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Voto de Jordirozsa:
7
3.8
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Terror. Thriller
Fernanda es una psiquiatra que se encarga de investigar cuál es el misterio del tablero de ouija que acabó con la vida de unos muchachos. En medio de su investigación descubrirá que aquel tablero es en realidad un portal de un demonio ancestral y que tiene que ver con ella y con su hijo. (FILMAFFINITY)
24 de septiembre de 2021
13 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Cementerio General 2”, “Juego Siniestro” y “Sinister Circle” (2015) son los tres títulos por lo que es conocida, si es que se le puede llamar así, a la segunda parte de la incursión que Dorian Fernández-Moris llevó a cabo en el cine de terror, con su primera “Cementerio General”, a la que siguió “Secreto Matusita” (2014), también con contenidos de cámara doméstica en mano, y que se comenta que contiene tomas de la escena del camposanto de la primera, aunque aparentemente no guarda con ella relación narrativa alguna. La cinta que nos ocupa, tiene un nexo anecdótico y tenue con su predecesora.
El cineasta peruano rompe con los moldes de aquélla, de la que aparentemente se podía esperar una secuela al estilo, que tomara como punto de partida en donde se quedó, dejándonos con no pocas incógnitas.
El caso es que los sucesos de “Cementerio General” se mencionan de pasada, y sólo Úrsula (Claudia Dammert) y la fugaz aparición de la actriz Leslie Shaw (Vicky) ofreciendo su desnudo se postulan como efímeras referencias, así como una tabla de ouija que sirve para invocar demonios.
Partiendo de la premisa que, mientras que “Cementerio General” (2013) contaba con un presupuesto de 400.000 dólares, y esta secuela, que no es tal en estricto sentido del concepto, de tres veces más (1,2 millones), se rompe con dos aspectos fundamentales, que ayudan a encumbrar el resultado de la película a no tener nada que envidiar a otras de terror en español, o del cine europeo, y mucho menos a cientos y miles de productos de la churrería palomitera norteamericana.
El hecho de que Fernández-Moris no acapare dirección, guión y banda sonora (no tanto por demostrado talento, sinó por escasez de pecunios en el filme inicial), permite que el hombre pueda centrarse en su tarea artística de director, mejorando muchos de los aspectos que flojeaban en su primicia del género. De este modo puede centrarse en una dirección de artistas más elaborada y cuidada, a parte que en este caso contamos ya con actores profesionales con cierto trillado en escena, con más solera y más tiempo para poder trabajarse el personaje.
Por otro lado, el guión no se queda con la historia monotemática de unos adolescentes que se equivocan de instrumento, lugar e invitados a la ceremonia de invocar al espíritu del padre de una de sus amigas, porque ésta echa de menos a su progenitor, sino que se hilvana todo un tejido argumental bastante más complejo i mejor construido.
Se deja a un lado por completo la idea del “foundfootage, con lo que la narración en primera persona (que claramente recae en las vivencias de los personajes de Milene Vásquez (Fernanda) y Matías Raygada, que interpreta a su hijo Julio) queda más diluída, y ubica al espectador en unas coordenadas diegéticas comnpletamente distintas.
Más pródiga en efectos especiales (sin abusar de este condimento), la fotografía de Fergan Chávez-Ferrer es la que sobrelleva la función de crear y mantener la progresiva, inquietante y lúgubre atmósfera de terror, moviendo todo el ritmo narrativo en línea directa hasta el desenlace. Cabe decir que las localizaciones y ambientaciones de los espacios interiores, con el respectivo uso de los tonos de iluminación, siempre con esa funesta áurea de penumbra planeando de fondo, son el principal recurso de que se sirve el técnico.
Claro ejemplo es la explotación de la estética del encuadre del cementerio como principal “decorado” en el que se cría (escena inicial que sirve de percha para enlazar las respectivas historias de ambos largometrajes), crece (las pesquisas de Alejandro (Marcello Rivera) sobre los cultos satánicos relacionados con la ouija, que le conducen a explorar el camposanto) y se resuelve todo el ciclo del sentimiento de terror que se pretende inspirar o transmitir en el espectador; a este encuadre principal, conductor, se le asocian otros anejos, como la iglesia donde se entrevista el reportero con la protagonista, que le pide ayuda; el estilo vetusto, añoso, y por ende tétrico y espeluznante del edificio donde se alojará Fernanda con su hijo Julio en su viaje a Perú; lo rancia y desusada que se antoja la clínica psiquiátrica donde se halla reclusa Úrsula, la madre de Fernanda… incluso el más actualizado y moderno centro donde trabaja ésta como psicoterapeuta en México ya rezuma aprensión, cuando la cámara nos adentra en la habitación del desquiciado (¿o poseído?) Ignacio.
Sabe desarrollar, con la paleta de texturas y tinte de los colores, un juego con el que describir las características de las situaciones que viven los personajes, acompañando el tono emocional de sus experiencias.
Jorge Luís Cárdenas trabaja una partitura que, dentro de sus convencionalismos, consigue mantener el cariz de la historia a caballo entre el terror y el thriller, a lomos de la alternancia que los conducen, respectivamente, Fernanda y Julio, y Alejandro, en su palpitante indagación sobre el origen, el significado, y el interés que algunos tienen en la misteriosa ouija, objeto que funciona como centro radial del relato. La partitura pues, combina hábilmente su rol de potenciador del sabor en las secuencias en las que hace acto de perturbadora presencia lo sobrenatural que acosa al niño, ante el incial escepticismo de su madre, y los tramos que revisten aire de suspense, confiriendo la debida pulsación al ritmo narrativo.
La presencia, la caracterización y el porte de los que podríamos considerar personajes principales (Fernanda, Julio, Rosa, el Dr. García, Úrsula y Alejandro), son más elocuentes que sus diálogos, que vienen a ser de lo más circunstanciales. Lo que hablan sirve casi exclusivamente a aclarar los puntos de desarrollo del script. Sus habilidades dramáticas y expresivas son lo que realmente comunica y transfiere información relevante a la audiencia.
El cineasta peruano rompe con los moldes de aquélla, de la que aparentemente se podía esperar una secuela al estilo, que tomara como punto de partida en donde se quedó, dejándonos con no pocas incógnitas.
El caso es que los sucesos de “Cementerio General” se mencionan de pasada, y sólo Úrsula (Claudia Dammert) y la fugaz aparición de la actriz Leslie Shaw (Vicky) ofreciendo su desnudo se postulan como efímeras referencias, así como una tabla de ouija que sirve para invocar demonios.
Partiendo de la premisa que, mientras que “Cementerio General” (2013) contaba con un presupuesto de 400.000 dólares, y esta secuela, que no es tal en estricto sentido del concepto, de tres veces más (1,2 millones), se rompe con dos aspectos fundamentales, que ayudan a encumbrar el resultado de la película a no tener nada que envidiar a otras de terror en español, o del cine europeo, y mucho menos a cientos y miles de productos de la churrería palomitera norteamericana.
El hecho de que Fernández-Moris no acapare dirección, guión y banda sonora (no tanto por demostrado talento, sinó por escasez de pecunios en el filme inicial), permite que el hombre pueda centrarse en su tarea artística de director, mejorando muchos de los aspectos que flojeaban en su primicia del género. De este modo puede centrarse en una dirección de artistas más elaborada y cuidada, a parte que en este caso contamos ya con actores profesionales con cierto trillado en escena, con más solera y más tiempo para poder trabajarse el personaje.
Por otro lado, el guión no se queda con la historia monotemática de unos adolescentes que se equivocan de instrumento, lugar e invitados a la ceremonia de invocar al espíritu del padre de una de sus amigas, porque ésta echa de menos a su progenitor, sino que se hilvana todo un tejido argumental bastante más complejo i mejor construido.
Se deja a un lado por completo la idea del “foundfootage, con lo que la narración en primera persona (que claramente recae en las vivencias de los personajes de Milene Vásquez (Fernanda) y Matías Raygada, que interpreta a su hijo Julio) queda más diluída, y ubica al espectador en unas coordenadas diegéticas comnpletamente distintas.
Más pródiga en efectos especiales (sin abusar de este condimento), la fotografía de Fergan Chávez-Ferrer es la que sobrelleva la función de crear y mantener la progresiva, inquietante y lúgubre atmósfera de terror, moviendo todo el ritmo narrativo en línea directa hasta el desenlace. Cabe decir que las localizaciones y ambientaciones de los espacios interiores, con el respectivo uso de los tonos de iluminación, siempre con esa funesta áurea de penumbra planeando de fondo, son el principal recurso de que se sirve el técnico.
Claro ejemplo es la explotación de la estética del encuadre del cementerio como principal “decorado” en el que se cría (escena inicial que sirve de percha para enlazar las respectivas historias de ambos largometrajes), crece (las pesquisas de Alejandro (Marcello Rivera) sobre los cultos satánicos relacionados con la ouija, que le conducen a explorar el camposanto) y se resuelve todo el ciclo del sentimiento de terror que se pretende inspirar o transmitir en el espectador; a este encuadre principal, conductor, se le asocian otros anejos, como la iglesia donde se entrevista el reportero con la protagonista, que le pide ayuda; el estilo vetusto, añoso, y por ende tétrico y espeluznante del edificio donde se alojará Fernanda con su hijo Julio en su viaje a Perú; lo rancia y desusada que se antoja la clínica psiquiátrica donde se halla reclusa Úrsula, la madre de Fernanda… incluso el más actualizado y moderno centro donde trabaja ésta como psicoterapeuta en México ya rezuma aprensión, cuando la cámara nos adentra en la habitación del desquiciado (¿o poseído?) Ignacio.
Sabe desarrollar, con la paleta de texturas y tinte de los colores, un juego con el que describir las características de las situaciones que viven los personajes, acompañando el tono emocional de sus experiencias.
Jorge Luís Cárdenas trabaja una partitura que, dentro de sus convencionalismos, consigue mantener el cariz de la historia a caballo entre el terror y el thriller, a lomos de la alternancia que los conducen, respectivamente, Fernanda y Julio, y Alejandro, en su palpitante indagación sobre el origen, el significado, y el interés que algunos tienen en la misteriosa ouija, objeto que funciona como centro radial del relato. La partitura pues, combina hábilmente su rol de potenciador del sabor en las secuencias en las que hace acto de perturbadora presencia lo sobrenatural que acosa al niño, ante el incial escepticismo de su madre, y los tramos que revisten aire de suspense, confiriendo la debida pulsación al ritmo narrativo.
La presencia, la caracterización y el porte de los que podríamos considerar personajes principales (Fernanda, Julio, Rosa, el Dr. García, Úrsula y Alejandro), son más elocuentes que sus diálogos, que vienen a ser de lo más circunstanciales. Lo que hablan sirve casi exclusivamente a aclarar los puntos de desarrollo del script. Sus habilidades dramáticas y expresivas son lo que realmente comunica y transfiere información relevante a la audiencia.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Milene Vásquez es la que se muestra algo más floja, y hasta de un pánfilo irritante en algunos momentos. No es fácil el papel que interpreta, ya que una científica a la que se suponen ideas claras sobre la personalidad y las patologías mentales, acaba rindiéndose a las manifestaciones del más allá. Pero no por ello deja de ser una eficaz guía que nos conduce en primera persona, identificados con ella, en el gradual desvelamiento de los misterios que se ocultan detrás de la casa encantada en la que se aloja, la ouija, el cementerio y su tétrica cripta, dedicada al culto del Mal.
Este viaje, con su contexto, sus escenarios, y el comportamiento de los personajes, tiene un ralo paralelismo con “La Semilla del Diablo” (1968). De modo que quien haya visto la cinta de Polanski, detectará enseguida lo poco de fiar que pueden ser el Sr. Quiroga (Ismael Contraras), el Dr. García (soberbio Hernán Romero) o Rosa (muy decente Attilia Boschetti). Esto convierte el devenir del relato en, cuanto menos intuitivamente, previsible.
Aún así, logra crear un buen clímax en el montaje en paralelo de la escena de la fiesta de cumpleaños de Julio, en la que Fernanda intenta estar en contacto, sin que nadie se de cuenta, con un Alejandro que corre a intentar rescatar a Úrsula del psiquiátrico, pues ya han descubierto lo que se traman los adoradores del demonio (Molok), al que pretenden invocar sacrificando al niño de la prota, como representa que han hecho con otros menores en el pasado. l Julio será especialmente significativo, ya que abrirá un portal al terrible ser del inframundo (Molok viene de las deidades de la antigua Mesopotamia).
Ese interesante apogeo de tensión se viene abajo, cuando hacen caer la última escena como pilotos sus aparatos en la pista de aterrizaje, dejándole a uno el coxis y el sacro para el arrastre por varios días. De forma bruta y atropellada nos trasladan al último acto: Rosa le propina un troncazo a Fernanda (ya que estaba el doctor allí, un somnífero en la bebida habría sido más elegante), y a Alejandro me lo apean de la historia de un navajazo, frustrando así el rescate de la abuela, y el que en la fuga final de Fernanda con su hijo se les pudiera unir el reportero que tanto había hecho por ellos.
Un barroco, atropellado y un tanto chabacano cuadro de acabamiento, propio de una comedia de disparates, deja a los satánicos friéndose en la cripta (se supone, pues cuando escapan Fernanda y el niño se ven salir llamaradas), sin saber si antes Úrsula, que ha liberado a su hija y a su nieto, la ha emprendido a cuchillazos con los presentes, incluídos los otros niños que parecían reservados para el mismo fin que Julio. Un toque francamente cruel, pero narrativamente justificado si los espíritus de los niños que aparecen detrás del primer plano final de Julio, antes de los títulos de crédito, són los de estos chavales y/o de otros que fueron también inmolados.
Un último plano que, pese a lo que se pueda especular si responde a la intención de otra entrega, puede simplemente ser un acabado estilístico, como en muchas cintas parejas, sólo para que el espectador le dé un rato al torno después de levantarse de la butaca. Sin más.
Con esta, Dorian Fernández-Moris tiene, aunque como principiante, una trilogía de terror nada despreciable, teniendo en cuenta sus inicios, y los múltiples defectillos que le encontráramos mirándolo todo con gafas (de pasta o no). Con este incipiente éxito, sabe que se puede ir por la puerta principal del cementerio con la cabeza relativamente alta. Si quiere echar de nuevo los dados con otra siguiente, y continuar el juego, él sabe mejor que nadie que se trata de una apuesta que le puede traer a la casilla del pozo, o al cuadro final del parque de las ocas. Pero para esto le queda mucha carrera por delante.
Este viaje, con su contexto, sus escenarios, y el comportamiento de los personajes, tiene un ralo paralelismo con “La Semilla del Diablo” (1968). De modo que quien haya visto la cinta de Polanski, detectará enseguida lo poco de fiar que pueden ser el Sr. Quiroga (Ismael Contraras), el Dr. García (soberbio Hernán Romero) o Rosa (muy decente Attilia Boschetti). Esto convierte el devenir del relato en, cuanto menos intuitivamente, previsible.
Aún así, logra crear un buen clímax en el montaje en paralelo de la escena de la fiesta de cumpleaños de Julio, en la que Fernanda intenta estar en contacto, sin que nadie se de cuenta, con un Alejandro que corre a intentar rescatar a Úrsula del psiquiátrico, pues ya han descubierto lo que se traman los adoradores del demonio (Molok), al que pretenden invocar sacrificando al niño de la prota, como representa que han hecho con otros menores en el pasado. l Julio será especialmente significativo, ya que abrirá un portal al terrible ser del inframundo (Molok viene de las deidades de la antigua Mesopotamia).
Ese interesante apogeo de tensión se viene abajo, cuando hacen caer la última escena como pilotos sus aparatos en la pista de aterrizaje, dejándole a uno el coxis y el sacro para el arrastre por varios días. De forma bruta y atropellada nos trasladan al último acto: Rosa le propina un troncazo a Fernanda (ya que estaba el doctor allí, un somnífero en la bebida habría sido más elegante), y a Alejandro me lo apean de la historia de un navajazo, frustrando así el rescate de la abuela, y el que en la fuga final de Fernanda con su hijo se les pudiera unir el reportero que tanto había hecho por ellos.
Un barroco, atropellado y un tanto chabacano cuadro de acabamiento, propio de una comedia de disparates, deja a los satánicos friéndose en la cripta (se supone, pues cuando escapan Fernanda y el niño se ven salir llamaradas), sin saber si antes Úrsula, que ha liberado a su hija y a su nieto, la ha emprendido a cuchillazos con los presentes, incluídos los otros niños que parecían reservados para el mismo fin que Julio. Un toque francamente cruel, pero narrativamente justificado si los espíritus de los niños que aparecen detrás del primer plano final de Julio, antes de los títulos de crédito, són los de estos chavales y/o de otros que fueron también inmolados.
Un último plano que, pese a lo que se pueda especular si responde a la intención de otra entrega, puede simplemente ser un acabado estilístico, como en muchas cintas parejas, sólo para que el espectador le dé un rato al torno después de levantarse de la butaca. Sin más.
Con esta, Dorian Fernández-Moris tiene, aunque como principiante, una trilogía de terror nada despreciable, teniendo en cuenta sus inicios, y los múltiples defectillos que le encontráramos mirándolo todo con gafas (de pasta o no). Con este incipiente éxito, sabe que se puede ir por la puerta principal del cementerio con la cabeza relativamente alta. Si quiere echar de nuevo los dados con otra siguiente, y continuar el juego, él sabe mejor que nadie que se trata de una apuesta que le puede traer a la casilla del pozo, o al cuadro final del parque de las ocas. Pero para esto le queda mucha carrera por delante.