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Voto de Leticia González:
8
Drama En 2010, las mujeres que integran una colonia religiosa tratan de reconciliarse con la fe tras haber sufrido una serie de agresiones sexuales. (FILMAFFINITY)
16 de octubre de 2023
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Hubo un director de cine que se atrevió a escenificar dos de sus producciones, «Dogville» y «Manderlay», pertenecientes a la trilogía inacabada «América», desproveyéndolas de cualquier elemento impropio del teatro, es decir, sendas propuestas fueron rodadas sobre sendos decorados. Nada de paisajes, nada de edificios, nada más aparte del libreto. El elenco, el atrezzo, los focos eran tangibles, sin embargo sea lo que hubiese más allá de las tablas, únicamente se materializaba a través de la imaginación del espectador.

Lars von Trier recurrió a un escenario al uso como el que podemos encontrar en cualquier teatro; no obstante no fue el primero ni el último en valerse de una única localización donde desarrollar la trama; a bote pronto se me vienen títulos indiscutibles a los que nada en su minimalismo escénico se les puede reprochar como la sala de reuniones de «12 hombres sin piedad», el ataúd de «Buried», el coche de «Locke», el salón de «Coherence», el aseo de «Saw», la habitación de «En la cama» o el porche de la reciente «Reality», todas ellas filmadas con solvencia en un solo espacio.

La historia narrada por Miriam Toews en su novela, adaptada al cine y dirigida por Sarah Polley —sí, la prota de «La vida secreta de las palabras» y «Mi vida sin mí»—, sucede en un granero. En realidad, para ser más precisa, en el pajar alto donde se almacena el heno. Y en ese cálido, agreste habitáculo transcurre lo que podríamos denominar el despertar de las mujeres al abuso de poder sistémico, sistemático, endémico y estructural del patriarcado. Y del que todas nosotras, en mayor o menor medida, de manera consciente o imperceptible, sufrimos.

El acontecimiento más transcendente de las mujeres como sociedad, la mismísima «ilustración», se produce, mira tú por dónde, en el seno de una colonia menonita —amish—, alrededor de 2010; y sin embargo en cada parábola hallaremos una realidad reconocible a cualquier tiempo y lugar que la hace duradera. En el foco, el cuestionamiento, al margen de sus propios dogmas morales, que un grupo de mujeres creyentes plantean respecto a la violencia machista a la que son sometidas por parte de sus iguales hombres, emplazándonos al ejercicio de reconocer en ella lo concreto de los hechos y lo universal; lo íntimo y lo colectivo.

Con música a cargo de la islandesa Hildur Guðnadóttir, «TÁR», «Muerte en Venecia», que bien le habría valido un Óscar, y fotografía de Luc Montpellier, «Historias del bucle», cuya paleta desaturada evoca al «Arreglo en gris y negro n.º 1» del estadounidense James McNeill Whistler, la canadiense se vale con maestría de la elipsis para narrar el horror de un grupo determinado de niñas y adultas que fueron narcotizadas con anestésicos para caballos y posteriormente violadas durante años por sus propios hermanos, hijos, padres, vecinos, con el añadido, si aún cabe mayor agravio, de que cuando estas despertaban con los muslos visiblemente cárdenos y ensangrentados para acudir a denunciar, los líderes espirituales —y legisladores— de la comunidad, desacreditaban sus testimonios acusándolas de inestables, imaginativas, mentirosas o agitadoras.

La cinta nos habla nítida, desprovista de cualquier elemento capaz de distraernos, del momento exacto en que reunidas, toman consciencia de la discriminación y la violencia que padecen en la comunidad al ser privadas del derecho a estudiar, relegadas al ámbito doméstico y a menudo apalizadas por sus familiares; y el cuestionamiento de Dios que se muestra innegablemente INJUSTO con ellas solo por ser mujeres y sus leyes desiguales.
La organización democrática de aquellas como grupo y la votación que, toda vez descartada la «inacción», habrá de decidir su futuro inmediato; quedarse y luchar contra el sistema o huir hacia lo desconocido —no olvidemos que son completamente analfabetas, incultas y dependientes—, para rehacer por fin sus vidas emancipadas de la tutela de los hombres, sobreviviendo al desgarro del alma que la separación en sí de estos cabe provocarles; recordemos que en el relato, como en la vida misma —no en vano nos hallamos ante una maqueta a escala de este—, también tienen cabida los hombres no violentos y la masculinidad no hegemónica—.

«Ellas hablan» nos recuerda que el amor es mejor que el odio, la esperanza mejor que la desesperación, el perdón mejor que la venganza; aunque el perdón de quienes se declaran unívocamente pacifistas, ofrecido a quienes les menoscaban, puede malinterpretarse como el permiso y hay ocasiones en que se necesita tomar consciencia desde arriba, desde fuera, del daño que se está sufriendo para poder por fin actuar; hay ocasiones en que se necesita odiar para amarse a una misma y a nuestras pares.

He visto mucho cine feminista y déjenme que les diga, este es sin duda el vademécum definitivo.
Todo cuanto sé de feminismo, está recogido en esta guía rápida y todavía BELLÍSIMA.
Leticia González
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