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Voto de reporter:
7
2009
8.1
24,153
Animación. Drama. Comedia
Primer largometraje de Adam Elliot, ganador de un Oscar con el cortometraje "Harvey Krumpet". Narra la larga amistad por correspondencia entre un cuarentón judío y obeso de Nueva York, y una niña australiana de ocho años que vive en los suburbios de Melbourne. (FILMAFFINITY)
24 de noviembre de 2009
30 de 35 usuarios han encontrado esta crítica útil
Viejas, imperfectas y ahora extinguidas máquinas de mecanografía se convierten en el vínculo entre dos seres torturados pero encantadores. Un punto de partida que puede parecer algo desfasado, pero que en realidad es un acierto total, al estar éste en perfecta sintonía con la actualidad más rabiosa, en la que la “red de redes” permite que cada día se conozcan personas que habitan en los lugares más recónditos del planeta y que nunca antes se han visto. Todo ello puede interpretarse entonces en clave de visión romántica de los actuales e indudablemente más fríos chats virtuales, poblados por gente que seguramente no tenga absolutamente nada en común. Afortunadamente, este último punto no coincide con el caso de los dos entrañables protagonistas de esta película de animación definitivamente no apta para menores.
La estética y el más bien poco virtuoso uso de la stop-motion delatan -por si no lo habían hecho ya los personajes y las circunstancias que les envuelven- el gusto de la cinta por el feísmo, así como la voluntad de retratar una realidad que como tal, es desagradable, incómoda, obscena... pero no por ello fascinante, y endiabladamente divertida. Para conseguir este paradójico efecto, Sam Elliot repite la fórmula que en el año 2003 le llevó a ganar el Oscar al mejor cortometraje de animación. En ‘Harvey Krumpet’, el director australiano se centraba en la peculiar vida del no menos peculiar personaje que daba título a aquel auténtico diamante en bruto de apenas veinte minutos de duración. Se trataba de un hombre con síndrome de Tourette que, debido a su nula comprensión -o particular visión- de la sociedad, se veía obligado a apuntar constantemente en una libretita los Hechos (“Fakts” en la versión original) que le ayudarían a comprender el mundo que le rodeaba. Un esfuerzo que caía en saco roto, pero que obviamente ayudaba a conectar con el bueno de Harvey, y a descubrir el humor de Sam Elliot.
Seis años después abandonamos el síndrome de Tourette y abrazamos el de Asperger. En forma y contenido, pocas cosas han cambiado bajo el sol australiano, ya que en todo este tiempo, Elliot ha aportado escasas novedades a su discurso... y ni falta que hace. Aquella máxima que tanto se oye en el mundo del fútbol cobra sentido en ‘Mary and Max’: “si una cosa funciona, no la cambies.” Aquel multipremiado cortometraje funcionaba como un reloj suizo, y su correspondiente “prolongación” también lo hace. Buena parte de la culpa la tiene un guión magistral que por ritmo, planteamiento y substancia recuerda a la primerísima etapa de Woody Allen. Es por ello que no deben sorprender las continuas referencias a temas sexuales, religiosos o patológicos, todos ellos enfocados siempre desde una perspectiva irónica y con elevados niveles de acidez. Porque sí, hablar del abandono, del bullying o de la muerte, con una sonrisa en la cara, no es sólo posible, sino que además es un ejercicio muy saludable.
La estética y el más bien poco virtuoso uso de la stop-motion delatan -por si no lo habían hecho ya los personajes y las circunstancias que les envuelven- el gusto de la cinta por el feísmo, así como la voluntad de retratar una realidad que como tal, es desagradable, incómoda, obscena... pero no por ello fascinante, y endiabladamente divertida. Para conseguir este paradójico efecto, Sam Elliot repite la fórmula que en el año 2003 le llevó a ganar el Oscar al mejor cortometraje de animación. En ‘Harvey Krumpet’, el director australiano se centraba en la peculiar vida del no menos peculiar personaje que daba título a aquel auténtico diamante en bruto de apenas veinte minutos de duración. Se trataba de un hombre con síndrome de Tourette que, debido a su nula comprensión -o particular visión- de la sociedad, se veía obligado a apuntar constantemente en una libretita los Hechos (“Fakts” en la versión original) que le ayudarían a comprender el mundo que le rodeaba. Un esfuerzo que caía en saco roto, pero que obviamente ayudaba a conectar con el bueno de Harvey, y a descubrir el humor de Sam Elliot.
Seis años después abandonamos el síndrome de Tourette y abrazamos el de Asperger. En forma y contenido, pocas cosas han cambiado bajo el sol australiano, ya que en todo este tiempo, Elliot ha aportado escasas novedades a su discurso... y ni falta que hace. Aquella máxima que tanto se oye en el mundo del fútbol cobra sentido en ‘Mary and Max’: “si una cosa funciona, no la cambies.” Aquel multipremiado cortometraje funcionaba como un reloj suizo, y su correspondiente “prolongación” también lo hace. Buena parte de la culpa la tiene un guión magistral que por ritmo, planteamiento y substancia recuerda a la primerísima etapa de Woody Allen. Es por ello que no deben sorprender las continuas referencias a temas sexuales, religiosos o patológicos, todos ellos enfocados siempre desde una perspectiva irónica y con elevados niveles de acidez. Porque sí, hablar del abandono, del bullying o de la muerte, con una sonrisa en la cara, no es sólo posible, sino que además es un ejercicio muy saludable.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Normal que una de las mejores experiencias cinematográficas del año la ubique en aquella abarrotada sala de proyección del Festival de cine de Sitges en la que tuve ocasión de descubrir esta joya, y en la que el patio de butacas se convirtió en un océano imparable de carcajadas. Lo que antes eran “Fakts”, ahora son cartas cargadas de humor gamberro, pero altamente ingenioso. Son estas cartas el verdadero motor narrativo de la historia, tanto que llega un punto en que el conjunto peligra debido al excesivo regodeo de Elliot en el bombardeo de gags. Por un momento parece que todo sea una gran excusa para lapidarnos a base de chistes que hacen gala de una -sanísima- mala leche, pero que a la vez se hacen cada vez más inconexos. Afortunadamente se trata de una impresión errónea (y aunque no lo fuera, seguiría siendo difícil criticar la propuesta, ya que, al igual que las hipnóticas notas del Perpetuum Mobile que nos acompaña durante buena parte de la travesía, uno no se cansa nunca de escuchar lo que tienen que contarnos Mary y Max).
La prueba de que el director persigue en realidad metas más ambiciosas está en la prodigiosa manera de retratar la relación epistolar (y sobretodo su evolución) entre los dos protagonistas. Algo similar a aquella relación a distancia, claramente más unilateral pero igualmente maravillosa, entre el personaje de Jack Nicholson y su querido Ndugu en ‘A propósito de Schmidt’. La incredulidad y los titubeos iniciales hacia “el otro” van dando paso a una confianza que acaba derivando en un apego que ilustra a la perfección lo que significa la amistad: un tesoro, un refugio, un bote salvavidas que no obstante, puede tornarse en una peligrosa arma de doble filo. Elliot sabe de lo que habla, y lo hace con solidez y maestría; con ternura y emoción a flor de piel, pero sin caer nunca en sensiblerías ni usar atajos fáciles. No queda pues otro remedio que reverenciar a este torrente de la inventiva... y a su cerebro, un ya más que consolidado y excelente comprendedor del alma humana.
La prueba de que el director persigue en realidad metas más ambiciosas está en la prodigiosa manera de retratar la relación epistolar (y sobretodo su evolución) entre los dos protagonistas. Algo similar a aquella relación a distancia, claramente más unilateral pero igualmente maravillosa, entre el personaje de Jack Nicholson y su querido Ndugu en ‘A propósito de Schmidt’. La incredulidad y los titubeos iniciales hacia “el otro” van dando paso a una confianza que acaba derivando en un apego que ilustra a la perfección lo que significa la amistad: un tesoro, un refugio, un bote salvavidas que no obstante, puede tornarse en una peligrosa arma de doble filo. Elliot sabe de lo que habla, y lo hace con solidez y maestría; con ternura y emoción a flor de piel, pero sin caer nunca en sensiblerías ni usar atajos fáciles. No queda pues otro remedio que reverenciar a este torrente de la inventiva... y a su cerebro, un ya más que consolidado y excelente comprendedor del alma humana.