Película suicida, proyecto imposible y genialidad (casi) constante. Todo eso es la adaptación al cine de la fascinante novela de William S. Burroughs "El almuerzo desnudo". Cronenberg hizo lo más inteligente y a la vez más simple: no adaptó 200 páginas de delirios de yonqui muy bien escritos, sino que mezcló algunos de esos delirios con una visión real de la historia de Burroughs. Detalles geniales para discernir realidad y delirio (el engendro cae por el balcón pero en el suelo se estrella una máquina de escribir, el billete de avión es en realidad un "billete" a otro mundo) se unen a un diseño de producción magnífico donde Tánger deviene un laberíntico montón de arena y columnas de piedra y donde Lee (un elegante, apabullante, inmenso Peter Weller) busca el rostro del amor perdido (Judy Davis, tan magnífica como perturbadora). Sólo una pega: los últimos 20 minutos desfallecen y se rompe la hipnosis que Cronenberg tenía sobre el espectador. Es una pena que en eso el director y guionista sea más cinematográfico que literario.