En primer lugar, sí, la he visto. Lo confieso, padre, porque he pecado. ¡Qué cosa tan mala! Tuve ardores toda la tarde después de comprobar que Rob Schneider sigue haciendo lo que sabe hacer, es decir, muy poco, pero ahora, además, dirigiendo (sí, del verbo "dirigir", no se sorprendan tanto que Stallone y Segal, e incluso, el inefable Chuck Norris también lo hacen de vez en cuando). La cinta no es graciosa (mejor era "Gigolo", aunque tampoco la recomendaría aquí, como mucho en un foro de adolescentes interesados en el séptimo arte, para que aprendan lo que no se debe seguir viendo), de hecho, no tiene ni puñetera gracia la madre que aventó a este bajito con cara de listillo metido entre presos enormes y bobalicones. Los chistes verdes y marrones, sobre todo éstos últimos, hacen sonreír a un sacerdote, pero por misericordia, a los mortales de mediana edad (como yo) lo del culo y sus huestes de invitados enhiestas y generosas no logran arrancarme ni un bostezo. Es repetitiva, infantil, de mal gusto (es un jodido estafador de ancianas, por el amor de Dios) y hecha con la punta de no diré el nombre, que ya la película de las narices lo menciona cada tres por cuatro (que con Rob Schneider no dan 12). No pierdan el tiempo. El título de mi crítica traslada a quien la lea a una película de las grandes (esta vez sí, "gran" de "grande" no de "glande") y las he comparado con el propósito de convencerles de que la cinta de Eastwood sí es cine y la Rob Schneider es una piltrafilla más propia de Buenafuente o de la Hora Chanante para ver en casa con amigos y no en una sala de proyección. Disculpen el mal humor, los ardores persisten, después de haberla visto hace 36 horas. Con Dios.