Las vidas de algunos de los psicólogos europeos más influyentes, desde finales del siglo XIX hasta mediados del siglo pasado, se cruzaron en los albores del XX. El austríaco Sigmund Freud, el suizo Carl Jung, la rusa Sabina Spielrein y el anarco-alemán Otto Gross, forman parte esencial de la historia que Cronenberg guioniza sobre una novela de Christopher Hampton. La relación, muy estrecha en algunos casos, de estos médicos-pensadores-pacientes-filósofos es la que nos traslada el director canadiense, en esta ocasión bajo pabellón del Reino Unido.

Las teorías, los métodos y terapias, la correspondencia, sus familias, sus amores y sus propias neuras, con unas interpretaciones de muy alto nivel, conforman un retrato de difícil contestación para aquellos, que como yo, se cuenten entre los ignorantes de esta rama tan compleja de la ciencia médica. Los padres de estos estudios sobre la conducta o comportamiento humano y los procesos mentales; de difícil encasillamiento, incluso hoy, en áreas concretas de la práctica hipocrática, pasean por la película sus arrolladoras personalidades y sus empíricos descubrimientos, acompañados de sus propios traumas y desvaríos; y mientras nos muestran los aires, incluso dramáticos, que respiran los grandes intelectuales, nos sumergen en un profundo complejo de inferioridad por el uso mínimo que hacemos de nuestras mentes, posiblemente, todos cuantos estamos sentados en las butacas; y nos sentimos cordialmente invitados a hacer uso de esa práctica, tan argentina y woodyalleniana, que consiste en tumbarse en la chaise longue de un psicoanalista y ordenar e incluso desamueblar nuestro abandonado y sucio desván, antes de que efectivamente se convierta en un peligroso polvorín.

Para quienes quieran conocer mejor a quienes llegaron al convencimiento, en fechas no muy lejanas, que el alma también enferma y que se cura con algo más que oraciones.