Podría decirse que The imitation game es una máquina tan audaz e imaginativa como la que, bajo las manos de Alan Turing, cambió el curso de la Segunda Guerra Mundial. Podría decirse que la película traza una historia de momentos sabiamente medidos y calculados, donde el director es muy consciente de cuándo y cómo elevar la intensidad, cuándo aflojarla y cuándo dejar, incluso, tiempo para la reflexión del espectador (spoiler).

Pero nada de esto sería relevante sin la presencia firme y poderosa de un cada vez más genial Benedict Cumberbatch. La piel de Alan Turing se vuelve elástica, manejable, sobre la figura rotunda del actor que ya nunca será sólo un Sherlock Holmes. Cumberbatch inunda la pantalla con cada gesto, cada palabra; hasta el parpadeo más nimio cobra matices imposibles en manos de otros actores. Es un mago, un genio del disfraz que dota al personaje de la emoción que la historia merece y necesita, pasando de la arrogancia a la vulnerabilidad sin esfuerzo aparente.

Hago aquí una parada para mencionar al actor que presta su voz en la versión doblada al castellano, Iván Muelas. Dejando a un lado la necesidad de escuchar las voces de los actores en su lengua original para poder juzgar su interpretación completamente, Muelas acompaña de forma magnífica la calidad de los matices de Cumberbatch, que se hubieran visto deslucidos con un doblaje menos acertado.

El resto de actores saben ceder el protagonismo al que es director indiscutible del elenco, haciendo el conjunto armonioso y adecuado.

Lejos de ser un simple biopic, The imitation game es un homenaje a través de una historia bella y sutil, que nos ayuda a conocer a un personaje en su día denostado por la Historia a través de un actor que va camino de formar parte de ella.