A través de un grupo de jóvenes parados que se reunen en un taller de escritura, la película se construye sobre dos piedras fundamentales: el diálogo y el pensamiento crítico. Resulta muy interesante cómo, aprovechando el ejemplo de la literatura, se plantea la dualidad entre realidad y ficción dejando patente la imposibilidad, la mayoría de las veces, de distinguir la línea que las separa si es que tal línea existe.

Los personajes pretenden ser fiel reflejo de la juventud francesa y, por tanto, europea. El grupo es heterogéneo y ante la necesidad de trabajar juntos pronto habrá de enfrentarse a las diferencias culturales, sociales e ideológicas. Mientras el director aprovecha para denunciar la apatía de la juventud actual, la falta de empatía y la incapacidad de ayudar a otras personas, los personajes se ven obligados a diálogos incómodos pero necesarios, poniendo sobre la mesa los miedos más comunes del ser humano.

Se aborda también un tema de candente actualidad como es la radicalización y la mala decisión que, a este respecto, siempre supone aislar un conflicto. Ahí es donde cobra una nueva dimensión el diálogo, herramienta central de la película y cuya principal virtud es no caer nunca en el discurso.

Lo que más me ha gustado es el compromiso de abordar temas necesarios y el uso de la palabra para obligar al espectador a un ejercicio de pensamiento crítico del que con frecuencia se le ha desprovisto en esta era de la información. Por encima del meritorio resultado, hay que aplaudir un guión inteligente. Y por último, al finalizar el visionado, es imprescindible estar dispuesto a reflexionar sobre nuestra propia vida y el poder que la ficción pueda ejercer sobre ella...