El estilo de Gilliam, de una visualización delirante y extremada de la realidad, encuentra en esta historia de yonquis un acomodo singular. Es la historia de unos seres atemorizados y agresivos, hijos de las revoluciones culturales de los años sesenta que, en los años setenta, son víctimas de la frustración y que han dejado de buscar, han perdido la esperanza y ya sólo se dedican a huir de la desesperación. Las drogas, ayer símbolo de la libertad, hoy son el medio idóneo para lograr el viaje de huida de uno mismo.

Nunca se ha expresado mejor un trastorno mental por una dosis de droga como en esta película. No pretende Don Terry sublimar los efectos de las drogas como en Easy Rider, ni mostrar con “realismo surrealista” el mundo de la drogadicción como en Trainspotting. Gilliam consigue transmitir la falsa sensación de seguridad y de afecto a la que llega el consumidor habitual de estupefacientes.

Y no podría hallarse en el mundo un escenario más apropiado para los excesos adictivos de Depp y Del Toro que Las Vegas, una ciudad excéntrica y psicodélica en pleno desierto, en cierto modo, una trampa para ilusos o desesperanzados.