Cuando por un tiempo se dejan de ver películas clásicas americanas como ésta, como es mi caso, y se vuelve a ver una, uno se da cuenta de la magia que trasmiten. El cine negro de la época del blanco y negro tiene una fotografía que atenaza al espectador a lo largo de toda la película.
Y Cayo Largo no se queda atrás. Con la dificultad que tiene el mantener la tensión en todo momento rodando toda la trama en apenas una localización (Hotel Largo), John Huston nos demuestra que sabe sacar tajada de ello, y logra que el espacio donde habitan los personajes tenga vida y hasta personalidad propia. Al principio del film parece un hotel normal, hasta que nos damos cuenta de que los pocos que se hospedan allí no son más que unos gangsters que han hecho de aquello su guarida, y según avanza el film ese espacio se va convirtiendo en un lugar oscuro, vacío, inhumano, que contrasta con la imagen habitual que tenemos de un hotel.
Por eso, la clave del film (y de esa tensión mantenida) está en el desarrollo psicológico que tienen los personajes, pues se ven obligados a rescatar episodios de su pasado, fragmentos que los han hecho ser lo que hoy son, y en ese contraste sacan todo el brillo las magníficas interpretaciones de todos los actores, que hacen que el espectador se debata entre distintos sentimientos, empezando por la compasión que inspira el señor Temple en su silla de ruedas, pasando por el más ardiente odio hacia Jonhy Rocco, hasta llegar a una mezcla entre pena y verguenza ajena cuando la esposa de Rocco empieza a cantar para poder tomar un trago.
Cayo Largo no me parece una obra maestra, pero merece todos mis respetos porque me ha mantenido toda la película pegado a la silla (bueno, a la cama).