Hay unos versos tan sencillos como preciosos de Lord Byron muy utilizados en el cine (en "Los puentes de Madison", por ejemplo): "Hay un placer en los bosques sin sendero, hay un éxtasis en la playa solitaria..."

Esta película es un bosque sin sendero, una playa solitaria. Contiene el placer de adentrarse en algo bello pero sin guía, algo libre que va creciendo a su libre albedrio, como la naturaleza, como el Minari, tan abundante en una orilla del río que resulta ser tan fecunda.

Una película hecha a base de humanidad, es decir, de sueños, de miedo, de alegrías y frustraciones, de amor y de familia, sobre todo familia, lazos invisibles que la película, los personajes hacen tan reconocibles para el espectador. La precisión en la creación de personajes y en las dinámicas que hay entre ellos, es de una sensibilidad y sabiduría mayúsculas, y la selección es muy acertada, ya que ofrece a través de un concepto muy coral de la narración, una visión poliédrica de unos hechos trascendentales (el comenzar de cero de una familia en un nuevo lugar), y muy diversa, desde la mirada de un niño, a la de una abuela ya de vuelta de todo.

Esta historia y el tratamiento visual, conecta al espectador directamente con la naturaleza, con algo que de algún modo está metido en algún recóndito lugar de nuestra alma, ya que es de la naturaleza de donde venimos. Y conecta de ese modo - en ese entorno maravillosamente filmado, con eficacia y emoción - con un espíritu tremendamente humano: con la idea de esperanza, anhelo y angustia ante un nuevo comienzo. Y es un placer, sin duda, lo es para el espectador, lo es para los personajes, pese a todo lo que les pasa, porque nada nos devuelve tanto a nuestra esencia como adentrarnos en un bosque sin sendero.