Para las generaciones posteriores a Buñuel, las que sólo habíamos oído hablar de él en los medios, a otros directores o a nuestros familiares, descubrir al director aragonés supone mucho más que desempolvar una vieja cinta de John Ford, o de Houston o de Lean. Así como uno no puede más que asombrarse por la absoluta pérdida de una tradición de cine épico comercial pero excelente, producido en Estados Unidos a partir de la segunda mitad del siglo XX, en el caso de Europa se trata de otro cantar.
La sorpresa de ver Viridiana 46 años después de su realización es desconcertante y fascinante. Uno se da cuenta de que todo lo que le gustaba del cine más o menos independiente facturado en el viejo continente ya estaba hecho. Que no son Lars Von Trier, Vinterberg o Haneke, muchísimo menos Almodóvar, los que están plantando cara a la intranscendencia de Hollywood con cine diferente e innovador. Cuando uno ve la aun sin terminar trilogía de Lars Von Trier, que concluirá el año que viene con Washington, los avatares de Grace no pueden más que recordarle a los vividos por Viridiana. Cuando uno ve esa maravilla que es Celebración, está recordando aquella prodigiosa primera cena de El Ángel Exterminador y así podríamos continuar con numerosos títulos...
Lejos de acusar a los directores acuales de plagio o evidentes inspiraciones, lo que el que escribe quiere expresar es la continuidad que presenta nuestro cine, y las evidencias de que los grandes cineastas de ahora han bebido de los grandes maestros que les precedieron. Buñuel es, en mi opinión, el responsable de los mejores títulos del cine europeo, y sin duda Viridiana el mayor exponente de esto.
Cruel, descorazonadora y pionera en casi todos sus apectos, esta obra maestra repleta de símbolos refleja las miserias del ser humano como nunca se ha conseguido hacer en cine, olvidándose de pretenciosos mensajes y juicios políticamente correctos. Imprescindible e inolvidable.