Thriller basado en hechos reales que roza a veces el tono documental. Jamie es un adolescente que vive en un suburbio, en un entorno marginal en el que la inteligencia brilla por su ausencia. Todo cambia cuando John entra en sus vidas y decide que es hora de empezar señalar las prioridades de la familia en lo tocante a quien vive y quien muere.

No es la historia al uso de asesinos en serie, que (casi) siempre hemos visto retratados como tipos solitarios y metódicos. Aquí, parece que estemos ante un enclave familiar dedicado al crimen, como veíamos en la también australiana Animal Kingdom (2010). Pero, a medida que avanza, advertimos que no es tan así, sino que hay una clara cabeza pensante mientras que el resto obedece sus órdenes, incluido el joven Jamie, completamente subyugado e incapaz de rebelarse. Y aunque al principio parece todo ir en la dirección del crimen de odio (gays, drogadictos...) cuando en realidad todo es un vehículo para satisfacer el ánimo criminal de John, al margen de la condición de sus víctimas.

La narración austera y el ritmo parsimonioso corren el riesgo de hacer algo indigesto el visionado. Es cierto que las dos horas se hacen algo largas por esos motivos, echándose de menos algo más de dinamismo, pero no llegan a conseguir el desinterés, al menos no del todo. Cuesta llegar al final, pero a veces las historias reales no tienen tantos fuegos artificiales como el cine siempre ofrece con frecuencia, y todo es así de crudo y parco.