior, nos recordará a innumerables decorados que en la historia del cine han representado la morada de icónicos monstruos, como el Conde Drácula. El polvo, las telarañas, el mobiliario de época, las cristaleras, las habitaciones y un espeluznante sótano que parecerá ser la ruta que conduce a la puerta del mismísimo infierno,
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Jordirozsa
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6
7 de abril de 2023
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como les ocurre a algunos forenses, a la hora de empezar su operación en la mesa de autopsias, al acercarme a «Death Note» (2017), para hacer mi disección, me encontré una espesa polvareda levantada por multitudes de «fans» airados que, puños en ristra, habían acribillado de tal manera la película (y supongo que por ende a su director, Adam Wingard, y a todo su equipo de trabajo; uno de los peor parados ha sido el pobre Natt Wolff, que hasta con sus mechas se metieron, ¡pobre niño mío!), que delante de mí tenía a un manojo desfigurado de carne y de huesos. Pero lo bueno del caso es que me pongo en la piel de tantos amantes del material original despechados, porque a mí me ocurrió exactamente lo mismo cuando el desvergonzado Timur Bekmambetov, hizo lo propio en 2016 con «Ben-Hur», no sólo insultando a la inteligencia del público, sino también a la dignidad de las adaptaciones previas de la novela de Sir Lew Wallace, y a la propia honra del susodicho escritor británico. Es por esta razón que, aun y haber visto la execrable cinta, me abstendré en mi vida (por lo menos de momento), de hacer de ella cualquier reseña, pues de entrada mis intentos de ser objetivo serían completamente en vano.

Y lo mismo digo con las de «Astérix», que teniendo la colección enterita de las aventuras del galo, y hallando pasables los «animés» de algunas de sus entregas, por muy aclamado y considerado que sea el Depardieu, y por mucha gracia que tenga haciendo gala de un barrigón cubierto de calzones a rayas blancas y azules, jamás me convencerán las adaptaciones cinematográficas del «sacrosanto» clásico de Gosciny. Por lo tanto, me pondré a destripar la cinta, con todo el cariño del mundo, pues desconozco el alma de la serie en la que se ha inspirado (más propio que «adaptado») el realizador en su traducción, desde su concepción nipona a la «culturilla» USA (si es que se le puede llamar así, al imaginario colectivo del público palomitero yanqui estándar).

A parte del principal problema de la consabida y archi comentada excesiva condensación de contenidos en poco más de 100 minutos de metraje, y precisamente como consecuencia de la misma, el principal yerro que hallo en esta cinta es la honra que le hace al queso emmental, su guión, más lleno de agujeros que el paredón al que pusieron a Wingard los llamados «fanboys» del «manga». Y por si no fuera poco, con tales huecos, se va enrevesando en progresión exponencial, a medida que nos acercamos al tercer acto, una trama que es un reto a descifrar para el egiptólogo más experto.

Sin ir más lejos, uno de los fallos más aberrantes en los que incurre el «script», es en el lío padre que se monta con las reglas (aka, el manual de instrucciones) de funcionamiento del «dietario de la muerte», que cae como excremento de gaviota a los pies de Light (Nat Wolff), a pocos minutos de empezar la película, en un primer acto que dura menos que un padrenuestro.


En el film hallaremos una intencionalidad paródica por parte de Wingard quien, habiendo recibido el encargo de la «todopoderosa» Netflix para timonear el proyecto (la Warner en su día había comprado los derechos a los «japos», pero no tuvo arrestos de ir más allá de un proceso de planificación), era perfectamente consciente del sector poblacional que constituía el público diana del producto, y no sólo se dedica a tomar las cuatro ideas básicas que le convinieron (todo indicio apunta a que, nada más lejos el querer hacer una adaptación), sino que lo traduce a un código nítidamente comprensible para la audiencia objetivo de la plataforma (la contemporánea generación de adolescentes gringos, y por extensión a lo que llaman en términos tanto geográficos, como mercantiles, «occidental»), sino que encima es capaz de restregarles en toda la jeta, con dicho lenguaje, lo que piensa de ellos: de sus valores, de sus expectativas, de su particular ficción del mundo… el mensaje de Wingard (con algunos éxitos reconocidos, «You’re the Next», de 2011, y las dos entregas de «VHS», de 2012 y 2013 respectivamente; así como el pinchazo de «The Blair Witch», 2016) no es un tributo a los acólitos de la versión animada (que ya ven ustedes como le han dejado), sino una requisitoria a los que todavía se petaban los granos en aquella época, o estaban dándose sus primeras afeitadas.

Wingard aprovecha su cometido para servirse de un tópico «japo» y, para su público, convertirla en una especie de cuento infantil con moraleja. Puesto que una de las cosas que saltan primero a la vista en esta producción, son los dilemas morales que plantea, respecto a las actitudes y comportamientos de sus personajes. En eso, representando a la posición del propio director, tendríamos a la figura fáustica del Ryuk «devora-manzanas», que se ríe en la distancia de la patética realidad/valores/afectos de la nueva generación de adolescentes y de jóvenes adultos. Disfruta viendo como la gente comete las fechorías a las que les induce; el perfecto rol de un demonio. Si lo que se pretendía era dotar a ese ser de un carácter ominoso y siniestro, nada más lejos de tal intención: resulta más cómico que otra cosa.

Este «Death Note», se erige por encima de todo (la principal función de toda empresa, sin excepción, es la de generar mortadelos) como producto de entretenimiento; no una obra de autor artística que funcione como tal, y para lo que, como mínimo, se tendría que haber construido en formato miniserie (dos temporadas de seis capítulos cada una, por decir algo).

Ya no se trata de debatir si Wingard destroza, intenta conservar o se preocupa de la esencia del original: simplemente, le importa un comino. Él recrea su propia trama, y la viste con los ropajes del cómic, haciendo una serie de transferencias entre personajes, sus atributos, y las experiencias de los mismos, que obviamente pone de patas arriba todo lo que esperaban ver algunos; por ejemplo, el Light de Wingard es un chaval inmaduro, inseguro, hasta algo repelente, acosado por los matones de su instituto…,
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Jordirozsa
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