En su tercer film, Peter Mullan consigue retratar de forma clara y concisa cómo y por qué un estudiante adolescente superdotado, cae en una espiral de rabia interior y violencia. Un viaje desde cero, con una meticulosidad y precisión descriptivamente asombrosa y emocionalmente golpeante.

Situada en Glasgow a principios de los años 70, flanqueada por una ambientación y recreación fabulosa, Peter Mullan comienza con calma, de menos a más pero con paso inexpugnable, a mostrarnos el ámbito educativo, el grupo de pandillas y el entorno familiar de este chico, todo ello magistralmente plasmado. Con una didáctica propia de un insigne profesor, nos lleva de la mano al corazón de un chico que sufre los rigores del entorno de iguales y una situación familiar soterradamente insostenible.

Dedicada a su padre, algunos con tintes autobiográficos, y con la propia presencia de Peter Mullan (el padre de John), todo en ella está cuidado. Sobresaliente en aspectos técnicos como la fotografía, el vestuario, el montaje o la banda sonora (fenomenal momento “Heaven”, con cada una de las pandillas a un lado del puente). La historia no puede ser más trágica al ver cómo cambian las circunstancias y el simbolismo de Robinson Crusoe adquiere cada vez más significado.

Se nota que está hecha con dedicación y cariño. Recuerda, por momentos, al alma que poseía “Adiós muchachos”, la excelente obra de Louis Malle, lógicamente con otros condicionantes. Merecida Concha de Oro a la Mejor Película y de Plata al Mejor actor (Connor McCarron, debut en cine a los 16 años) en el Festival de San Sebastián de 2010.
Muy recomendable. Una de las mejores películas sobre adolescentes conflictivos de las últimas décadas.