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Voto de Jordirozsa:
5
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Terror
Una madre llena de culpa debe desvelar la terrible verdad que se esconde tras la leyenda urbana de una bruja demoníaca y vengativa. (FILMAFFINITY)
8 de enero de 2024
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En "Don’t Knock Twice", es evidente que Caradog W. James desbordaba intenciones de hacer confluir su trabajo, o el encargo de las productoras Seymour Films y Red & Black Films, con los imaginarios del colectivo adolescente. Su meta era instruirlos en el sincretismo de historias populares de terror que hierve en su olla de cocido, con las quimeras, miedos e inseguridades y otros pertrechos afines a las mochilas de papas y mamás con vástagos de estas edades. Así, tenemos dos públicos diana, perfectamente perfilados, que pueden identificarse con cualquiera de las dos rubiales del tándem protagonista: Katee Sackhoff, interpretando a la mamá Jess, una escultora desintoxicada que rehace su vida agarrándose a las faldas, mejor dicho, sería bolsillos, de un banquero llamado Ben, interpretado por Richard Mylan. Ella acude con él al centro de acogida donde se encuentra su hija adolescente Chloe (Lucy Boynton), la también blonda actriz, con el propósito de recuperarla después de haber renunciado a su tutela cuando solo contaba la chiquilla con nueve años. Así, sin más, porque la señora decide, ella solita, que es capaz de ganársela y hacérsela suya precisamente ahora, en la edad del pavo, y después de tanto tiempo. Pues que no les pase nada a las dos.
Al maromo banquero lo hacen desaparecer del metraje. No por ser actor malo, sino por secundario masculino prescindible, con la excusa diegética de un viaje de negocios. Por otra parte, típico rol del padre, o padrastro en este caso, adinerado o distante, a quien no se le verá más el pelo después de apenas una escena en la que el guion le tiene reservadas solo algunas gilipolleces dialógicas.
Queda pues claro que hoy los tíos no pintamos nada, ya seamos los de la generación adulta (que parecemos sucumbir casi siempre en este género al prejuicio tópico del desentendimiento de los problemas); o sean los tocayos de la joven, el único tal su supuesto novio Danny (Jordan Bolger), que justo después de hacer de maestro de gamberrada para la Chloe, y haber cumplido la cuota racial en cinematográfica y administrativa prescripción, también se esfuma. Mejor dicho, lo esfuma la bruja. A la que despertarán golpeando dos veces la aldaba de la puerta de la destacada casa en la que se supone, según leyendas urbanas, que mora su espíritu.
Ahí ya tenemos la primera inyección de imaginería de terror popular, introduciendo la figura de la Baba Yaga, arraigada en el folclore eslavo y costumbres/juegos/gamberradas infantiles de abolengo más moderno, como ir a tocar los timbres de las casas y, consecuentemente, las pelotas de los vecinos y salir corriendo. Algo en lo que yo mismo participaba en mi comunidad, de crío. Solo que, como mucho, nosotros nos llevábamos broncas, palabrotas, o algún que otro cubo de agua fría a pesar de que fuera invierno, a diferencia del pobre Danny, en nuestra película, que será arrastrado por el terrorífico fantasma de la bruja. Ésta irá después a por las dos «chicas de oro».
Si al principio la Chloe pone morros a mamá y le deja bien claro que no quiere saber nada, cuando se las tenga que ver con la habitante de la casa en la que ha tenido lugar el cachondeo de la aldaba, la niña corre de nuevo al regazo de la mamá, olvidándose convenientemente del abandono al que la había condenado años ha. Así se reinicia, hasta cierto punto, este vínculo perdido que en su día fue roto y marcado por la negligencia materna. Y ahora vemos retomado para presentar batalla al «pack» de toxicidades que entrarán en juego en la liza narrativa del metraje.
Creo pensar que está simbolizado en la Baba Yaga, que como elemento sobrenatural de turno, no deja de ser, o representar, una proyección gráfica en el espacio diegético de las inseguridades, temores, heridas abiertas y otros tantos bultos que ambas protagonistas están llevando sobre sus hombros. Y parece ahora que han decidido ayudarse mutuamente para sobrellevar y gestionar, para poder ambas conseguir ese estatus de independencia emocional que debería caracterizar o distinguir sus mentes sanadas del estado de confusión y tribulación en el que se sumirán hasta romper el maleficio de la bruja.
La diferencia de edad entre Chloe y su madre, interpretadas por actrices con apenas 14 años de diferencia, deja un tono postizo que sus respectivas caracterizaciones no logran ocultar. Además, ambas son rubias, con caracteres o perfiles de personalidad muy marcados. Posiblemente, Caradog W. James estuviera interesado en remarcar este significativo grado de indiferenciación en la puesta en pantalla, representando también la naturaleza especular de sus respectivos comportamientos y perfiles psíquicos en cuanto a evolución, madurez, conducta y sentimientos. Esto se puede extrapolar perfectamente a sus roles: Chloe corre a buscar refugio en casa de su madre, pero al final, ¿Quién será que, por ser más madura y haber crecido psicológicamente, tiene que proteger a la otra de la maldición?
El simbolismo de esta unicidad o indiferenciación del individuo respecto a su referente, afrontando un elemento externo y en este caso sobrenatural, sobre el que se proyecta lo más oscuro y enfermizo, es un recurso que contribuye a dar un matiz viciado y sofocante al ya de por sí siniestro y oscuro aire gótico con el que los responsables del diseño de arte de la cinta la envuelven. Lo rematan con una fotografía de Adam Frisch, que se guarda bien de que el imperio de la luz se salga o se haga con el dominio completo, incluso en las escenas diurnas, de modo que hasta éstas quedan invadidas de la atmósfera ominosa. Un efecto reforzado por una banda sonora no menos inquietante de James Edward Barker y Steve Moore que, en todo momento, rehúye las estridencias para causar sobresaltos, sin caer, salvo en contadas excepciones, en el exceso dramático.
El resto de los componentes de la factura técnica envuelven y acompañan esa relación madre e hija que constituye la espina dorsal del argumento de «Don’t Knock Twice». Se visten con la paramenta
Al maromo banquero lo hacen desaparecer del metraje. No por ser actor malo, sino por secundario masculino prescindible, con la excusa diegética de un viaje de negocios. Por otra parte, típico rol del padre, o padrastro en este caso, adinerado o distante, a quien no se le verá más el pelo después de apenas una escena en la que el guion le tiene reservadas solo algunas gilipolleces dialógicas.
Queda pues claro que hoy los tíos no pintamos nada, ya seamos los de la generación adulta (que parecemos sucumbir casi siempre en este género al prejuicio tópico del desentendimiento de los problemas); o sean los tocayos de la joven, el único tal su supuesto novio Danny (Jordan Bolger), que justo después de hacer de maestro de gamberrada para la Chloe, y haber cumplido la cuota racial en cinematográfica y administrativa prescripción, también se esfuma. Mejor dicho, lo esfuma la bruja. A la que despertarán golpeando dos veces la aldaba de la puerta de la destacada casa en la que se supone, según leyendas urbanas, que mora su espíritu.
Ahí ya tenemos la primera inyección de imaginería de terror popular, introduciendo la figura de la Baba Yaga, arraigada en el folclore eslavo y costumbres/juegos/gamberradas infantiles de abolengo más moderno, como ir a tocar los timbres de las casas y, consecuentemente, las pelotas de los vecinos y salir corriendo. Algo en lo que yo mismo participaba en mi comunidad, de crío. Solo que, como mucho, nosotros nos llevábamos broncas, palabrotas, o algún que otro cubo de agua fría a pesar de que fuera invierno, a diferencia del pobre Danny, en nuestra película, que será arrastrado por el terrorífico fantasma de la bruja. Ésta irá después a por las dos «chicas de oro».
Si al principio la Chloe pone morros a mamá y le deja bien claro que no quiere saber nada, cuando se las tenga que ver con la habitante de la casa en la que ha tenido lugar el cachondeo de la aldaba, la niña corre de nuevo al regazo de la mamá, olvidándose convenientemente del abandono al que la había condenado años ha. Así se reinicia, hasta cierto punto, este vínculo perdido que en su día fue roto y marcado por la negligencia materna. Y ahora vemos retomado para presentar batalla al «pack» de toxicidades que entrarán en juego en la liza narrativa del metraje.
Creo pensar que está simbolizado en la Baba Yaga, que como elemento sobrenatural de turno, no deja de ser, o representar, una proyección gráfica en el espacio diegético de las inseguridades, temores, heridas abiertas y otros tantos bultos que ambas protagonistas están llevando sobre sus hombros. Y parece ahora que han decidido ayudarse mutuamente para sobrellevar y gestionar, para poder ambas conseguir ese estatus de independencia emocional que debería caracterizar o distinguir sus mentes sanadas del estado de confusión y tribulación en el que se sumirán hasta romper el maleficio de la bruja.
La diferencia de edad entre Chloe y su madre, interpretadas por actrices con apenas 14 años de diferencia, deja un tono postizo que sus respectivas caracterizaciones no logran ocultar. Además, ambas son rubias, con caracteres o perfiles de personalidad muy marcados. Posiblemente, Caradog W. James estuviera interesado en remarcar este significativo grado de indiferenciación en la puesta en pantalla, representando también la naturaleza especular de sus respectivos comportamientos y perfiles psíquicos en cuanto a evolución, madurez, conducta y sentimientos. Esto se puede extrapolar perfectamente a sus roles: Chloe corre a buscar refugio en casa de su madre, pero al final, ¿Quién será que, por ser más madura y haber crecido psicológicamente, tiene que proteger a la otra de la maldición?
El simbolismo de esta unicidad o indiferenciación del individuo respecto a su referente, afrontando un elemento externo y en este caso sobrenatural, sobre el que se proyecta lo más oscuro y enfermizo, es un recurso que contribuye a dar un matiz viciado y sofocante al ya de por sí siniestro y oscuro aire gótico con el que los responsables del diseño de arte de la cinta la envuelven. Lo rematan con una fotografía de Adam Frisch, que se guarda bien de que el imperio de la luz se salga o se haga con el dominio completo, incluso en las escenas diurnas, de modo que hasta éstas quedan invadidas de la atmósfera ominosa. Un efecto reforzado por una banda sonora no menos inquietante de James Edward Barker y Steve Moore que, en todo momento, rehúye las estridencias para causar sobresaltos, sin caer, salvo en contadas excepciones, en el exceso dramático.
El resto de los componentes de la factura técnica envuelven y acompañan esa relación madre e hija que constituye la espina dorsal del argumento de «Don’t Knock Twice». Se visten con la paramenta
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
de los condimentos narrativos más fantasmagóricos y sobrenaturales, algo subidos de tono, sí, pero necesariamente magnificados para realzar el relieve entre planos de tramas y subtramas que confluyen en su trazado narrativo.
Como si fuese una lasaña, Caradog W. James maneja simultáneamente los hilos de las relaciones entre personajes, básicamente entre Jess y Chloe, al que se superponen otras capas: la línea fantástica, con la maldición de la bruja; el toque de misterio que encabeza la figura del detective Boardman, interpretado por Nick Moran (otro referente masculino del elenco desaprovechado). Lo veremos a la cabeza de la subtrama de los niños desaparecidos, que no se desarrolla ni tiene una resolución clara. Incluso se percibe la vertiente mística que vemos en la postal de Tira, interpretada por Pooneh Hajimohammadi, la modelo de la escultura de la maternidad en la que Jess está trabajando durante toda la película, en una vieja y desvencijada capilla, icono y representación del también desquiciado sistema espiritual que se refleja en esta historia.
Una película a la que, sin querer incurrir en tópicos, se le huele el sello inglés desde lejos y se distingue de «otras más» de monstruos y fantasmas, provenientes de las fábricas de churros del terror, por tener esta polidimensionalidad.
Como uno de sus principales puntos flacos, los guionistas Mark Huckerby y Nick Ostler no saben acabar de encontrar el encaje entre tramas y subtramas, les falta refinar los diálogos y echan demasiada carga focal en los lazos madre e hija, a un nivel que algunos podrían tildar de dramón dominguero de sobremesa.
Como avispas revoloteando algo locas y confusas alrededor de su nido, los vectores narrativos secundarios no tienen su lugar definido claramente el en tejido global, que gira quizás demasiado alrededor del «leitmotiv» de Jess y Rebeca. Quedan demasiado periféricos y, al tiempo, desligados entre sí, con una interrelación tan endeble, que cuando en la resolución se pretende darles el trenzado en la coherencia de la estructura general, queda todo demasiado embrollado y embotado en una conclusión que parece más el principio del nudo, que otra cosa. Con un resultado a la estética final de la película, que parece dejar varios cabos sueltos, queriéndose enmendar con una especie de inconclusión circular al tema de la maldición de la «Baba Yaga». En este sentido no faltará quien alegue la pretensión de dejar las puertas abiertas a una posible secuela (pero se olvida de que Jess las ha quemado todas). Por desgracia no se tratará de esto. Igual que en el caso de las desapariciones de niños, la identidad de aquellos que están oscuramente relacionados con ellas, así como un mayor sustrato del personaje de la señora polaca que en su día se suicidó, falsamente acusada por estas abducciones, quedarán ahí, para la posteridad, bastantes descosidos.
Es principalmente en estos aspectos donde la cosa patina, y lo salva tanto la presencia de las dos féminas protagonistas como la estética de un entorno y recursos técnicos bien diseñados, incluyendo el hacer y la composición de la criatura encarnada por el catalán Javier Botet, una figura que por sus características ya se convirtió hace tiempo en un incondicional de esta clase de entregas.
Personalmente, recomendaría verla al sufrido espectador, no una, sino dos veces, haciendo caso omiso a su título, pues ciertamente hay que, como en muchas cosas de la vida, insistir y darle como mínimo dos veces a la puerta para poder meterse en el meollo de lo desconocido y tener agallas para aprender algo de ello.
Con tan solo un visionado, más o menos distendido y relajado de la cinta, probablemente no se vaya más allá de lo superficial, y no se podrá captar en su punto lo que transmite. Igual que con la figura que intenta esculpir Jess, hay que meter los dedos a fondo para plantar cara a nuestros fantasmas y llamar más de una vez si es necesario, no esperar a que lo hagan ellos cuando ya sea demasiado tarde.
Como si fuese una lasaña, Caradog W. James maneja simultáneamente los hilos de las relaciones entre personajes, básicamente entre Jess y Chloe, al que se superponen otras capas: la línea fantástica, con la maldición de la bruja; el toque de misterio que encabeza la figura del detective Boardman, interpretado por Nick Moran (otro referente masculino del elenco desaprovechado). Lo veremos a la cabeza de la subtrama de los niños desaparecidos, que no se desarrolla ni tiene una resolución clara. Incluso se percibe la vertiente mística que vemos en la postal de Tira, interpretada por Pooneh Hajimohammadi, la modelo de la escultura de la maternidad en la que Jess está trabajando durante toda la película, en una vieja y desvencijada capilla, icono y representación del también desquiciado sistema espiritual que se refleja en esta historia.
Una película a la que, sin querer incurrir en tópicos, se le huele el sello inglés desde lejos y se distingue de «otras más» de monstruos y fantasmas, provenientes de las fábricas de churros del terror, por tener esta polidimensionalidad.
Como uno de sus principales puntos flacos, los guionistas Mark Huckerby y Nick Ostler no saben acabar de encontrar el encaje entre tramas y subtramas, les falta refinar los diálogos y echan demasiada carga focal en los lazos madre e hija, a un nivel que algunos podrían tildar de dramón dominguero de sobremesa.
Como avispas revoloteando algo locas y confusas alrededor de su nido, los vectores narrativos secundarios no tienen su lugar definido claramente el en tejido global, que gira quizás demasiado alrededor del «leitmotiv» de Jess y Rebeca. Quedan demasiado periféricos y, al tiempo, desligados entre sí, con una interrelación tan endeble, que cuando en la resolución se pretende darles el trenzado en la coherencia de la estructura general, queda todo demasiado embrollado y embotado en una conclusión que parece más el principio del nudo, que otra cosa. Con un resultado a la estética final de la película, que parece dejar varios cabos sueltos, queriéndose enmendar con una especie de inconclusión circular al tema de la maldición de la «Baba Yaga». En este sentido no faltará quien alegue la pretensión de dejar las puertas abiertas a una posible secuela (pero se olvida de que Jess las ha quemado todas). Por desgracia no se tratará de esto. Igual que en el caso de las desapariciones de niños, la identidad de aquellos que están oscuramente relacionados con ellas, así como un mayor sustrato del personaje de la señora polaca que en su día se suicidó, falsamente acusada por estas abducciones, quedarán ahí, para la posteridad, bastantes descosidos.
Es principalmente en estos aspectos donde la cosa patina, y lo salva tanto la presencia de las dos féminas protagonistas como la estética de un entorno y recursos técnicos bien diseñados, incluyendo el hacer y la composición de la criatura encarnada por el catalán Javier Botet, una figura que por sus características ya se convirtió hace tiempo en un incondicional de esta clase de entregas.
Personalmente, recomendaría verla al sufrido espectador, no una, sino dos veces, haciendo caso omiso a su título, pues ciertamente hay que, como en muchas cosas de la vida, insistir y darle como mínimo dos veces a la puerta para poder meterse en el meollo de lo desconocido y tener agallas para aprender algo de ello.
Con tan solo un visionado, más o menos distendido y relajado de la cinta, probablemente no se vaya más allá de lo superficial, y no se podrá captar en su punto lo que transmite. Igual que con la figura que intenta esculpir Jess, hay que meter los dedos a fondo para plantar cara a nuestros fantasmas y llamar más de una vez si es necesario, no esperar a que lo hagan ellos cuando ya sea demasiado tarde.