Una imagen vale más que mil palabras. Buena fe de ello dio Andrew Stanton con su ya inmortal robot limpiador. Por su parte, parece que el equipo formado por Pete Docter y el debutante Bob Peterson tomaron buena nota. La prueba más perceptible es el soberbio arranque del filme. Con el espíritu del mejor cine mudo, ‘Up’ nos presenta a Carl, un tímido muchacho que babea con los viajes del aventurero Charles Muntz. Un niño que al salir del cine conoce a Ellie, el amor de su vida. Un niño que junto a su inseparable compañera, se va haciendo mayor... Algo tan complejo y precioso como el amor; como el propio hecho de vivir, es tratado aquí con una agilidad pasmosa. Una buena banda sonora y la elección de las imágenes adecuadas (qué simple suena, y qué complicado es llevarlo a cabo) captan nuestra atención, nos divierten... y nos emocionan. Con todo ello, una lágrima se escurre entre las aparatosas gafas para ver en 3D. Apenas han pasado diez minutos y el público ya está en el bolsillo.

A partir de ahí aparece el bueno de Russell para configurar así la ya clásica pareja cómica pixariana; la casa de Carl sale en volandas, y la aventura está servida. El silencio y la contención son sustituidos inmediatamente por la agilidad y el desparpajo en los diálogos. Donde antes se imponía una actitud nostálgica y pausada, ahora reina la espectacularidad y un ritmo trepidante. Ya sólo hace falta relajarse, acomodarse en la butaca y dejar que nos invada la fantasía y el espíritu más romanticista. El resto lo ponen estos genios que nos llevan a un mundo mágico, donde unos perros parlantes persiguen a una criatura ancestral y donde una vieja gloria permanece enterrada bajo sus recuerdos y obsesiones. Ante nosotros, un universo colorista, rico en metáforas y técnicamente muy bien delineado.

Así, pasada hora y media, se encienden las luces de la sala y uno tiene que contener el berrinche, exigiendo más peripecias. Una vez superada la rabieta momentánea, sale a relucir la verdadera grandeza de ‘Up’. Ante la avalancha visual que acabamos de presenciar, es fácil perderse las sutilezas de una historia genuinamente entrañable. Casi sin enterarnos, la versión digitalizada de Spencer Tracy y su intrépido compañero de viaje nos han hablado de la amistad, del amor, del peso del pasado y de la importancia de pasar página para seguir adelante en la vida.

Después de la breve reflexión, y justo cuando salimos a la calle, me invade un sentimiento de culpabilidad. Docter y Peterson no sólo han vencido al hype que empezó a labrarse desde Cannes, sino que también han hinchado aún más el aprecio que siento hacia Pixar. No obstante, al terminar la película, no he aplaudido. No sé si ha sido por el estado catatónico en que me encuentro; no sé si es por la apatía que se ha apoderado de nuestras salas de cine al final de cada proyección. Sólo sé que ya tengo una buena excusa para volver a ver este prodigio. La próxima vez juro que aplaudiré... y hago una cruz con el corazón.