Bueno, secundo fulminantemente el ardor de Bucco por esta maravilla de Buñuel que vi ayer.
Absolutamente gloriosa, se colocó sin esfuerzo en las primeras posiciones de mi ranking. Un guión maravilloso, del que Galdós supongo tendrá buena culpa, que nos regala, como ya recalcó Don Colchón, un personaje memorable hasta el hartazgo; Don Lope, encarnado por un inmenso Fernando Rey, absoluto amo del cotarro, que se pasea por la función con esa clase infinita disparando líneas de diálogo como obuses. Sin olvidar a Deneuve, que acaba por, en la recta final, justificar en gran medida el título de la obra. Y todo ello coronado con los habituales ramalazos fetichistas y enfermizos que tanto gustaban a Buñuel. En fin, maravillosa.
Y, de nuevo, secundo fulminantemente a Bucco en la supremacía de esta maravilla sobre Viridiana, obra memorable y punzante como ella sola, qué duda cabe, que también vi el fin de semana pasado, pero con la que no conseguí conectar como lo hice ayer con Don Lope y la Triste Ana. Aunque es justo reconocer la tremenda grandeza de su primera media hora, cuando Fernando Rey lleva la batuta, y de la secuencia en la que, como diría Bukowski, el capitán sale a comer y los marineros toman el barco, con esa desencajada y desquiciada reinterpretación de la última cena. Pero el "exceso de costumbrismo", por llamarlo de algún modo, que inunda la película pudo conmigo. Tuve sensaciones parecidas a las que tuve con El Extraño Viaje, otra notabilísima obra, sin duda, con la que tampoco acabé hincando la rodilla. Aunque, probablemente, esta relación entre ambas no tenga mucho sentido más allá de mis filias y fobias.
Sea como sea, enorme Buñuel.